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—Me marché directamente a la cama.

—Eso fue, ¿a...?

—Poco después de las doce y media.

—¿Su camarote es el número veintidós, que está al lado de estribor, el más cercano al salón?

—Sí.

—Le haré una pregunta más. ¿Oyó algo... algo, después de irse a su camarote?

Fanthorp reflexionó.

—Me acosté seguidamente. Me pareció haber oído una especie de chapoteo cuando me quedaba dormido. Nada más.

—¿Oyó una especie de chapoteo? ¿Cerca?

—Realmente no podría decir. Estaba medio dormido ya.

—¿A qué hora fue eso?

—Podría haber sido cerca de la una.

—Gracias, señor Fanthorp. Eso es todo.

Poirot se dirigió a Cornelia.

—Ahora, señorita Robson. ¿Su nombre?

—Cornelia Ruth. Mis señas. The Red House. Bellfield, Connecticut.

—¿Qué le trajo a usted a Egipto?

—Mi prima María, la señorita Van Schuyler, me trajo con ella de viaje.

—¿Conocía usted al señor Doyle, con anterioridad a ese viaje?

—No.

—¿Qué hizo usted anoche?

—Me fui seguidamente a la cama, después de ayudar al doctor Bessner en la curación de la pierna del señor Doyle.

—¿Su camarote es...?

—El cuarenta y uno, situado en el lado de babor, al lado mismo del de la señorita Bellefort.

—¿Oyó algo?

Cornelia movió negativamente la cabeza.

—No oí nada.

—¿Ningún chapoteo?

—No. Pero no podría oírlo, porque el barco está arrimado a la orilla por mi lado.

—Gracias, señorita Robson. Ahora quizá tendrá la amabilidad de rogar a la señorita Bowers que venga aquí un momento.

Fanthorp y Cornelia salieron.

—Esto parece estar bastante claro —comentó Race—. A menos que tres testigos independientes estén mintiendo, Jacqueline de Bellefort no pudo haber cogido la pistola. Pero alguien lo hizo. Y alguien oyó la escena. Y alguien escribió una J en la pared.

Sonó un golpecito en la puerta. La señorita Bowers entró.

En respuesta a Poirot, dio su nombre, domicilio, etc., añadiendo:

—He estado cuidando a la señorita Van Schuyler desde hace más de dos meses.

—¿La salud de la señorita Van Schuyler está muy delicada?

—Ella no es muy joven, está pensando siempre en su salud y le gusta tener una enfermera a su lado. No tiene nada de particular. Simplemente le gusta que la cuiden y se ocupen de ella. Está dispuesta a pagar estos servicios.

Poirot movió comprensivamente la cabeza. A continuación dijo:

—Tengo entendido que la señorita Robson la fue a buscar a usted anoche.

—Sí, así es.

—¿Quiere decirme exactamente lo que sucedió?

—La señorita me explicó lo ocurrido y la acompañé. Encontré a la señorita de Bellefort en un estado de excitación nerviosa próximo al histerismo.

—¿Pronunció ella algunas amenazas contra la señora Doyle?

—No. Se reprochaba a sí misma. Yo diría que había ingerido una buena cantidad de bebidas espirituosas. Me pareció que no debía dejársela sola. Le di una inyección de morfina y le hice compañía.

—¿La señorita de Bellefort salió de su camarote?

—No, no salió.

—¿Y usted?

—Estuve con ella hasta las primeras horas de esta mañana.

—¿Está segura?

—Completamente segura.

—Gracias, señorita Bowers.

La enfermera salió. Los dos hombres se miraron.

Jacqueline quedaba definitivamente descartada del crimen. ¿Quién mató entonces a Linnet Doyle?

Capítulo XIV

Alguien robó la pistola. ¡No fue Jacqueline de Bellefort! Alguien sabía lo suficiente para tener el convencimiento de que el crimen sería atribuido a ella. Pero ese alguien no sabía que una enfermera iba a darle una inyección de morfina y pasaría toda la noche con ella. Añadiré otra cosa más. Alguien ya había intentado matar a Linnet Doyle, lanzando una roca por el acantilado. Ese alguien no fue Jacqueline de Bellefort. ¿Quién fue?

