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—Su amiga parece estar algo enfurruñada, monsieur Poirot.

El detective se volvió sorprendido al reconocer a un antiguo amigo.

—¡Coronel Race!

El hombre alto, bronceado, sonrió.

—No esperaba verme por aquí, ¿eh?

Hércules Poirot había conocido al coronel Race un año atrás en Londres. Ambos fueron comensales en un extraño banquete, que terminó con el asesinato de su anfitrión. Poirot sabía que Race era un hombre que jamás permanecía inactivo. Siempre podía encontrársele en cualquiera de los confines del imperio en que existiese el menor conato de sublevación contra Gran Bretaña.

—Así pues, está en Wadi Halfa...

—Estoy aquí, en este barco.

—¿Qué quiere usted decir...?

—Que pienso hacer con usted el viaje de regreso a Shellal.

—Eso es muy interesante. ¿Y si bebiéramos algo?

Penetraron en el salón observatorio, ahora casi desierto. Poirot ordenó un whisky para el coronel y una naranjada con mucho azúcar para él.

—De modo que hará usted el viaje de retorno con nosotros —replicó Poirot, mientras sorbía su bebida—. Iría usted mucho más rápido si tomase el correo del gobierno que hace el trayecto sin detenerse de noche.

—Tiene usted razón, como siempre, monsieur Poirot —dijo humorísticamente el coronel.

—¿Le interesan los pasajeros?

—Uno solo de los pasajeros.

—¿Cuál de ellos?

—Desgraciadamente, yo mismo no lo sé.

Poirot parecía estar interesado. Race prosiguió:

—No es posible guardar secretos con usted. Hemos tenido muchas molestias aquí en estos últimos tiempos, tanto en un sentido como en otro. Pero no es a los que capitanean a los insurrectos a los que nos interesa capturar, sino a los que han encendido la mecha de la revolución con su manejos y propagandas. Había tres: uno ha muerto, el otro está encerrado, pero nos falta el tercero. Un individuo con cinco o seis asesinatos cometidos a sangre fría sobre sus espaldas. Es uno de los agentes a sueldo más inteligentes que han existido jamás. Está en este barco. Lo sé por un párrafo de una carta que ha caído en nuestras manos... Después de descifrarla, decía: «X se encontrará a bordo del Karnaki/> desde el 7 al 13 de febrero.» Pero no dice abajo con qué nombre se inscribió al tomar el pasaje.

—¿Posee alguna descripción de su hombre?

—No. Desciende de americanos, islandeses y franceses, es un conglomerado de razas. Lo cual no nos ayuda en nada... ¿Tiene usted alguna idea?

—¿Una idea? No..., todavía no.

La comprensión entre ellos era tan grande, que Race no insistió. Sabía que Poirot no hablaría una palabra a menos que estuviera seguro.

Poirot se frotó la nariz y habló con voz doliente:

—Ocurre algo a bordo de este barco que me inquieta más de lo que quisiera.

Race le miró, inquiriendo detalles.

—Figúrese —dijo Poirot— una persona a quien llamaremos A, que ha ofendido gravemente a otra, B. La persona B ansia vengarse y hace objeto a la otra de sus amenazas.

—¿Están A y B a bordo?

—Precisamente.

—Supongo que B es mujer.

—Exacto.

Race encendió un cigarrillo.

—Yo no me preocuparía. Las personas que dicen a todo el mundo lo que van a hacer, no lo hacen generalmente.

—Y en particular, éste es el caso con las mujeres.

—¿Algo más? —inquirió Race.

—Sí, algo más. Ayer la persona a quien designamos por A escapó de milagro a la muerte. Una muerte que presentaba todos los caracteres de un accidente casual.

—¿Maquinado por B?

—No; ése es el caso. B, probablemente, no ha intervenido para nada.

—Entonces fue un accidente.

—Así lo supongo yo también, pero no me gustan estos accidentes.

—¿Está seguro de que B no se ha mezclado para nada en eso?

—En absoluto.

—Bien. A veces hay coincidencias. ¿Quién es A? Una persona indeseable, sin duda, ¿verdad?

