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—¡Windleshaw! ¡Windleshaw! Ése es el hombre con quien vas a casarte, según afirman los periódicos. ¿Es verdad?

Linnet murmuró:

—Tal vez.

—¡Ah, querida, cuánto me alegro! Parece excelente.

—¡Oh, no des ya las cosas por hechas! Todavía no me he decidido.

—Claro que no. La reina debe proceder siempre con gran cautela y escrupulosidad a la elección de consorte.

—¡No seas ridícula, Jacqueline!

—Pero si es verdad. Tú eres una reina, Linnet. Lo fuiste siempre. Sa Majesté la reine Linnet. Y yo soy la favorita de la reina. La dama de honor de su confianza.

—¡Cuántas tonterías dices! Dime, Jacqueline, ¿dónde has estado todo este tiempo? Desapareciste y no me has escrito ni una sola vez.

—Odio a muerte la escritura. ¿Dónde he estado? Ahogada casi. Sumergida hasta el cuello. He estado trabajando en empleos sumamente groseros, con mujeres más groseras aún.

—Oh, querida, querida...

—¿Que aceptase los favores de mi reina? Pues bien, con franqueza ése es el motivo que me ha hecho venir. No, no para pedirte dinero. ¡No he llegado a esa situación todavía! Pero he venido a solicitar de ti algo mucho más importante aún.

—Adelante.

—Si, en efecto, piensas casarte con ese Windleshaw, tal vez me comprenderás.

Linnet pareció sorprendida durante un minuto. Luego su rostro se aclaró.

—¿Quieres decir, Jacqueline, que...?

—Sí, querida; estoy algo comprometida con un hombre...

—Vaya, vaya. Ya me parecía que estabas en cierto modo demasiado alegre. Siempre lo has estado, desde luego, pero ahora bastante más que de ordinario.

—Esos son mis sentimientos. En efecto.

—Hablame de él.

—Se llama Simon Doyle. Es alto, ancho de hombros, increíblemente simplón y pueril y extraordinariamente adorable. Es pobre... no tiene ni un penique. Es lo que vosotros llamáis un provinciano empobrecido. Es el menor de sus hermanos, con las consecuencias de rigor. Su familia procede de Devonshire. Le gusta el campo y las cosas rústicas. Y estos cinco años últimos los ha pasado en la ciudad, en un despacho de drogas. Ahora han cerrado el establecimiento y me lo han dejado en la calle. ¡Me moriré, de eso estoy segura, si no me caso con él, Linnet...! ¡Me moriré! ¡Me moriré!

—¡No seas ridícula, Jacqueline!

—Me moriré de pesar, te lo aseguro. Estoy loca por él y él pinta en las paredes por mí. No podemos vivir el uno sin el otro.

—¡Ay, querida! ¡Buena la has cogido!

—No sé... Es terrible, ¿verdad? Cuando el amor se apodera de una, la entontece y la deja incapaz de pensar en otra cosa que no sea el objetivo amado.

Hizo una pausa. Los ojos oscuros se dilataron adquiriendo una expresión trágica. El cuerpo de la joven se estremeció ligeramente.

—A veces me asusto... Simon y yo fuimos hechos el uno para el otro. Jamás me interesará nadie más. Y tú tienes que ayudarme. Me he enterado que has comprado todo esto y la noticia me ha inspirado una gran idea. Verás, tú necesitarás un administrador... tal vez dos... Pues bien, quiero que des este empleo a Simon.

—¡Oh! —Linnet estaba alarmada.

Jacqueline continuó:

—Conoce todo esto como sus propios dedos. Fue educado en fincas rústicas y tiene una gran práctica. Además, posee grandes conocimientos en negocios. ¡Oh, Linnet, tú le darás ese empleo! ¿Verdad que se lo darás por cariño hacia mí? Si no se porta bien, si demuestra ser poco eficiente, lo echas. Pero sé que no. Desempeñará su cargo a las mil maravillas. Y viviremos en una casita y yo te veré todos los días. El jardín me parecerá entonces cien veces más hermoso.

Se levantó.

—Di que sí, Linnet. Di que sí. Preciosa Linnet. Linnet querida. Di que sí.

—Jacqueline...

—¿Sí?