El que hablaba era Race. Poirot contestó:

—Sería más sencillo decir quién no pudo haber sido. Ni el señor Doyle, ni la señora Allerton, ni el señor Allerton, ni la señorita Van Schuyler, ni la señorita Bowers. Ninguno de ellos estaban al alcance de la vista.

—¡Hum! —murmuró Race—. Eso deja un campo muy vasto. ¿Y el móvil?

—Ahí es donde espero que el señor Doyle pueda ayudarnos. Han ocurrido varios incidentes.

La puerta se abrió y Jacqueline de Bellefort entró. Estaba palidísima y tropezó al andar.

—Yo no lo hice —declaró. Su voz semejaba a la de una criatura asustada—. Yo no lo hice. Oh, por favor, créame. Todo el mundo pensará que yo lo hice... pero yo no lo hice.. Es terrible. Ojalá no hubiese ocurrido. Pude haber matado a Simon anoche... creo que yo estaba loca. Pero yo no hice lo otro.

Se sentó y comenzó a llorar. Poirot le dio unas palmaditas en el hombro.

—Tranquilícese, tranquilícese. Sabemos que usted no mató a la señora Doyle. Está probado, sí, probado, mon enfant. No fue usted.

—Pero, ¿quién lo hizo?

—Esa —declaró Poirot— es la pregunta que nosotros nos hacemos. ¿Puede ayudarnos en eso, hija mía?

—No sé... no puedo imaginarme... No, no tengo la más remota idea —frunció el ceño—. No —dijo al fin—. No puedo imaginarme a nadie que quisiera verla muerta —su voz titubeo—, excepto yo.

—Dispense un momento —dijo Race—. Se me ocurre una cosa.

Salió precipitadamente de la habitación.

Jacqueline de Bellefort permaneció sentada con la cabeza baja, retorciendo nerviosamente los dedos. Prorrumpió de pronto:

—La muerte es horrible... horrible. Detesto el pensar en ella.

Poirot dijo:

—Sí. No es agradable pensar que ahora, en este mismo momento, alguien se está regocijando por la afortunada ejecución de su plan.

—¡No! ¡Por favor! —exclamó Jacqueline—. Suena horrible del modo como lo expone usted.

—Es verdad.

—Yo... yo quería verla muerta y ella está muerta. Y lo que es peor... murió tal como yo lo dije.

—Sí, mademoiselle. Murió de un tiro en la cabeza.

La joven gritó:

—¡Entonces yo tenía razón, en el hotel de las Cataratas! ¡Alguien escuchaba!

—¡Ah! —Poirot asintió con un movimiento de cabeza—. Me preguntaba si usted recordaba esa coincidencia. Sí, es demasiada coincidencia... que la señora Doyle haya muerto del modo que usted describió.

Jacqueline se estremeció.

—El hombre de aquella noche, ¿quién podría ser?

—¿Está completamente segura de que fue un hombre, mademoiselle?

Jacqueline le miró con sorpresa.

—Sí, desde luego. A lo menos...

—¿Sí, mademoiselle?

Ella enarcó las cejas, entornando los ojos, en un esfuerzo para recordar. Dijo lentamente:

Me pareció que era un hombre...

—¿Pero ahora no está segura de ello?

—No, no puedo estar segura. Simplemente supuse que era un hombre. Pero realmente no era más que una figura... una sombra.

Hizo una pausa, y como Poirot no dijo nada, preguntó:

—¿Cree que debió de ser una mujer? Pero, ¿es seguro que ninguna de las mujeres de este barco puede haber querido matar a Linnet? ¿Puede usted creerlo?

Poirot movió la cabeza de un lado a otro.

La puerta se abrió y Bessner entró.

—¿Quiere venir a hablar con el señor Doyle, monsieur Poirot? Quiere verle.

Jacqueline se puso en pie de un salto.

—¿Cómo está? ¿Está... bien?

—Naturalmente que no está bien —reprochó el doctor—. Tiene un hueso fracturado.

—¿Pero no morirá? —gritó Jacqueline.

—Ah, ¿quién habla de morirse Cuando lleguemos a la civilización se le sacará una radiografía y se le someterá a un tratamiento apropiado.