—Sí. Supongo que pudo haber sido... Oí el estampido de un corcho. Quizás eso fue el disparo. Tal vez imaginé el chapoteo al relacionar la idea del corcho con un líquido vertiéndose en un vaso... Sé que tuve la vaga impresión de que se celebraba alguna reunión o fiesta.
—¿Algo más después de eso?
—Oí a Fanthorp moviéndose en su camarote de al lado.
—¿Y después de eso?
—Después de eso me quedé dormido.
—¿No oyó nada más?
—Nada, en absoluto.
—Gracias, señor Allerton.
Tim se levantó y salió del camarote.
Capítulo XVI
RACE examinó pensativamente un plano de la cubierta de paseo del Karnak. Fanthorp, el joven Allerton, la señora Allerton. Luego un camarote vacío: el de Simon Doyle.
¿Quién estaba al otro lado de la señora Doyle? La vieja señora americana. Si alguien oyó algo debería haber sido ella.
La señora Van Schuyler entró en el camarote.
Race se incorporó e hizo una reverencia.
—Sentimos molestar, señorita Van Schuyler. Es usted muy amable. Haga el favor de tomar asiento.
La señorita Van Schuyler dijo:
—Me desagrada que se me mezcle en esto. Me incomoda.
—Muy bien, muy bien. Estaba diciendo el señor Poirot que cuanto antes tomásemos su declaración, tanto mejor sería, y así no será usted molestada más.
—Me alegro de que ustedes comprendan mis sentimientos. No estoy habituada a nada de esta clase de cosas.
Poirot dijo con tono dulce:
—Precisamente, mademoiselle. Por eso deseamos librarla de toda esta molestia lo antes posible. Ahora, usted se acostó anoche..., ¿a qué hora?
—Las diez de la noche es mi hora acostumbrada. Anoche, algo más tarde, pues Cornelia Robson, muy desconsideradamente, me hizo esperar.
—Tres bien, mademoiselle. ¿Qué oyó después de recogerse?
La señorita Van Schuyler respondió:
—Tengo un sueño muy ligero.
—A merveille! Es muy afortunado para nosotros.
—Me despertó esa joven tan llamativa, la criada de la señora Doyle, que dijo: «Bonne nuit, madame.»
—¿Y después?
—Me dormí de nuevo. Desperté pensando que alguien estaba en mi camarote, pero me percaté que era en el camarote de al lado.
—¿En el camarote de la señora Doyle?
—Sí. Luego oí a alguien en la cubierta y después un chapoteo.
—¿No tiene idea de la hora que era?
—Puedo decirle la hora exacta. Era la una y diez.
—¿Está segura?
—Sí. Consulté mi relojito, que está junto a mi cama.
—¿No oyó un tiro?
—No, nada de eso.
—Pero, ¿sería posible que fuese un disparo lo que la despertó?
—Es posible —admitió de mala gana.
—¿Y no tiene idea de lo que causó el ruido del chapoteo que usted oyó?
—Lo sé perfectamente.
El coronel se irguió en su asiento, alerta.
—¿Usted lo sabe?
—Ciertamente. No me gustó ese ruido de alguien merodeando cerca de mi camarote. Me levanté y fui a la puerta. La señorita Otterbourne estaba inclinada sobre el barandal. Acababa de tirar algo al agua.
—¿La señorita Otterbourne?
Race estaba realmente sorprendido.
—Sí.
—¿Está segura que era ella?
—Le vi la cara claramente.
—¿Ella no la vio a usted?
—Creo que no.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿Y qué aspecto tenía su cara, mademoiselle?
—Parecía muy trastornada.
Race y Poirot cambiaron una mirada rápida.
—¿Y luego? —apuntó Race.
—La señorita Otterbourne se dirigió hacia la popa y yo volví a la cama.
Se oyó un golpe en la puerta y el administrador entró. Llevaba en la mano un bulto chorreando agua.
—Lo hemos encontrado, coronel.
Race cogió el paquete. Desenvolvió pliegue tras pliegue el terciopelo mojado. De él cayó un pañuelo basto, con manchas de color rosa, envuelto en torno de una pistolita de puño de nácar.
