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—No he llegado tarde, ¿verdad?

Mirando su reloj la anciana respondió:

—No se puede decir que te hayas apresurado demasiado. ¿Qué has hecho con mi estola de terciopelo?

Cornelia miró a su alrededor.

—¿Voy al camarote a ver si está allí?

—No está. La dejé por aquí después de comer y no me he movido desde entonces.

Cornelia se dedicó a una búsqueda infructuosa.

—No la veo por ninguna parte, prima María.

—¡Eres tonta! —exclamó la señorita Van Schuyler—. Busca por otros sitios —era una orden, tal como puede dársele a un perro, y Cornelia, con sumisión canina, obedeció.

El silencioso señor Fanthorp, que estaba sentado a una mesa próxima, se levantó y la ayudó. No encontraron la estola.

El día había sido tan insoportablemente caluroso y desagradable, que la mayoría de los excursionistas se retiraron tan pronto como regresaron de la playa de ver el templo. Los Doyle jugaban al bridge con Pennington y Race en una mesa en un rincón. El otro ocupante del salón era Hércules Poirot, que bostezaba sin cesar, con la cabeza echada hacia atrás, sentado a una mesa junto a la puerta. La señorita Van Schuyler, haciendo una salida majestuosa, con Cornelia y la señorita Bowers asistiéndola, se detuvo un instante frente a la mesa de Poirot y éste se incorporó cortésmente, reprimiendo un bostezo. La señorita Van Schuyler dijo:

—Acabo de recordar quién es usted, señor Poirot. Mi antiguo amigo Rufus Van Aldin me ha hablado mucho de usted. Ya me contará usted algunos de sus casos.

Con un movimiento de cabeza amable y condescendiente, prosiguió su camino. Poirot, con los ojos parpadeando de sueño, le hizo una reverencia exagerada. Luego bostezó una vez más. Se sentía pesado y estúpido a causa del sueño. Apenas podía conservar los ojos abiertos. Posó la mirada en su juego. Luego dirigió su vista hacia el joven Fanthorp, que leía un libro. No había nadie más que ellos en el salón.

Abrió la puerta y se dirigió a cubierta. Jacqueline de Bellefort, que entraba en el salón, casi tropezó con él.

Pardon, mademoiselle.

—Tiene usted cara de sueño, monsieur.

—Estoy muerto de sueño —declaró con franqueza—. Casi no puedo abrir los ojos. Ha sido un día extraordinariamente sofocante.

—Sí —parecía pensativa—. Ha sido un día en que las cosas pueden llegar a su desenlace. En que ya no puede uno detenerse.

Hablaba en voz baja y saturada de pasión. No miraba hacia él, sino hacia la playa arenosa. Tenía las manos crispadas, rígidas... De pronto la fuerte tensión se rompió. Dijo:

—Buenas noches, monsieur.

—Buenas noches, mademoiselle.

Sus ojos se encontraron un instante brevísimo. Pensando en ello al día siguiente, Poirot llegó a la conclusión de que había una súplica muda en aquella mirada. Más tarde, volvió a recordarlo...

Él se dirigió a su camarote y ella penetró en el salón. Cornelia, después de conversar con su prima sobre ciertas fantasías, recogió sus labores y regresó al salón. No sentía la menor necesidad de acostarse. Por el contrario, se sentía completamente despierta y excitada.

El cuarteto de bridge estaba completamente silencioso. En otra silla, el callado Fanthorp leía su libro. Cornelia se sentó y empezó a coser.

Súbitamente la puerta se abrió y Jacqueline de Bellefort hizo su aparición. Permaneció un momento en el umbral. Alzó la cabeza y después de llamar a un timbre, pasó frente a Cornelia y tomó asiento.

—¿Estuvo en la playa? —preguntó.

—Sí. Pensé que debía de ser fascinador a la luz de la luna.

—Sí, es una noche encantadora —asintió Jacqueline—. Una verdadera noche de luna de miel.

Sus ojos se dirigieron a la mesa de bridge. Detuviéronse un momento sobre Linnet y Doyle.