—Por el contrario, es una señora joven, encantadora y rica.

—Parece cosa de novela.

Peut-etre. Pero le digo a usted que no estoy tranquilo, amigo mío. Si no me equivoco, y sería la primera vez que me sucediese...

Race sonrió ante la inmodestia típica del detective.

—...Entonces hay motivo para inquietarse. Y ahora, viene usted a añadir otra complicación. Por lo que dice, hay un hombre a bordo del Karnaki/> que mata.

—Generalmente no mata a las señoras encantadoras.

Poirot movió la cabeza insatisfecho.

—Tengo miedo, amigo mío —declaró—. Tengo miedo... Hoy he avisado a la señora Doyle, que es la amenazada, que vaya con su marido a Kartum y que no regrese a este barco. Pero no han querido hacerlo. Ruego al Cielo que podamos llegar a Shellal sin que suceda una catástrofe.

—¿No es usted excesivamente pesimista?

Poirot movió la cabeza.

—Tengo miedo —dijo simplemente—. Yo, Hércules Poirot, tengo miedo...

Capítulo XII

Cornelia Robson se hallaba en el interior del templo de Abu Simbel. Era el atardecer del día siguiente... una tarde tranquila y sofocante. El Karnaki/> había anclado una vez más en Abu Simbel para permitir otra visita al templo con luz artificial. La diferencia de iluminación era considerable. Cornelia comentaba este hecho, maravillada, con el señor Ferguson, que se encontraba a su lado.

—¡Caramba, se ve mucho mejor ahora! —exclamó la muchacha—. Quisiera que estuviese aquí el doctor Bessner. Él me habría explicado todo.

—Extraño que pueda usted soportar a ese viejo loco —dijo Ferguson ceñudo.

—¿Por qué? Es uno de los hombres más amables que he conocido en mi vida.

—Es un viejo antipático y presuntuoso.

—No debía usted hablar de esa forma.

El joven la asió repentinamente por un brazo. Salían en aquel momento del templo la luna brillaba en el cielo con todo su resplandor.

—¿Por qué soporta usted los fastidios de un gordo repugnante y se deja manejar como si fuese una esclava por una arpía sin entrañas?

—¡Caramba, señor Ferguson!

—¿Es usted tonta acaso? ¿No se da cuenta de que usted es tanto como ella?

—No, no lo soy —repuso la muchacha con sincera convicción.

—No es usted tan rica eso es lo que quiere decir.

—No, no es eso. La prima María posee una buena educación.

—¡Educación! —el joven soltó el brazo de Cornelia tan repentinamente como lo había cogido—. Esa palabra da náuseas.

Cornelia le miró asustada.

—A ella no le satisface que usted hable conmigo, ¿verdad?

Cornelia se ruborizó sin saber qué responder.

—¿Por qué? Porque cree que yo no pertenezco a su clase. ¡Puf! ¿No le da asco eso?

—Me agradaría que no tomase esas cosas tan a pecho, señor Ferguson.

—¿No se da cuenta, usted que es una americana, de que todos hemos nacido iguales y libres?

—De ninguna manera —dijo Cornelia.

—¡Ah, jovencita! Esto forma parte de su naturaleza.

—La prima María dice que los políticos no son caballeros —aseguró Cornelia—; y como es natural, las personas no son todas iguales. Me gustaría haber nacido elegante como la señora Doyle, por ejemplo. Pero no lo soy y creo que no vale la pena pensar en ello.

—¡La señora Doyle! —exclamó Ferguson, con profundo desprecio—. Ésa es una de las mujeres a quienes se debía matar a tiros para que sirviese de escarmiento a las demás.

Volvió la espalda y se marchó. Cornelia se dirigió al barco.

Cuando había alcanzado la lancha, Ferguson volvió a asir su brazo de nuevo.

—Es usted la persona más atractiva del barco. Le ruego que no lo olvide.

Roja de placer, Cornelia llegó al salón observatorio.

La señora Van Schuyler conversaba con el doctor Bessner. Cornelia preguntó con cierta sensación de culpabilidad: