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—¿Ja? ¡Ah! ¿Qué tenemos aquí?

Un pañuelo empapado de sangre yacía en la alfombra y en la alfombra misma aparecía una mancha negra.

El examen del doctor estaba puntuado con exclamaciones y gruñidos teutónicos.

—Sí, esto presenta un cariz feo. El hueso está fracturado. Y una gran pérdida de sangre. Herr Fanthorp, usted y yo debemos trasladarlo a mi camarote. Sí, así. No puede caminar. Tenemos que llevarle así.

Cuando lo alzaban, Cornelia apareció en el umbral.

Al verla, el doctor emitió un gruñido de satisfacción.

—¡Ah! ¿Es usted? Bien. Venga con nosotros. Necesito ayuda. Usted colaborará mejor que mi amigo. Él está algo pálido ya.

Fanthorp lanzó una mirada débil.

—¿Llamó a la señorita Bowers? —preguntó.

El doctor Bessner dirigió una mirada calculadora a Cornelia.

—Usted podrá ayudarnos perfectamente, señorita —anunció—. No se desmayará ni hará ninguna tontería, ¿verdad?

—Puedo hacer lo que usted me diga —respondió Cornelia vivamente

La procesión desfiló por la cubierta. Los diez minutos siguientes fueron puramente quirúrgicos y el señor Fanthorp pasó un mal rato. Estaba avergonzado de la superior fortaleza exhibida a la sazón, por Cornelia.

—Ya está. Es lo mejor que podemos hacer —anunció el doctor Bessner, finalmente—. Se ha portado usted como un héroe, amigo mío —Palmoteó con un gesto de aprobación el hombro de Simon Doyle. Luego sacó una jeringuilla.

—Ahora le daré algo para que duerma. Su esposa, ¿qué me dice de ella?

Simon contestó débilmente:

—No es necesario que ella sepa nada hasta por la mañana. Yo... no hay que culpar a Jacqueline... Ha sido culpa mía. La traté ignominiosamente... pobre chiquilla... No sabía lo que hacía...

Bessner movió la cabeza en señal de comprensión.

—Sí. sí, comprendo...

—Fue culpa mía —insistió Simon. Sus ojos se posaron sobre Cornelia—. Alguien... alguien debe quedarse con ella... Podría hacerse daño... la pobre.

El doctor Bessner inyectó la aguja hipodérmica. Cornelia dijo en tono competente:

—Muy bien, señor Doyle. No se preocupe. La señorita Bowers le hará compañía toda la noche...

Una expresión de agradecimiento cruzó el rostro de Simon. Sus ojos se cerraron. De repente los abrió.

—Fanthorp.

—Sí, Doyle.

—La pistola... No debe dejarla en el suelo... Los muchachos la encontrarán por la mañana.

—Muy bien. Iré a recogerla ahora mismo.

Salió del camarote y cruzó la cubierta. La señorita Bowers apareció en la puerta del camarote de Jacqueline.

—Ella está bien ahora —anunció—. Le he dado una inyección de morfina.

—Pero ¿se quedará usted con ella?

—¡Oh, sí! La morfina excita a algunas personas. Le haré compañía toda la noche.

Fanthorp fue al vestíbulo.

Unos tres minutos después sonó un golpecito en la puerta del camarote del doctor Bessner.

—¿Doctor Bessner?

—¿Sí?

Fanthorp le indicó con una seña que saliera a la cubierta.

—Escuche, no encuentro esa pistola.

—¿Qué dice?

—La pistola. Cayó de la mano de la muchacha. Ella le dio un puntapié y el arma fue a parar debajo de una otomana. ¡La pistola no está ahora debajo de esa otomana!

Se contemplaron mutuamente.

—Pero ¿quién puede haberla cogido?

Fanthorp se encogió de hombros. Bessner dijo:

—Es extraño. Pero no veo lo que podemos hacer.

Perplejos y vagamente alarmados, los dos hombres se separaron.

Capítulo XIII

Hércules Poirot se estaba quitando el jabón de su rostro recién afeitado cuando se oyó un golpecito rápido en la puerta. Seguidamente, el coronel Race entró sin más ceremonias. Cerró la puerta tras sí. Dijo:

—Su instinto acertó. Ha ocurrido.

