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—¡Oh! —las manos de la muchacha se estremecieron convulsivamente. Se hundió de nuevo en su asiento.

Poirot salió acompañando al doctor, y en aquel momento Race se aproximó. Subieron a la cubierta de paseo y fueron al camarote de Bessner.

Simon Doyle yacía sostenido por unos cojines, con una jaula improvisada sobre su pierna.

—Hagan el favor de entrar. El doctor me ha hablado... me ha hablado de Linnet. No puedo creerlo.... Simplemente no puedo creerlo... no puedo creer que sea verdad.

—Lo sé. Es un golpe fuerte —dijo Race.

Simon tartamudeó:

—Ustedes saben... Jacqueline no lo hizo. ¡Tengo el convencimiento de que Jacqueline no lo hizo! La situación es grave para ella, pero ella no lo hizo. Ella... estaba algo embriagada anoche, excitada, y por eso me agredió. Pero ella... ella no cometería un asesinato... un asesinato a sangre fría.

Poirot dijo dulcemente:

—No se acongoje, señor Doyle. La señorita de Bellefort no mató a su esposa.

—¿No me engaña?

—Pero puesto que no fue la señorita de Bellefort —continuó el detective—, ¿puede usted darnos alguna idea de quién pudo haber sido?

Simon meneó negativamente la cabeza.

—Parece fantástico. Está Windleshaw, desde luego. Linnet le despreció, más o menos, para casarse conmigo... pero no puedo imaginarme a un individuo tan cortés como Windleshaw cometiendo un asesinato; además, está a muchas millas de aquí. Lo mismo puede decirse del viejo sir Jorge Wode, no puede ver a Linnet por el asunto de la casa, le desagradó el modo como ella la iba echando abajo; pero él se encuentra a miles de millas de aquí, en Londres.

—Escuche, señor Doyle —Poirot habló con tono muy serio—. El primer día que yo vine a bordo del Karnak, me impresionó una conversación que tuve con su esposa. Estaba muy nerviosa, trastornada, parecía una loca. Me dijo, escuche bien, que todo el mundo la odiaba. Declaró que tenía miedo, que no se encontraba segura, como si todas las personas que la rodeaban fuesen sus enemigos.

—Estaba trastornada por haber encontrado a Jacqueline a bordo También lo estaba yo —declaró Simon.

—Es verdad... pero no explica del todo aquellas palabras. Cuando manifestó que estaba rodeada de enemigos, es casi seguro que exageraba, pero ella significaba más de una persona.

—Quizá tenga usted razón —reconoció Doyle—. Creo poder explicar eso. Fue un nombre de la lista de los pasajeros lo que la trastornó.

—¿Un nombre que figura en la lista de pasajeros? ¿Qué nombre?

—Verá usted. Ella realmente no me lo dijo. En verdad, yo ni siquiera escuchaba muy atentamente. Yo pensaba en Jacqueline entonces. Según recuerdo, Linnet dijo algo referente a jugar una mala pasada a alguien en asuntos de negocios, y que la ponía nerviosa encontrar a alguien que tuviese inquina a su familia. Verá usted, aunque yo realmente desconozco la historia de su familia muy bien, tengo entendido que la madre de Linnet era hija de un millonario. Su padre era un hombre rico, pero después de su casamiento empezó a especular en la Bolsa. Resultado de esto, naturalmente, algunas personas salieron perjudicadas. Comprenda usted; la opulencia de un día, al arroyo al día siguiente. Bien, entendí que había alguien a bordo cuyo padre se había enfrentado con el padre de Linnet y había recibido un descalabro financiero. Recuerdo que Linnet decía: «Es horrible cuando la gente odia a una sin conocerla siquiera.»

—Sí —murmuró Poirot pensativamente—. Eso explica lo que ella me dijo. Por primera vez sentíase el peso de su herencia y no sus ventajas. ¿Está usted seguro, señor Doyle, de que ella no mencionó, en aquella ocasión, el nombre de esa persona?

—Realmente no presté mucha atención.

Bessner dijo secamente:

—Ah, pero yo puedo adivinarlo. Hay ciertamente un joven con un agravio a bordo.

—¿Se refiere a Ferguson? —inquirió Poirot.

—Sí. Habló contra la señora Doyle una o dos veces. Yo mismo le he oído.

