—¿Está gravemente herido el señor Doyle? —inquirió la señora Allerton.
—Sí, la herida es bastante grave. El doctor Bessner está ansioso por llegar a Assuán para sacarle una radiografía de la pierna y extraerle la bala. Pero abriga la esperanza de que no quedará cojo permanentemente.
—¡Pobre Simon! —murmuró la señora Allerton—. Espero que él no esté demasiado enojado con esa pobre niña.
—¿Con mademoiselle Jacqueline? Por el contrario. Está lleno de ansiedad por ella. —Se volvió hacia Timoteo—: ¿Sabe usted? Se trata de un pequeño problema de psicología lo que ha sucedido con ellos. Cuando mademoiselle los seguía de lugar en lugar, él estaba furioso, pero ahora que ella le ha disparado un tiro y herido peligrosamente, quizá dejándolo cojo para el resto de su vida, toda su furia se ha evaporado. ¿Comprende usted eso?
—Sí —respondió Tim, pensativamente—. Creo que sí. Lo primero lo ponía a él en ridículo...
—Dígame, la prima de madame Doyle, la señorita Juana Southwood, ¿se parecía a madame Doyle?
—Se equivoca usted, señor Poirot. Era prima nuestra y amiga de Linnet.
—¡Ah! Dispense, estaba confundido. Es una joven muy conocida. Hace tiempo estoy interesado en ello.
—¿Por qué? —inquirió Tim ásperamente.
Poirot se incorporó para hacer una reverencia a Jacqueline de Bellefort, que acababa de entrar y pasó delante de la mesa para dirigirse hacia la suya. Sus mejillas estaban rojas y sus ojos brillantes. Respiraba entrecortadamente. Al volver a sentarse, Poirot pareció haber olvidado la pregunta de Tim. Murmuró vagamente:
—Me pregunto si todas las señoritas que poseen joyas valiosas en gran número, son tan descuidadas como lo era madame Doyle.
—¿Es cierto, pues, que las robaron? —preguntó la señora Allerton.
—¿Quién se lo ha dicho, madame?
—Ferguson lo dijo —respondió Tim.
—Es verdad.
—Supongo —dijo la señora Allerton nerviosamente— que esto significa una serie de molestias y cosas desagradables para todos nosotros. Tim lo afirma.
Su hijo frunció el ceño. Pero Poirot se había vuelto hacia él.
—¡Ah! ¿Tal vez usted ha tenido alguna experiencia anterior? ¿Ha estado en una casa donde se ha perpetrado un robo?
—Nunca —repuso Tim.
—¡Oh, sí, querido! Estabas en casa de los Pennington aquella vez cuando robaron los diamantes de aquella horrible mujer.
—Siempre enredas las cosas, mamá. ¡Me encontraba allí cuando se descubrió que los diamantes que ella lucía alrededor de su cuello de toro eran de pasta, falsos! ¡La sustitución fue hecha probablemente unos cuantos meses antes! En realidad, mucha gente decía que ella misma lo había hecho.
Poirot cambió precipitadamente el tema. Tenía el propósito de efectuar una compra importante en una de las tiendas de Assuán. Algunas telas atractivas, de oro y púrpura, en uno de los establecimientos indios. Desde luego, habría que pagar derechos de Aduana...
—Me han dicho que pueden, ¿cómo se dice?, expedírmelas. Y que el coste no será muy elevado. ¿Cree usted que llegarán bien?
La señora Allerton dijo que mucha gente, así lo había oído decir, se hacía mandar los géneros a Inglaterra y que todo llegaba perfectamente.
—Bien. Entonces haré eso. ¡Pero las molestias que uno sufre si le llega un paquete de Inglaterra! ¿Ha tenido alguna experiencia de esto? ¿Le han llegado algunos paquetes durante su viaje?
—Creo que no. ¿Hemos recibido algunos, Tim? Recibimos libros de vez en cuando, pero desde luego, no producen ninguna molestia.
—¡Ah, no! Los libros es diferente.
Se habla servido el postre. Ahora, sin previo aviso, el coronel Race se puso en pie y pronunció su discurso.
Refirió las circunstancias del crimen y anunció el robo de las perlas. Iba a efectuarse un registro del barco y agradecería a todos los pasajeros que permaneciesen en el salón hasta que todo esto hubiese acabado. Luego, si los pasajeros consentían, como él estaba seguro de que así sería, ellos mismos tendrían la bondad de someterse a un registro.