El camarero llegó en respuesta a la llamada de Jacqueline. Ésta ordenó un doble de ginebra. Cuando daba esta orden, Simon Doyle le lanzó una mirada rápida. Una arruga de ansiedad apareció sobre su entrecejo. Su mujer le dijo:

—Simon, estamos esperando que sirvas las cartas.

Jacqueline empezó a cantar algo entre dientes. Cuando llegó la bebida, cogió la copa diciendo:

—Bien ya está el crimen.

La bebió y pidió otra.

Otra vez Simon apartó la mirada de la mesa de bridge. Sus jugadas revelaban su falta de atención. Su compañero, Pennington, le llamó al orden.

Jacqueline empezó a canturrear otra vez. Primero lo hizo en voz baja, luego las palabras se hicieron inteligibles.

Tenía a su hombre y él la engañó...

—Lo siento —dijo Simon a Pennington—. He sido estúpido por mi parte no seguirle. Eso les da el triunfo.

Linnet se levantó.

—Me estoy durmiendo. Creo que lo mejor es irse a la cama.

—Sí, ya es hora de terminar —dijo el coronel Race.

—Yo creo lo mismo —opinó Pennington.

—¿Vienes, Simon? —preguntó Linnet.

—Ahora mismo no. Voy a beber algo antes —respondió el aludido lentamente.

Linnet movió la cabeza y se ausentó. Race la siguió. Pennington acabó de beber su copa y se marchó asimismo.

—Las jóvenes debemos trasnochar juntas —aseguró Jacqueline a Cornelia.

Luego lanzó atrás la cabeza y profirió una sonora carcajada. Llegó el segundo vaso.

—Beba algo —invitó Jacqueline.

—No, muchas gracias —respondió Cornelia.

Jacqueline echó su silla hacia atrás. Empezó a cantar en voz alta:

—Tenia a su hombre y él la engañó...

El señor Fanthorp volvió una página de Europa por dentro.

Simon Doyle recogió una revista.

—Me voy —anunció Cornelia—. Creo que ya es muy tarde.

—Usted no puede irse así. Se lo prohíbo —declaró Jacqueline—. Cuénteme algo sobre usted misma, vamos.

—Bien... no sé... No hay mucho que contar... —la pobre muchacha tartamudeaba—. He vivido siempre en mi casa y no he viajado mucho. Ésta es mi primera escapada.

Jacqueline rió.

—Es usted una persona feliz, ¿verdad? ¡Dios, cómo la envidio!

—¡Oh, de veras...! Pero yo creo... estoy segura...

Indudablemente la señorita Bellefort había bebido demasiado. No era exactamente una novedad para Cornelia. Había visto bastantes borracheras durante la vigencia de la Ley Seca. Pero allí había algo más... Jacqueline de Bellefort hablaba con ella... La miraba a ella. Sin embargo, Cornelia tenía la sensación de que Jacqueline se dirigía a Otra persona... Pero no había más que dos personas en el salón: el señor Fanthorp y el señor Doyle. El primero estaba absorto en la lectura de su libro. Simon Doyle, con extraña expresión, tenía una mirada vigilante.

Jacqueline repitió:

—Dígame algo sobre usted misma.

Siempre obediente, Cornelia intentó completar su biografía. Hablaba, hablaba incesantemente, entrando en detalles nimios e innecesarios de su vida diaria. Estaba poco acostumbrada a llevar la voz cantante. Ella había sido siempre la que le tocaba escuchar.

Sin embargo, la señorita Bellefort parecía interesarse por su narración, pues cuando, agotados sus recursos, se detuvo, la otra muchacha le instó:

—Continúe. Cuénteme más...

Y Cornelia prosiguió.

¿Qué hora sería? Con toda seguridad muy tarde. Había estado hablando sin cesar. Si por lo menos sucediese algo definitivo... E inmediatamente, como respuesta a sus deseos, algo sucedió. Sólo que en aquel momento parecía natural...

Jacqueline volvió la cabeza y dijo a Simon Doyle:

—Toca el timbre, Simon. Quiero beber más.

Simon Doyle levantó sus ojos de la revista que leía y respondió secamente:

—Los camareros se han acostado. Es más de la medianoche.

—Te digo que quiero beber más.

—Ya has bebido bastante, Jacqueline —repuso Simon.