—¿Qué podemos hacer para averiguarlo? —dijo Simon.

—El coronel Race y yo tenemos que interrogar a todos los pasajeros. Hasta que no hayamos recogido sus declaraciones es imprudente formular una hipótesis. Luego hay la doncella. Tenemos que interrogarla antes que a nadie. Tal vez sería conveniente que lo hiciéramos aquí. La presencia del señor Doyle puede servirnos de ayuda.

—Sí, es una buena idea —aprobó Simon.

—¿Ha estado mucho tiempo al servicio de la señora Doyle?

—Sólo un par de meses.

—¿Tenía madame algunas joyas valiosas?

—Sus perlas. Una vez me dijo que valían unas cuarenta o cincuenta mil libras —se estremeció—. ¡Dios mío! ¿Cree usted que esas malditas perlas...?

—El robo es un posible móvil —declaró Poirot—. De todos modos no parece creíble... Bien, veremos... Llamemos a la criada.

Luisa Bourget era esa misma trigueña, vivaracha, latina, que Poirot vio un día. No parecía nada vivaracha ahora. Había estado llorando y parecía estar asustada. Sin embargo, tenía su rostro una expresión de astucia que no predispuso en su favor a los hombres.

—¿Es usted Luisa Bourget?

—Sí, monsieur.

—¿Cuándo vio usted por última vez a madame Doyle viva?

—Anoche, monsieur. La esperaba en el camarote para desnudarla.

—¿A qué hora era eso?

—Poco después de las diez, monsieur. No puedo decir exactamente qué hora era. Yo desvisto a madame, la pongo en la cama y me marcho.

—Y cuando salió, ¿qué hizo usted?

—Me fui a mi camarote, monsieur, a la cubierta de abajo.

—¡Y no oyó ni vio nada más que pudiera ayudarnos?

—¿Cómo es posible, monsieur?

—Eso, mademoiselle, es usted quien ha de decirlo, no nosotros —replicó Poirot.

—Pero, monsieur, yo no me encontraba cerca... ¿Qué podía yo haber visto u oído? Yo estaba en la cubierta de abajo. Mi camarote está al otro lado del barco. Es imposible que yo haya oído alguna cosa. Naturalmente si yo no hubiese podido dormir, si yo hubiese subido la escalera, entonces quizá podría haber visto al asesino, entrar o salir del camarote de madame, pero tal como es...

Se dirigió apelando a Simon.

—Monsieur, yo le imploro a usted... ¿usted ve cómo es? ¿Qué puedo decir yo?

—Mi buena muchacha —dijo Simon ásperamente—. No sea estúpida. Nadie piensa que usted vio y oyó algo. No tema nada. Yo me cuidaré de usted. Nadie la acusa de nada.

Luisa murmuró:

—Monsieur es muy bueno —y bajó los párpados modestamente.

—¿Hemos de entender, pues, que usted no oyó ni vio nada? —intervino Race afirmando.

—Eso es lo que he dicho, monsieur.

—¿Y no conoce a nadie que tuviera ojeriza a su ama?

Ante la sorpresa de sus oyentes, Luisa movió vigorosamente la cabeza.

—Oh, sí. Eso sí que lo sé.

Poirot interrogó:

—¿Se refiere a mademoiselle de Bellefort?

—A ella ciertamente. Pero no me refiero a ella. Había alguien más a bordo que detestaba a madame, que estaba muy furioso por el modo como ella le había agraviado.

—¡Cielos! —exclamó Simon—. ¿Qué es todo esto?

—¡Sí, sí, sí, es como digo! Me refiero a la anterior criada de madame, a mi antecesora. Había un hombre, uno de los maquinistas de este barco, que quería casarse con ella. Y mi antecesora, que se llamaba María, lo habría hecho. Pero madame Doyle efectuó indagaciones y averiguó que este maquinista, llamado Fleetwood, tenía ya mujer, una mujer de este país. Ella había vuelto a su familia, pero él estaba aún casado con ella. Y así madame dijo todo esto a María y María tuvo un disgusto de muerte, pero no quiso ver más a Fleetwood. Y este Fleetwood se puso furioso, y cuando averiguó que madame Doyle había sido la señorita Linnet Ridgeway me dijo que querría matarla.