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—Depende de las circunstancias —respondió el coronel Race cautelosamente—. Pero desde luego haremos cuanto sea posible por usted. ¿Qué dice a esto la señorita Van Schuyler?

—¡Oh!, lo negará. Como siempre. Dice que algunas personas malvadas lo han puesto allí. No confiesa nunca que ha cogido algo. Por eso si se la coge a tiempo, vuelve a la cama como un corderito. Dice que salió a contemplar la luna o algo por el estilo.

—¿La señorita Robson conoce esta... flaqueza?

—No. Su madre lo sabe, pero ella es una muchacha de pocas luces y su madre pensó que sería mejor que no supiese nada.

—Tenemos que darle las gracias, mademoiselle, por venir a nosotros tan pronto —dijo Poirot.

—Espero que he hecho bien.

—Puede estar segura de que así es.

—Verá usted, habiendo ocurrido un asesinato también...

El coronel Race la interrumpió. Su voz sonó grave.

—Señorita Bowers. Voy a hacerle una pregunta y deseo hacerle comprender que es necesario que la responda usted verazmente. La señorita Van Schuyler sufre un trastorno mental hasta el punto de ser cleptómana. ¿Tiene también tendencias homicidas?

—¡Oh, no! Nada de eso. Puede usted creerme. La vieja señorita sería incapaz de hacer daño a una mosca.

La respuesta fue pronunciada con tanta seguridad que, al parecer, no había que preguntar más. Sin embargo, Poirot intercaló una pregunta suave:

—¿Sufre la señorita de sordera?

—En realidad sí, señor Poirot. Aunque no es cosa que se nota, si usted habla con ella. Pero con frecuencia no oye cuando una persona entra en una habitación. Cosas por el estilo.

—¿Cree usted que oyó a alguien moviéndose por el camarote de la señora Doyle, que está situado al lado del suyo?

—No lo creo. Verá usted, la litera está al otro lado del camarote, no arrimada a la pared divisoria. No, no creo que oyese nada.

Race preguntó:

—¿Quizá volverá usted al comedor a esperar en compañía de los demás?

Le abrió la puerta y la siguió con la mirada mientras ella descendía y entraba en el comedor. Luego cerró la puerta y volvió a la mesa. Poirot había cogido las perlas.

—Bien —dijo Race, ceñudo—. Esa reacción se produjo muy pronto. Es una joven muy astuta y calculadora, muy capaz de tenernos pendientes de alguna otra cosa, si lo cree conveniente. ¿Qué opina de la señorita Van Schuyler ahora? No creo que podamos eliminarla de los posibles sospechosos Ella podría muy bien haber cometido el asesinato para apoderarse de esas perlas. No podemos aceptar la palabra de la enfermera. Ella está dispuesta a favorecer a la familia

—Podemos creer, a mi entender, que esa parte de la historia de la vieja dama es cierta. Ella, en efecto, se asomó a la puerta de su camarote y vio a Rosalía Otterbourne. Pero no creo que oyese nada ni a nadie en el camarote de Linnet Doyle. Creo que, sencillamente, se asomaba preparándose para ir a sustraer las perlas.

—¿La muchacha Otterbourne estaba allí entonces?

—Sí. Tirando las bebidas de la madre al río.

—¡De modo que era eso! Ha de ser un tormento para la joven.

—Sí, su vida no ha sido muy alegre, cette pauvre petite Rosalie.

—Bien, me alegro de que esto esté aclarado. ¿Ella no vio ni oyó nada?

—Se lo pregunté. Respondió, al cabo de unos veinte segundos, que no vio a nadie.

—¿Eh? —Race frunció el ceño.

—Sí, es muy sugestivo.

—Si Linnet fue muerta a eso de la una y diez, después de cesar los ruidos del barco, me asombra que nadie oyera el tiro. Concedo que una pistola como esa no haría gran ruido, pero de todos modos, hasta un simple taponazo de un corcho debiera haberse oído. Pero ahora comienzo a comprenderlo mejor. El camarote del lado de delante de ella estaba desocupado, dado que su marido se encontraba en el camarote del doctor Bessner. El de la parte de popa estaba ocupado por la Van Schuyler, que es sorda. Esto deja solamente...

