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—¡Ah, Egipto! —suspiró el señor Blondin.

—Ahora se puede ir allí evitando el mar, excepto en el obligado paso del canal.

—¡Ah! ¿No le gusta el mar?

Hércules Poirot movió la cabeza y se estremeció imperceptiblemente.

—A mi tampoco —declaró el señor Blondin con simpatía—. ¡Es curioso el efecto que ejerce sobre el estómago!

—Pero sólo sobre ciertos estómagos. Hay personas a quienes el movimiento no les causa la menor impresión. Incluso les gusta

—Una incoherencia del Señor —corroboró el señor Blondin.

Movió tristemente la cabeza y tras expresar un impío pensamiento desapareció.

Camareros de pies ágiles y manos expertas servían las mesas. Mantequilla, Melba tostada y una cubetita de hielo demostraban que se ofrecía comida de calidad.

La orquesta negra rompió en un éxtasis de notas discordantes. Londres bailaba.

Hércules Poirot observaba, registrando sus impresiones en su cerebro como en un archivo.

¡Cuan aburridos y cansados eran los rostros que veía! Algunos de aquellos hombres se divertían, indudablemente... mientras que una resignación paciente era el sentimiento general exhibido por los rostros de sus acompañantes. Aquella mujer gorda vestida de escarlata parecía radiante de felicidad... Indudablemente, la grasa le proporcionaba un deleite, una satisfacción, que estaban vedados a los que poseían líneas más armónicas. ¡Todo, en esta vida, tiene sus compensaciones!

Una pequeña cantidad de jóvenes, algunos carentes de expresión, otros aburridos, los más definitivamente infelices. ¡Qué absurdo llamar a la juventud el tiempo de la felicidad! ¡La juventud es la edad de mayor vulnerabilidad!

Su mirada se humanizó cuando vino a detenerse sobre cierta pareja en particular. Un par de representantes de los dos sexos decididamente armoniosos. El hombre, alto y de anchos hombros. La mujer, esbelta y delicada. Eran dos cuerpos que se movían en un ritmo perfecto de felicidad por el lugar en que estaban, por la hora y porque salía la dicha a borbotones del interior de ambos.

El baile cesó bruscamente. Las manos palmotearon ruidosamente y los giros continuaron. A los pocos segundos la pareja feliz volvió a la mesa que ocupaban junto a la de Poirot.

La muchacha, roja de placer, reía. Cuando ella se sentó. Hércules pudo contemplar a placer su rostro, que tenía vuelto hacia su compañero.

Había algo, además de la risa, en su rostro.

Hércules Poirot movió la cabeza con aire dubitativo.

«Se interesa demasiado esa pequeña —dijo para sí—. Está en peligro Sí, la amenaza un peligro.»

Luego llegó una palabra a su oído: Egipto.

Ahora percibía sus voces claramente: la juvenil de la muchacha, fresca, arrogante, con un acento nuevo y ligeramente extranjero en la pronunciación de las erres, y el timbre agradable, de tonos bajos, de su compañero, en que se advertía a un inglés bien educado.

—No estoy vendiendo la piel del oso antes de matarlo, Simon. Te aseguro que Linnet no quiere que nos hundamos.

—¡Que se hunda ella!

—No seas tonto... Es un empleo ideal para ti.

—Hasta cierto punto, yo lo creo también... No tengo la menor duda sobre mi capacidad para desempeñarlo. Y haré todo lo posible por quedar bien... por ti.

La muchacha rió, una risa de pura felicidad.

—Esperemos tres meses para asegurarnos de que no te da el puntapié. Y entonces...

—Y entonces te dotaré con todos los bienes terrenales... Ése será el epílogo.

—Y como ya te dije: iremos a pasar nuestra luna de miel a Egipto. ¡Cueste lo que cueste! Toda mi vida he suspirado por ir a Egipto. El Nilo... las pirámides... la arena...

Dijo él con voz ligeramente indistinta:

—Todo aquello lo veremos juntos, Jacqueline..., juntos. ¿No será maravilloso?

—Eso me estaba preguntando ¿Será tan maravilloso para ti como para mi? ¿Te intereso yo tanto como tú a mí?