Linnet estalló en carcajadas.

—¡Jacqueline ridícula! Tráeme al príncipe de tus sueños que yo le vea, y luego hablaremos.

Jacqueline se lanzó sobre su amiga, besándola con frenesí.

—Linnet querida... Eres una verdadera amiga. Ya sabía que lo eres, y que no permitirías que me muriese. Eres lo más encantador de este mundo. ¡Adiós!

—Pero, Jacqueline, tú te quedarás aquí.

—¿Yo? De ninguna manera. Regreso a Londres y mañana volveré con Simon y lo arreglaremos todo. Te encantará. Es una verdadera preciosidad.

—¿No puedes esperar hasta que tomemos el té?

—No, no puedo esperar, Linnet. Estoy demasiado excitada. He de regresar y decírselo a Simon. Sé que estoy loca, querida, pero no puedo evitarlo. El matrimonio me curará; yo así lo espero. Siempre se ha dicho que ejerce saludables efectos sobre temperamentos como el mío. Me equilibraré pronto.

Volvióse hacia la puerta, se detuvo un momento, luego retrocedió para besarla.

—Querida Linnet... ¡No hay nadie como tú!

El señor Gaston Blondin, propietario del restaurante de moda «Chez Ma Tante», no era un hombre a quien le gustara honrar con su presencia a todos los clientes. La riqueza, la belleza, la notoriedad y la aristocracia esperarían en vano ser distinguidas por aquel personaje o siquiera atraer su atención. Sólo en casos excepcionales condescendía el señor Blondin, graciosamente, a saludar a un huésped dándole la bienvenida, a acompañarle a una mesa privilegiada o a cambiar con él las frases de rigor en tales casos.

En esta noche particular, el señor Blondin había ejercido sus prerrogativas reales tres veces: una para una duquesa, otra para un par de la nobleza y la última para un hombrecillo de apariencia cómica con bigotes negros exuberantes y que cualquier observador casual habría creído que hacía muy poco favor a «Chez Ma Tante» con su presencia.

El señor Blondin, sin embargo, le colmaba materialmente de atenciones.

Aunque hacía sólo media hora que varios clientes se marcharon desesperados por no hallar ni una sola mesa vacía, ahora apareció una misteriosamente y para colmo de milagro situada en posición inmejorable. El señor Blondin condujo a este cliente hacia ella con toda la apariencia de empressement.

—Pero, naturalmente, para usted hay siempre una mesa, señor Poirot Lo que quisiera es que nos honrase más a menudo con su presencia.

Hércules Poirot sonrió recordando aquel incidente, ya pasado, en que un cadáver, un camarero, el propio señor Blondin y una señorita encantadora habían desempeñado un papel importante.

—Es usted muy amable, señor Blondin —dijo.

—¿Está usted solo, señor Poirot?

—Sí, estoy solo.

—¡Oh, bien! Jules confeccionará para usted una minuta que será un poema... positivamente, un poema. Las mujeres, sobre todo las hermosas, tienen una desventaja: distraen la mente impidiendo que se saboreen bien los manjares. Pero usted paladeará nuestra comida, señor Poirot, se lo prometo. En cuanto al vino... ¡para qué hablar!

Siguió una conversación de técnica gastronómica. El señor Blondin se inclinó un momento bajando el tono de su voz y dijo confidencialmente:

—¿Tiene usted algún asunto entre manos?

—¡Ay, no! Estoy de vacaciones —dijo tristemente—. Hice mis economías cuando podía y ahora poseo medios suficientes para llevar una vida reposada.

—Le envidio.

—No, no; sería poco juicioso envidiarme. Puedo asegurarle que no es todo tan agradable como parece —suspiró—. ¡Cuan verdadero es el adagio que dice que el hombre inventó el trabajo para no tener que pensar!

El señor Blondin levantó las manos.

—¡Hay muchas cosas, señor Poirot! Los viajes, por ejemplo

—Sí, en efecto, se puede viajar. Ya lo he hecho en muchas ocasiones y me ha sentado bastante bien. Este invierno pienso ir a Egipto. El clima, según dicen, es soberbio. ¡Así escaparé a la tediosa monotonía de las nieblas perpetuas de los tonos grisáceos, de la lluvia que cae incesantemente!