Hizo una pausa y miró a Poirot, que movió afirmativamente la cabeza.

—El camarote contiguo al de ella, al otro lado del barco. En otras palabras: Pennington. Al parecer siempre volvemos a él.

—¡Volveremos a él pronto, sin guante blanco! ¡Ah, sí! Quiero tener ese gusto.

—Entretanto, será mejor que continuemos el registro del barco. Las perlas constituyen aún una excusa conveniente aunque las hayan restituido. No es probable que la señorita Bowers anuncie el hecho.

—¡Ah, las perlas!

Poirot las puso contra la luz una vez más. Luego, con un suspiro, las arrojó sobre la mesa.

—Surgen más complicaciones, amigo mío —declaró—. No soy un experto en piedras preciosas, pero he visto muchas en mis tiempos y estoy bastante seguro de lo que digo. Estas perlas son tan sólo una hábil imitación.

Capítulo XXII

El coronel Race juró enérgicamente.

—Este maldito caso se embrolla cada vez más. —Cogió las perlas—. ¿No habrá sufrido un error? A mí me parecen buenas.

—Son una bonísima imitación...

—¿Adonde nos conduce eso? Supongo que Linnet Doyle no se mandó hacer un collar de imitación para viajar con él para seguridad. Muchas mujeres lo hacen.

—No, no creo. Yo estuve admirando las perlas de la señora Doyle la primera noche, en el barco, y por su maravilloso lustre tengo el convencimiento de que usaba las legítimas entonces.

—Esto presenta dos posibilidades. Primera, que la señorita Van Schuyler sustrajo tan sólo el collar falso después de que las perlas legítimas las robó alguna otra persona. Segunda, que la historia de la cleptómana es pura invención. O la señorita Bowers es una ladrona e inventó rápidamente la historia y aplacó las sospechas entregando las perlas falsas, o bien todos ellos están complicados. Es decir, son una banda de hábiles ladrones de joyas que pasan bajo el disfraz de una familia norteamericana muy distinguida.

—Sí —murmuró Poirot—. Es difícil decirlo. Pero apuntaré una cosa: hacer una copia perfecta y exacta de las perlas, con broche y todo, lo suficientemente bien para poder engañar a la señora Doyle, es una realización técnica muy hábil. No era posible ejecutarlo apresuradamente. Quien copió esas perlas debe haber tenido una buena ocasión para estudiar el original.

Race se puso en pie.

—Es inútil hablar de eso ahora. Continuaremos la operación. Hemos de encontrar las perlas legítimas. Al mismo tiempo hemos de tener los ojos abiertos.

Registraron primeramente los camarotes de la cubierta inferior.

El del señor Richetti contenía varias obras arqueológicas en diferentes lenguas, un surtido variado de ropa, lociones para el cabello de perfume muy fuerte y dos cartas personales: una de su hermana residente en Roma. Sus pañuelos eran todos de seda de colores.

Pasaron al camarote de Ferguson.

Había un surtido de literatura comunista, muchas instantáneas, Erewhom, de Samuel Butlet, y una edición económica del Diario de Pepy. Sus efectos personales no eran muchos, la mayor parte de las ropas que había estaban rotas y sucias; la ropa interior, por el contrario, era de muy buena calidad. Los pañuelos eran de lienzo muy caro.

—Algunas discrepancias interesantes —murmuró Poirot.

Race asintió.

—Parece extraño que no haya ninguna carta personal, papeles, etcétera.

—Sí, esto da que pensar. Ferguson es un joven muy extraño.

Contempló pensativo un anillo de sello que tenía en la mano, antes de ponerlo en el cajón donde lo encontraron.

Fueron al camarote ocupado por Luisa Bourget. La doncella comía después que los otros pasajeros, pero Race había ordenado que la buscasen y la llevasen al comedor a reunirse con los otros. Un camarero les salió al encuentro.