Выбрать главу

Ella se levantó furiosa y le apostrofó:

—¿Qué te importa a ti lo mío?

—Nada —dijo él, encogiéndose de hombros.

Ella quedó observándole unos instantes. Luego habló:

—¿Qué te pasa, Simon? ¿Tienes miedo?

Simon no respondió. Volvió a coger la revista.

Cornelia murmuró:

—¡Oh, querida, es demasiado tarde...! Debo...

Jacqueline le dijo:

—No se vaya a acostar. Quiero que quede una mujer conmigo... para ayudarme —Rompió a reír de nuevo—. ¿Sabe usted por qué me teme Simon? Cree que voy a contarle la historia de mi vida.

—¡Oh... pues...! —Cornelia vaciló.

—Vea usted, él y yo íbamos a casarnos.

—¿De... ve... ras?

Cornelia era presa de diversas emociones. Estaba tremendamente nerviosa, pero al mismo tiempo sentíase con gusto asombrada. ¡Cuan culpable le parecía Simon por aquella renuncia!

—Sí. Es una historia muy triste —prosiguió Jacqueline. Su voz suave sonaba débil y burlona—. Me trató con bastante desconsideración. ¿Verdad, Simon?

Simon dijo burlonamente:

—Vete a acostar, Jacqueline. Estás borracha.

—Si estás nervioso, querido Simon, más vale que te vayas de aquí.

Simon Doyle la miró. La mano que asía la revista le temblaba un poco. Pero dijo secamente:

—Me quedo.

Cornelia murmuró por tercera vez:

—Me voy... es demasiado tarde...

—No se irá —aseguró Jacqueline—; usted se quedará aquí para oír lo que voy a decir —La asió por el hombro y la obligó a sentarse en la silla.

—Jacqueline —ordenó Simon con voz cortante—, basta de hacer locuras y acuéstate.

Jacqueline se sentó bruscamente en su asiento. Las palabras fluían de su boca en un torrente suave y susurrante.

—Tienes miedo de que arme un escándalo, ¿eh? Eres tan inglés... tan reticente. Quieres que me comporte decentemente, ¿verdad? Pero a mí no me importa si mi conducta es decente o no. Vale más que te vayas de aquí, porque pienso hablar mucho.

Jim Fanthorp cerró con sumo tiento su libro, bostezó, miró a su reloj, se levantó y salió. Con ello dio pruebas de ser un sajón perfecto.

Jacqueline hizo dar la vuelta a su silla y se enfrentó con Simon.

—¡Condenado idiota! —dijo con voz pastosa—. ¿Crees que puedes tratarme como me has tratado y salirte con la tuya?

Simon Doyle abrió los labios. Lo pensó y los volvió a cerrar. Se sentó y quedó silencioso como si esperase que la explosión de la joven la dejaría exhausta si él no decía nada para provocarla.

La voz de Jacqueline fascinaba a Cornelia, que jamás había tenido ocasión de descubrir emociones de ninguna clase.

—Te dije —dialogaba Jacqueline— que te mataría antes de verte con otra mujer. ¿Crees que no pienso hacer lo que digo? Estás en un error. He estado esperando hasta ahora... ¡Tú eres mi hombre...! ¿Lo oyes? Me perteneces...

Simon no pronunció una palabra. La mano de Jacqueline hurgó un momento en su falda. La joven se inclinó hacia delante.

—Te dije que te mataría y pensaba hacerlo tal como te lo decía... —su mano se alzó de pronto con algo que brillaba—. Te mataré como a un perro... como a un perro sarnoso que eres...

Ahora quiso actuar Simon. Dio un salto, pero en aquel momento Jacqueline apretó el gatillo.

Simon se retorció, cayó sobre una silla. Cornelia dio un grito y salió corriendo del salón. Jim Fanthorp estaba en cubierta, inclinado sobre la barandilla. Lo llamó.

—¡Señor Fanthorp! ¡Señor Fanthorp!

Éste corrió hacia la joven. Ella le asió su brazo y dijo incoherentemente:

—¡Le ha herido! ¡Le ha herido!

Simon Doyle yacía aún como había caído. Jacqueline lo miraba como paralizada. Temblaba violentamente y sus ojos dilatados y horrorizados contemplaban fascinados la mancha carmesí que se extendía por el pantalón de Simon, precisamente por debajo de la rodilla, en donde él apretaba con fuerza un pañuelo contra la herida. Ella balbució:

—No tenía la intención... Yo no quería... ¡Oh, Dios mío! De verdad que no...