La voz de la muchacha tenía un matiz duro, cortante; en sus ojos había algo semejante al miedo.

En la respuesta del hombre se observó la misma dureza:

—No seas absurda, Jacqueline.

Pero la muchacha repitió:

—Yo me pregunto...

Él se encogió de hombros.

Hércules Poirot murmuró para sí:

«Un qui aime et une que se laisse aimer. Sí, yo también me lo pregunto.»

Juana Southwood dijo:

—Supongamos que él es terriblemente rústico.

Linnet movió la cabeza.

—No lo será. Puedo confiar en el gusto de Jacqueline.

—¡Ah, Linnet! La verdad se oculta siempre cuando se trata de asuntos amorosos.

Linnet agitó su rubia cabellera con impaciencia. Cambió de tema.

—Tengo que ir a ver al señor Pierce para hablar sobre estos planos.

—¿Planos?

—Sí, hay unas cuantas casas de labor en malas condiciones de salubridad. Voy a hacer que las derriben y trasladaré a sus habitantes a otro sitio más sano.

—¡Qué sanitaria y compasiva eres!

—Tendrían que marcharse de todas maneras. Aquellas chozas habrían estropeado mi nueva piscina...

—¿Y le agradará marcharse a la gente que vive actualmente allí?

—La mayoría de ellos están complacidísimos. Uno o dos se muestran bastante estúpidos, realmente fastidiosos, en suma. Parecen no darse cuenta de la enorme mejoría de la situación que les espera.

—Pero supongo que tú tampoco perderás con eso.

—Mi querida Juana, lo hago en su propio beneficio.

—Naturalmente. Estoy segura de ello. Ganancias comunes...

Linnet frunció el ceño. Juana rió.

—Vamos, muchacha. Confiésalo. Eres una tirana. Una tirana benéfica, si gustas, pero una tirana, al fin y al cabo.

—No tengo nada de tirana.

—Pero te gusta conseguir tus caprichos.

—No es eso precisamente.

—Linnet Ridgeway, ¿puedes mirarme a la cara y decirme honradamente si se ha dado alguna vez el caso de que no hayas podido conseguir tus deseos?

—Muchísimas veces.

—¡Oh, sí! Muchísimas veces... Está bien, pero cita casos concretos. No puedes hacerlo, aunque lo intentes. ¡No hay quien detenga la carrera triunfal de Linnet Ridgeway en su carro de oro!

Linnet dijo secamente:

—¿Crees que soy egoísta?

—No, pero eres irresistible. Tienes el efecto combinado del dinero y la belleza. Todo se inclina a tu paso. Lo que no puedes comprar con dinero, lo obtienes con una sonrisa. Resultado: Linnet Ridgeway, la muchacha que lo tiene todo.

—No seas ridícula. Juana.

—Dime, ¿no lo tienes todo?

—Supongo que sí... Pero me resulta desagradable oírtelo decir.

—En efecto, es desagradable, querida. Debes de estar terriblemente cansada y blasée de todo y por todo. Es decir, todavía no lo estás, pero lo estarás. Entretanto, goza de tu avance triunfal en tu carrera de oro. Pero me pregunto, en realidad me lo pregunto sin cesar, ¿qué ocurrirá el día que llegues a una calle donde te encuentres un cartel que diga: «Prohibido el paso»?

—No digas estupideces, Juana. —Cuando lord Windleshaw se acercó a ellas, Linnet dijo, volviéndose hacia él—: Juana me está diciendo verdaderas obscenidades.

—Despecho, sólo despecho —dijo Juana vagamente, al mismo tiempo que se levantaba del asiento que ocupaba.

No dio excusa alguna para ausentarse. Había leído la advertencia en la mirada de Windleshaw. Éste permaneció silencioso un par de minutos. Luego se lanzó a fondo.

—¿Te has decidido ya, Linnet?

Linnet dijo lentamente:

—¿Me crees tonta? Tal vez, no estando segura, debiera decir: «NO».

Él la interrumpió con un gesto.

—No lo digas. Tendrás tiempo, todo el tiempo que necesites. Pero tengo la seguridad de que seríamos muy felices los dos.