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No obstante, no formuló ninguna protesta. Continuó discutiendo el asunto.

—¿Qué hay que hacer a continuación?

—Interrogar a la señorita Otterbourne.

Rosalía Otterbourne entró de mala gana. No aparecía nerviosa ni asustada; simplemente, mal dispuesta y huraña.

—Bien —dijo—, ¿qué desean?

—Estamos investigando la muerte de la señora Doyle —replicó Race.

Rosalía asintió con la cabeza.

—¿Quiere decirnos lo que hizo usted anoche?

—Mamá y yo nos acostamos temprano, antes de la once. No oímos nada de particular, excepto algo de ruido en la parte exterior del camarote del doctor Bessner. Oí la voz del alemán. Desde luego no supe de qué se trataba hasta esta misma mañana.

—¿No oyó usted un disparo?

—No.

—¿Está segura?

Rosalía le miró con fijeza.

—¿Qué quiere usted decir? Desde luego que estoy segura de ello.

—¿Y usted, por ejemplo, no fue al lado de estribor del barco y tiró algo al agua?

El rostro de la muchacha se coloreó.

—¿Hay algo que prohíba tirar cosas por la borda?

—No, desde luego que no. ¿Entonces usted lo hizo?

—No, no. No salí del camarote.

—Entonces si alguien dice que la vio a usted...

—¿Quién dice que me vio?

—La señorita Van Schuyler.

—¿La señorita Van Schuyler?

—Sí. La señorita Van Schuyler declara que se asomó a la puerta de su camarote y vio a usted arrojar alguna cosa al agua.

Rosalía dijo claramente:

—Eso es mentira —Luego, como si le asaltara repentinamente una luminosa idea, preguntó—: ¿A qué hora fue eso?

Fue Poirot quien contestó.

—Eran la una y diez, mademoiselle.

Ella movió pensativamente la cabeza. Preguntó:

—¿Vio algo más?

Poirot la miró con curiosidad.

—Ver, no. Pero oyó algo.

—¿Qué oyó?

—Alguien que andaba dentro del camarote de la señora Doyle.

—Comprendo —murmuró Rosalía.

Estaba pálida como un muerto.

—¿E insiste en decir que usted no tiró nada por la borda, mademoiselle?

—¿Por qué diablos había yo de correr de un lado a otro tirando cosas por la borda?

—Podría haber una razón... una razón ingenua.

—¿Ingenua? —dijo la muchacha vivamente.

—Eso es lo que he dicho. Sabe usted, mademoiselle, alguna cosa fue tirada por la borda anoche, por alguien que no era inocente.

Race mostró el bulto de terciopelo manchado, abriéndolo para exhibir su contenido.

Rosalía Otterbourne se echó hacia atrás.

—¿Fue con eso... con lo que la mataron?

—Sí, mademoiselle.

—¿Y usted cree que yo... yo lo hice? ¡Qué tontería! ¿A santo de qué habría de querer matar a Linnet Doyle? ¡Ni siquiera la conocía! —se echó a reír y se irguió desdeñosamente—. Todo esto es demasiado ridículo.

—Recuerde, señorita Otterbourne —dijo Race—, que la señorita Van Schuyler está dispuesta a jurar que vio su rostro claramente a la luz de la luna.

Rosalía volvió a reír.

—Esa vieja gata. Probablemente está medio ciega. No fue a mí a quien vio —hizo una pausa—. ¿Puedo marcharme ahora?

Race asintió con la cabeza y Rosalía Otterbourne salió de la habitación. Los ojos de los dos hombres se encontraron. Race encendió un pitillo.

—Eso tenemos: una contradicción rotunda. ¿A cuál de ellas hemos de creer?

Poirot meneó la cabeza.

—Tengo la idea de que ninguna habla con franqueza.

—Eso es lo peor de nuestra labor —dijo Race, desalentado—. Tantas personas callan la verdad por motivos francamente fútiles... ¿Qué hacemos ahora? ¿Continuar el interrogatorio de los pasajeros?

—Creo que sí.

La señora Otterbourne sucedió a su hija. Corroboró la declaración de Rosalía de que ambas se acostaron antes de las once. Ella misma no oyó nada de interés durante la noche. No podía decir si Rosalía salió del camarote o no. Sobre el tema del crimen estaba inclinada a extenderse.