Poirot llegó al lado de Race y murmuró algo a su oído cuando éste se disponía a salir del comedor. Race escuchó. Asintió con la cabeza e hizo una señal al camarero.
Le dijo unas palabras. Luego, junto con Poirot, salió a cubierta, cerrando la puerta detrás de él.
—No es mala su idea —declaró Race—. Pronto veremos el resultado.
La puerta del comedor se abrió y el mismo camarero a quien hablaron un poco antes salió. Saludó a Race y dijo:
—Hay una señora que dice que es urgente que ella le hable a usted inmediatamente, sin tardanza. No puede esperar más.
—¡Ah! —El rostro de Race se llenó de satisfacción—. ¿Quién es?
—La señorita Bowers, señor.
Una ligera sombra de sorpresa apareció en el rostro de Race. Dijo:
—Llévela al salón de fumar. Que no salga nadie más.
—Muy bien, señor.
Volvió al comedor. Poirot y Race fueron al salón de fumar.
—Bowers, ¿eh? —murmuró Race.
Apenas habían entrado en el salón cuando el camarero reapareció seguido de la señorita Bowers. La introdujo y salió.
—¿Bien, señorita Bowers? —El coronel Race la miró interrogante—. ¿Qué hay?
La señorita Bowers tenía el mismo aire tranquilo y sereno de siempre.
—Me perdonará usted, coronel Race —dijo—. Pero dadas las circunstancias, he pensado que lo mejor sería hablarle a usted inmediatamente —abrió su bolso negro— y devolverle esto.
Sacó un collar y lo depositó sobre la mesa.
Capítulo XXI
Si la señorita Bowers hubiera sido de la clase de mujeres que disfrutan creando una sensación, habría sido recompensada ampliamente por el resultado de su acción.
Un gesto de asombro cruzó por el rostro del coronel Race cuando recogió las perlas de la mesa.
—Esto es sumamente extraordinario —declaró—. ¿Quiere tener la bondad de explicarse, señorita Bowers?
—Naturalmente. A eso he venido. Me fue difícil decidir lo que me convendría hacer. La familia quiere, naturalmente, evitar el escándalo y confía en mi discreción, pero las circunstancias son tan extraordinarias que no me dejan ninguna opción. Por supuesto, al no encontrar nada en los camarotes sometería a un registro a los pasajeros, y si encontrasen las perlas en mi poder la situación sería delicada, y, de todos modos, se averiguaría la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? ¿Tomó usted estas perlas del camarote de la señora Doyle?
—¡Oh, no, coronel Race! Desde luego que no. La señorita Van Schuyler las cogió.
—¿La señorita Van Schuyler?
—Sí. Ella no puede remediarlo, ¿sabe usted?, pero ella... coge cosas. Especialmente, joyas. Realmente, por esto estoy siempre alerta y afortunadamente no ha habido ningún incidente desde que he estado con ella. Hay que estar siempre alerta. Y ella ocultaba las cosas siempre en el mismo sitio, envueltas en un par de medias, y por tanto no es muy difícil descubrirla. Todas las mañanas las miro. Desde luego, tengo el sueño ligero y siempre duermo a su lado y con la puerta contigua abierta, si es en un hotel, de modo que usualmente siempre la oigo... Luego la sigo y la persuado a que vuelva a la cama. Por supuesto, ha sido algo más difícil a bordo de un barco. Pero habitualmente no lo hace de noche. Se trata más bien de coger cosas que ella ve abandonadas. Naturalmente, las perlas ejercen una gran atracción sobre ella.
La señorita Bowers dejó de hablar.
—¿Cómo descubrió que habían sido sustraídas?
—Estaban en sus medias esta mañana. Naturalmente sabía de quién eran. Las he visto a menudo. Fui a restituirlas a su sitio, esperando que la señora Doyle no se habría levantado todavía y no habría descubierto su pérdida. Pero había un camarero de pie allí y me dijo lo del asesinato y que no podía entrar nadie. Puedo asegurarle que he pasado una mañana muy desagradable cavilando lo que podía hacer. Usted comprende, la familia Van Schuyler es tan distinguida... Sería un horror que esto apareciese en los periódicos. Pero no será necesario, ¿verdad?