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—Esto es interesante —comentó Race.

Poirot se dirigió a Simon.

—¿Sabía usted algo de esto?

—Nada en absoluto —respondió Simon, con evidente sinceridad—. Dudo de que Linnet supiese siquiera que el hombre ése estaba en el barco. Probablemente había olvidado el incidente.

Volvióse bruscamente hacia la criada.

—¿Dijo usted algo de esto a la señora Doyle?

—No, monsieur, desde luego que no.

—¿Sabe usted algo de las perlas de su señora? —interrogó Poirot.

—¿Sus perlas? —los ojos de Luisa se dilataron—. Las llevaba anoche.

—¿Las vio usted cuando ella se acostó?

—Sí, monsieur.

—¿Dónde las puso ella?

—Sobre la mesa, como siempre.

—¿Es allí donde las vio usted por última vez?

—Sí, señor.

—¿Las vio usted allí esta mañana?

Una expresión de sobresalto apareció en el rostro de la muchacha.

Mon Dieu, ni siquiera miré. Me aproximé a la cama, vi... vi a madame, y luego grité, salí corriendo por la puerta y luego me desmayé.

Hércules movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Usted no miró; pero yo, yo tengo dos ojos que observan, y no había ninguna perla sobre la mesa, junto a la cama, esta mañana.

Capítulo XV

La observación de Hércules Poirot era exacta. Se ordenó a Luisa Bourget que buscase entre los efectos personales de Linnet. Según ella, todo estaba en orden. Únicamente las perlas habían desaparecido.

Cuando salían del camarote, un camarero estaba esperando para anunciarles que el desayuno había sido servido en el salón de fumar.

Cuando pasaba por la cubierta, Poirot hizo una pausa para mirar por encima del barandal.

—¡Aja! Veo que ha tenido usted una idea.

—Sí. Se me ocurrió de repente, cuando Fanthorp me mencionó que le parecía haber oído un chapoteo, que a mí también me despertó anoche un chapoteo. Es muy posible que, después del asesinato, el asesino arrojase la pistola por la borda.

Poirot murmuró lentamente:

—¿Realmente cree que eso es posible?

—Es una sugerencia. Después de todo, la pistola no estaba ya en el camarote. Es lo primero que busqué.

—De todos modos —dijo Poirot— es increíble que la hayan tirado por la borda.

—¿Dónde está entonces? —preguntó Race.

—Si no está en el camarote de la señora Doyle, hay, lógicamente, tan sólo un sitio donde pudiera estar.

—¿Dónde es eso?

—En el camarote de Jacqueline.

—Sí. Comprendo... —se detuvo de repente—. Ella ha salido del camarote. ¿Vamos a dar un vistazo?

—No, amigo mío, esto sería precipitado. Quizá no la han puesto aún allí...

—¿Qué le parece si iniciamos inmediatamente un registro de todo el barco?

—Esto revelaría nuestros propósitos. Debemos actuar con suma cautela. Nuestra posición es muy delicada, por el momento. Discutamos el caso mientras nos desayunamos.

Race asintió. Entraron en el salón.

—¿Bien? —dijo Race, mientras se servía una taza de café—. Tenemos dos pistas. La desaparición de las perlas. Y el maquinista Fleetwood. En cuanto a las perlas, el robo parece ser el móvil más indicado, pero... ignoro si usted convendrá conmigo...

Poirot dijo rápidamente:

—¿Escogieron un momento extraño?

—Exacto. Robar las perlas en un viaje como éste, invita a un registro minucioso de todas las personas que hay a bordo. ¿Cómo, pues, podría el ladrón abrigar la esperanza de largarse con el botín?

—¿Podría haber saltado a tierra para esconderlo?

—La compañía tiene siempre un vigilante en la orilla.

—Entonces no es factible. ¿Se cometió el crimen para desviar la atención del robo? No, esto no tiene sentido común; es profundamente insatisfactorio. Pero, ¿y si suponemos que la señora Doyle despertó y sorprendió al ladrón in fraganti?