Race lanzó a Poirot una mirada maliciosa de triunfo.
—¿Usted ve? Mi idea era acertada. Yo tenía razón. Fue tirada por la borda.
Mostró la pistola sobre la palma de la mano.
—¿Qué dice usted, monsieur Poirot? ¿Es ésta la pistola que usted vio en el hotel de Las Cataratas aquella noche?
El detective la examinó con sumo cuidado; luego dijo con voz reposada:
—Sí, ésa es. Tiene el trabajo de ornamento y las iniciales J. B., un article de luxe, una producción muy femenina, pero no por ello deja de ser una arma mortífera.
—Del 22 —murmuró Race. Sacó el cargador—. Dos balas disparadas. Sí, no cabe duda.
La señorita Van Schuyler tosió significativamente.
—¿Y mi estola de terciopelo? —preguntó.
—¿Su estola, mademoiselle?
—Sí, ésa es mi estola de terciopelo; la que tiene usted ahí.
Race recogió los pliegues de tejido chorreando.
—¿Esto es asunto suyo, señorita Van Schuyler?
—¡Ciertamente, es mío! —exclamó la anciana señora—. La eché de menos anoche. Pregunté a todo el mundo si la habían visto.
—¿Dónde la vio usted la última vez, señorita Van Schuyler? —preguntó Race.
—La tuve en el salón anoche. Cuando me fui a la cama, no pude encontrarla por ninguna parte.
—¿Se da cuenta usted para qué se ha usado?
La extendió, indicando con un dedo el chamuscado y varios agujeritos.
—El asesino envolvió con ella la pistola para amortiguar el ruido del disparo.
—¡Qué impertinencia! —dijo la señora Van Schuyler.
Race dijo:
—Le agradeceré que me diga, señorita Van Schuyler, el tiempo que hace que conoce a la señora Doyle y si eran íntimas las relaciones que tenía con ella.
—No tenía ninguna clase de relaciones anteriormente.
—Pero ¿usted la conoce?
—Desde luego; conocía quién era ella.
—Pero sus familias no se conocían.
—Como familia siempre nos hemos enorgullecido de ser selectos, coronel Race. Mi querida madre no habría pensado ni por asomo en visitar a nadie de la familia Hartz, quienes, aparte de su dinero, no eran nadie.
—¿Eso es todo lo que tiene que decir, señorita Van Schuyler?
—No tengo nada que añadir a lo que he dicho.
Se puso en pie y salió.
—Esa es su historia —observó Race— y no saldrá de ella. Puede ser verdad. No sé. Pero... ¿Rosalía Otterbourne? No esperaba semejante cosa.
Poirot movió la cabeza con aire de perplejidad. Luego asestó de pronto un puñetazo sobre la mesa.
—Pero esto no tiene ni pies ni cabeza —exclamó.
Race le miró.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que hasta un punto todo parece claro. Alguien quería matar a Linnet Doyle. Alguien oyó la escena del salón anoche. Alguien se introdujo sigilosamente allí y se apoderó de la pistola de Jacqueline de Bellefort, recuérdelo bien. Alguien mató a la señora Doyle con esa pistola y escribió la letra J en la pared. Todo está claro, ¿no es verdad? Todo apuntaba a Jacqueline de Bellefort, señalándola como la asesina. ¿Y luego qué hace el asesino? ¿Dejar la pistola de Jacqueline de Bellefort, para que la encuentre cualquiera? No, él o ella, tira la pistola, esa prueba comprometedora particular, por la borda, al agua. ¿Por qué, amigo mío, por qué?
—Es extraño —murmuró Race.
—Es más que extraño... ¡es imposible!
—¡No es imposible, puesto que ocurrió!
—No quiero decir eso. Quiero decir que la concatenación de los acontecimientos es imposible. Hay algo que está equivocado.
Capítulo XVII
El coronel Race miró con curiosidad a su compañero. Respetaba, tenía motivos para ello, el cerebro de Hércules Poirot. Sin embargo, por el momento, no comprendía el proceso mental del otro.