—Sus sugerencias han sido muy útiles, señora Otterbourne —exclamó Race al terminar ella su declaración—. Tenemos que continuar nuestra labor ahora. Un millón de gracias.

La escoltó galantemente hasta la puerta y volvió enjugándose la frente.

—¡Qué mujer más venenosa! ¡Uf! ¿Por qué no la ha matado alguien?

—Puede suceder todavía —le consoló Poirot.

—Tal vez eso sería razonable. ¿Quién nos queda? Pennington lo reservaremos para el final. Richetti y Ferguson.

El señor Richetti estaba muy voluble, muy agitado.

—¡Pero, qué horror, qué infamia, una mujer tan joven y tan hermosa... en verdad, un crimen inhumano!

Sus respuestas fueron rápidas. Se había acostado temprano, muy temprano. En realidad, inmediatamente después de cenar. Había leído durante un rato un folleto, habiendo apagado la luz poco antes de las once. No oyó ningún disparo. Ningún sonido como el estampido de un corcho. Lo único que oyó, pero eso fue más tarde, en medio de la noche, fue un chapoteo, un chapoteo grande, cerca de la puerta de su camarote.

—Su camarote está en la cubierta inferior, en la parte de estribor, ¿no es así?

—Sí, sí, así es. Y yo oí el fuerte chapoteo.

—¿Puede usted decirnos a qué hora fue eso?

—Fue una hora después de dormirme... Quizá dos horas.

—¿A eso de la una y diez, por ejemplo?

—Podría ser muy bien, sí.

Salió el señor Richetti, gesticulando ampliamente.

Pasaron a interrogar al señor Ferguson.

—¡Cuanto jaleo por este asunto! —se mofó—. ¿Y qué importa realmente? Hay una cantidad enorme de mujeres de más en el mundo.

Race dijo fríamente:

—¿Puede darnos una referencia de sus movimientos de anoche, señor Ferguson?

—No veo por qué he de dársela. Pero no tengo ningún inconveniente. Estuve dando vueltas. Fui a tierra con la señorita Robson. Cuando ella volvió al barco yo di unas vueltas por mi cuenta durante un rato. Volví y me acosté a eso de medianoche.

—Su camarote está en la cubierta inferior, en el lado de estribor...

—Sí. No estoy arriba como los potentados.

—¿Oyó un disparo? Podía haber sonado como el estampido de un corcho.

—Sí, creo que oí algo parecido. No recuerdo cuándo... antes de quedarme dormido. Pero había mucha gente de pie entonces, corriendo por la cubierta superior.

—Eso fue, probablemente, el tiro disparado por la señorita de Bellefort. ¿No oyó otro?

Ferguson negó con la cabeza.

—¿Ni un chapoteo?

—¿Un chapoteo? Sí, creo haber oído un chapoteo. Pero había tanto ruido que no puedo estar seguro de que lo fuera.

—¿Salió usted de su camarote durante la noche?

—No, no salí. Y no tomé parte en la buena obra; mala suerte.

—Vamos, vamos, señor Ferguson, no se comporte como un chiquillo.

El joven reaccionó con furia:

—¿Por qué no he de decir lo que pienso? Creo en la violencia.

—Pero usted no practica lo que predica —murmuro Poirot—. Me pregunto... —se inclinó hacia delante—. Fue ese hombre, Fleetwood, ¿no es cierto, quien dijo a usted que Linnet Doyle era una de las mujeres más ricas de Inglaterra?

—¿Qué tiene que ver Fleetwood con esto?

—Fleetwood, amigo mío, tenía un motivo excelente para matar a Linnet Doyle. Le tenía una inquina particular.

El señor Ferguson saltó de su asiento como el muñeco en una caja de resorte.

—De modo que ése es su propósito, ¿no es así? —interpeló iracundo—, achacárselo a un pobre diablo como Fleetwood, que no puede defenderse, que no tiene dinero para conseguir un abogado. Pero le digo esto: si intenta culpar a Fleetwood, tendrá que vérselas conmigo, se lo aseguro.

—¿Y quién es usted, exactamente? —preguntó Poirot, con voz dulce.