—En este caso eso también parece ilógico... Sabe usted, tengo una idea referente a esas perlas... y sin embargo... no... imposible. Porque si mi idea es acertada, las perlas no habrían desaparecido. Dígame, ¿qué opina usted de la criada?

—Me pregunté —contestó Race, lentamente— si ella sabía algo más de lo que declaró...

—Ah, ¿usted también tuvo esa impresión?

—Francamente, no es una muchacha simpática.

Hércules Poirot asintió.

—Sí, no me fiaría de ella.

—¿Cree que está complicada en el asesinato?

—No, no diría eso.

—¿En el robo de las perlas entonces?

—Eso es más probable. Hace muy poco tiempo que sirve a la señora Doyle. Pudo ser un miembro de una banda que se especializara en robos de joyas. En tal caso hay a menudo una sirvienta con excelentes referencias. Por desgracia no estamos en situación de obtener información sobre estos puntos. Y sin embargo, esa explicación no me satisface del todo... Esas perlas, ah sacre!, mi idea debe ser acertada. No obstante, nadie sería tan imbécil... —se interrumpió.

—¿Qué opina usted de ese maquinista?

—Tenemos que interrogarle. Es posible que tengamos ahí la solución. Si la historia de Luisa Bourget es verdad, ese individuo tenía un motivo definido para vengarse. Pudo haber oído la escena que se desarrolló entre Jacqueline y el señor Doyle, y cuando ellos salieron del salón, pudo entrar y apoderarse de la pistola. Sí, todo es posible. Y esa letra J escrita con sangre. Eso también concordaría exactamente con una naturaleza simple y algo grosera.

—En realidad, ¿es la persona que buscamos?

—Sí... solamente... Reconozco mis debilidades. Se ha dicho de mí que me gusta complicar, hacer difícil un caso. Esta solución que usted me ofrece es demasiado sencilla... demasiado fácil. No puedo avenirme a que realmente sucediera así. Y sin embargo, puede ser puro prejuicio por mi parte...

—Bueno; sería mejor que convoquemos al sujeto aquí.

Race pulsó el timbre y dio una orden.

—¿Alguna otra posibilidad? —dijo luego.

—Muchas, amigo mío. Hay, por ejemplo, el síndico norteamericano.

—¿Pennington?

—Sí, Pennington. Hubo una escena algo extraña el otro día aquí.

Narró lo sucedido.

—Como usted ve es significativo. Madame quería leer todos los documentos antes de firmar. En consecuencia, él se excusó y lo aplazó para otro día. Luego, el marido hace una observación muy significativa.

—¿Qué fue ello?

—Dijo: «Yo nunca leo nada. Firmo donde me dicen que firme.» ¿Percibe usted el significado de esto? Pennington lo percibió. Lo vi en sus ojos. Miró a Doyle como si le hubiera asaltado una nueva idea. Imagínese usted que ha sido nombrado depositario administrador de la fortuna de la hija de un hombre inmensamente rico. Emplea usted tal vez ese dinero para especular. Sé que es así en todas las novelas detectivescas, pero también se leen esas cosas en la Prensa. Sucede, amigo mío, sucede y con frecuencia.

—No lo discuto —observó Race.

—Aún hay, quizá, tiempo para cubrirse especulando desesperadamente. Su pupila no es todavía mayor de edad. Y luego... ¡ella se casa! ¡El dominio pasa de sus manos a las de ella en un momento! ¡Un desastre! Pero todavía hay una posibilidad. Ella parte en viaje de luna de miel. Quizás obrará descuidadamente respecto a los negocios, al dinero. Un documento casual deslizado entre otros, firmado sin leer. Pero Linnet Doyle no era esa clase de mujer. Luna de miel o no, era una mujer de negocios. Luego su esposo formula una observación y una nueva idea asalta la mente de ese hombre desesperado que busca una salida a su ruina. Si Linnet Doyle muriese, su fortuna pasaría a su marido... y él sería una presa fácil, un niño en las manos de un hombre astuto como Andrés Pennington. Coronel, le digo a usted, que vi el pensamiento cruzar por la cabeza de Pennington: «Si no tuviera que entendérmelas más que con Doyle...» Esto es lo que pensaba.