Poirot se enderezó y preguntó vivamente:

—¿Qué ha ocurrido?

—Linnet Doyle está muerta. De un tiro en la cabeza. Sucedió anoche.

Poirot guardó silencio durante un minuto. En su mente surgieron vivamente la imagen de una muchacha, en un jardín de Assuán, que decía con voz dura, sin tomar aliento: «Me gustaría arrimar mi pistola a su cabeza y simplemente apretar el gatillo», y más reciente, la misma voz que decía: «Tiene una la impresión de que no se puede continuar... la clase de día cuando acaece algo»; y aquella extraña y momentánea llamada en sus ojos. ¿Qué le había sucedido que no respondió a aquella llamada? Había estado ciego, sordo, estúpido, con su falta de sueño... Race prosiguió:

—Tengo cierta categoría oficial; me llamaron. Lo dejaron todo en mi mano. El barco debe partir dentro de media hora, pero será retrasado hasta que usted me avise. Existe la posibilidad, desde luego, de que el asesino haya venido de tierra.

Poirot movió negativamente la cabeza. Race asintió con un gesto.

—Conforme. Puede descartarse. Bien, es cosa de usted.

Poirot se había estado vistiendo con destreza y celeridad. Dijo:

—Estoy a su disposición.

Los dos hombres salieron a la cubierta.

Race dijo:

—Bessner debe estar allí ya. Un camarero fue a buscarle.

Había cuatro camarotes de lujo dotados de cuarto de baño en el barco. De los dos de babor, uno estaba ocupado por el doctor Bessner; el otro, por Andrés Pennington. En la parte de estribor, el primero lo ocupaba la señorita Van Schuyler; el otro, al lado, Linnet Doyle. El camarote o cuarto de vestir de su esposo era el de la parte de al lado.

Un camarero de rostro blanco como la cera estaba de pie delante de la puerta del camarote de Linnet Doyle. Abrió para que los dos hombres entrasen.

El doctor Bessner estaba inclinado sobre la cama. Alzó la vista y gruñó al ver entrar a los otros.

—¿Qué puede decirnos, doctor? —preguntó Race amablemente.

Bessner se acarició pensativamente la mandíbula.

—¡Ah! Un tiro a bocajarro. Mire, encima mismo de la oreja. Por ahí penetró la bala. Yo diría que es del calibre 22. La pistola fue arrimada a la cabeza Mire esta manchita negra. La piel está chamuscada. Estaba dormida. No hubo lucha. El asesino se aproximó con sigilo en la oscuridad. Y la mató cuando ella yacía en la cama dormida.

Ah, non! —gritó Poirot—. Jacqueline Bellefort avanzando con sigilo en la oscuridad, pistola en mano... No, no, no encaja en este cuadro. —Pero eso fue lo que ocurrió.

—Sí, sí. No quería decir lo que usted imagina. No le contradecía a usted.

Bessner emitió un gruñido de satisfacción. Poirot se aproximó. Linnet yacía de costado. Su actitud era natural, tranquila. Pero encima de la oreja había un agujerito.

Su mirada se posó sobre la pared pintada de blanco, y contuvo el aliento bruscamente.

La nítida blancura aparecía manchada por una letra grande, una J, garabateada con ingrediente rojizo oscuro.

Poirot lo miró con fijeza, asombrado; luego se inclinó sobre la muchacha muerta y muy suavemente le asió la mano derecha. Un dedo aparecía manchado de rojo oscuro.

Race dijo:

—¿Qué opina usted. Poirot?

—Me pregunta qué opino. Eh bien, es muy sencillo, ¿no es verdad? La señora Doyle está agonizando, quiere indicar el nombre del asesino y escribe con el dedo mojado en su propia sangre la letra inicial del nombre de su asesino. ¡Oh, sí! ¡Es muy sencillo!

El doctor fue a hablar, pero un gesto perentorio de Race le detuvo.

—¿De modo que eso le parece a usted? —preguntó lentamente.

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, sí. Es, como he dicho, de una simplicidad asombrosa. Tan familiar, ¿no es verdad? ¡Se ha ejecutado tan a menudo en las páginas del crimen! Pero en efecto, ahora eso resulta un poco vieux jeu. Nos induce a sospechar que nuestro asesino es algo anticuado.