La pistola se desprendió de sus dedos temblorosos y cayó con ruido sordo sobre la madera del suelo. Ella le dio un puntapié con gran furia. Fue a parar debajo de una otomana.

Simon, con voz débil, exclamó:

—Fanthorp, por todos los santos... alguien viene... Diga que no ha sido nada.. Sólo un accidente... No quiero que se promueva un escándalo por esto...

Fanthorp asintió con rápida comprensión. Se dirigió rápidamente hacia la puerta, en donde acababa de aparecer el asustado rostro de un nubio.

—No es nada, nada en absoluto. Fue una broma.

La negra faz parecía dudosa. Luego se tranquilizó. Mostró los dientes en un esbozo de sonrisa. El muchacho desapareció.

Fanthorp volvió.

—Todo va bien. No creo que lo oyese nadie. Sonó como un taponazo... Ahora, lo que hay que hacer...

Se interrumpió. Jacqueline había empezado a llorar histéricamente.

—¡Ay, Dios mío, quisiera estar muerta... Me mataré... Estaré mejor muerta. ¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho?

Cornelia se aproximó a la joven.

—¡Cállese, querida! ¡Cállese!

Simon, con la frente húmeda y el rostro contraído por el dolor, dijo apresuradamente:

—¡Llévensela! ¡Por Dios, sáquenla de aquí! ¡Condúzcala a su camarote, Fanthorp! ¡Usted, señorita Robson, tenga la bondad de traer a su enfermera! —Miró suplicante a ambos—. No la dejen. Cuando hayan llamado a la enfermera, traigan al doctor Bessner. Pero, por Dios vivo, no permitan que esto llegue a oídos de mi mujer.

Jim Fanthorp hizo un gesto de asentimiento comprensivo. Aquel hombre silencioso probaba su sangre fría y su competencia en un caso de emergencia.

Entre él y Cornelia condujeron a la muchacha, que lloraba y forcejeaba, a su camarote. Allí continuó dándoles quehacer.

—Me ahogaré... Me ahogaré... No merezco vivir. ¡Oh, Simon, Simon!

Fanthorp dijo a Cornelia:

—Vaya usted y traiga a la señorita Bowers. Yo me quedaré con ella hasta que usted vuelva.

Tan pronto como se hubo marchado Cornelia, Jacqueline se aferró a Fanthorp.

—Su pierna sangra... está rota... la hemorragia puede matarle. ¡Debo ir a su lado...! ¡Oh, Simon, Simon! ¿Cómo he podido...?

Había alzado la voz. Fanthorp le dijo con seriedad:

—¡No grite! ¡No será nada!

—¡Déjeme! ¡Déjeme que me tire al agua! ¡Quiero matarme!

Fanthorp, asiéndola por los hombros, la obligó a acostarse sobre el lecho.

—No se mueva. No haga tonterías. Serénese. No ha pasado nada, le digo. Cálmese y no diga tonterías.

La muchacha intentó seguir sus consejos, cosa que le tranquilizó; pero dio un suspiro de alivio cuando se entreabrieron las cortinas y la eficiente señorita Bowers, cubierta con un horrible quimono, entró acompañada por Cornelia.

—Bien, ya estamos —dijo la señorita Bowers bruscamente—. ¿Qué pasa?

Empezó la tarea, sin ningún signo de sorpresa o alarma.

Fanthorp, agradecidísimo, dejó a la muchacha en las competentes manos de la señorita Bowers y se dirigió apresuradamente al camarote ocupado por el doctor Bessner.

Llamó y entró seguidamente.

—¿El doctor Bessner?

Un ronquido terrible terminó y una voz sobresaltada dijo:

—¿Eh? ¿Qué hay?

Fanthorp había encendido ya la luz.

—Es Doyle. Está herido de un tiro. La señorita Bellefort ha disparado contra él. Está en el salón. ¿Puede usted venir?

El grueso doctor reaccionó prontamente. Formuló unas cuantas preguntas lacónicas, se puso las zapatillas y una bata, recogió una cajita provista de artículos de cura y acompañó a Fanthorp al vestíbulo.

Simon había conseguido abrir la ventana que tenía a su lado. Apoyaba la cabeza en ella, inhalando el aire. Su rostro tenía un aspecto cadavérico.

El doctor Bessner se le aproximó.