Pennington se encogió de hombros.
—Sus ideas son fantásticas.
—El tiempo lo demostrará.
—¿Qué ha dicho usted?
—He dicho: «El tiempo lo demostrará». Éste es un asunto de tres muertes, tres asesinatos. La ley exigirá que se practique una investigación a fondo del estado de la herencia de la señora Doyle. —observó el súbito hundimiento de los hombros de Pennington y comprendió que había triunfado. Las sospechas de Jaime Fanthorp estaban fundadas. Poirot continuó—: Usted ha jugado y ha perdido. Es inútil seguir fingiendo.
—Usted no comprende —murmuró Pennington—. Ha sido esta baja de valores. Wall Street ha estado loco. Pero yo había preparado una recuperación. Con suerte, todo estaría arreglado para mediados de junio.
—Supongo —musitó Poirot— que la roca fue una súbita tentación. Usted se imaginó que no le veía nadie.
—Fue un accidente. Juro que fue una pura casualidad —el hombre se inclinó hacia delante, el rostro contraído y los ojos aterrorizados—. Tropecé y caí contra ella. Juro que fue un accidente.
Los dos hombres no dijeron nada.
—No pueden ustedes achacarme eso, señores. Fue un accidente. ¡Y no fui yo quien la mato! ¿Oyen ustedes? No pueden ustedes achacarme eso tampoco y nunca lo harán.
Capítulo XXVII
Cuando la puerta se cerró detrás del abogado, Race exhaló un profundo suspiro.
—Logramos más de lo que suponíamos. Una confesión de fraude. Una confesión de intento de asesinato. Es imposible ir más allá. Un hombre confesará, más o menos, haber intentado un asesinato, pero no conseguirá usted que confiese el hecho real.
—A veces puede hacerse —musitó Poirot.
—¿Tiene un plan?
El detective asintió con la cabeza. Luego dijo:
—El jardín de Assuán. Las declaraciones del señor Allerton. Las dos botellas de esmalte para las uñas. Mi botella de vino. La estola de terciopelo. El pañuelo manchado. La pistola que se dejó en el lugar del crimen. La muerte de Luisa. La muerte de la señora Otterbourne... Sí, todo está ahí. ¡Pennington no lo hizo, Race!
—¿Qué? —Race se sobresaltó.
—Pennington no lo hizo. Tenía el motivo, sí. Tenía la voluntad de hacerlo; de acuerdo. Llegó hasta intentarlo. Mais c'est tout. Hacía falta algo para el crimen que Pennington no tenía. Éste es un crimen que requiere audacia, una ejecución rápida e implacable, valor, indiferencia al peligro y un cerebro calculador e ingenioso. Pennington no posee esos atributos. Él no podía cometer un crimen a menos que supiese que estaba seguro. ¡Este crimen no era seguro! Pendía del filo de una navaja de afeitar.
—Creo que tiene usted razón —declaró Race.
—Eso creo. Hay una o dos cosas... ese telegrama, por ejemplo, que Linnet Doyle leyó. Me gustaría aclarar ese punto.
—¡Por Júpiter, olvidamos preguntárselo a Doyle! Nos estaba hablando de ello cuando la pobre señora Otterbourne se presentó. Volveremos a preguntárselo.
—Dentro de poco. Primeramente deseo hablar a alguien más.
—¿A quién?
—A Tim Allerton.
—¿Allerton? Bien, le traeremos —oprimió un botón y mandó al camarero con un mensaje.
Tim Allerton entró con aire interrogante.
—El camarero me dijo que usted quería verme.
—Así es, señor Allerton. Siéntese.
—¿Puedo servirle en algo? —inquirió en tono cortés, pero no entusiasta.
—En cierto sentido, quizá —respondió Poirot—. Lo que yo realmente deseo es que escuche.
—Ciertamente. Yo no soy el mejor oyente del mundo. Puede esperar de mí que diga: «¡U-a!» a tiempo oportuno.
—Eso es muy satisfactorio. «¡U-a!» será muy expresivo. Eh bien!; comencemos. Cuando los conocí a usted y a su madre en Assuán, señor Allerton, me atrajo su compañía muchísimo. Para empezar, declararé que su madre es una de las personas más encantadoras que jamás he conocido...
El rostro cansado se contrajo un instante, una sombra de expresión apareció en él.
—Ella es... única —dijo.
—Pero la segunda cosa que me interesó fue la mención de cierta dama.
—¿Realmente?
—Sí, una señorita, Juana Southwood. Vea usted; yo había oído mencionar recientemente ese nombre —hizo una pausa y continuó—: Durante los tres últimos años se han cometido ciertos robos de joyas que han fastidiado grandemente a Scotland Yard. Son lo que puede denominarse «robos de sociedad». El método es usualmente el mismo: la sustitución de una imitación de una joya por el original. Mi amigo el jefe inspector Japp, llegó a la conclusión de que los robos no eran obra de una persona, sino de dos que trabajaban juntas muy hábilmente. Estaba convencido, por el conocimiento íntimo que revelaban, de que los robos eran obra de personas de buena posición. Y, finalmente, su atención se enfocó sobre la señorita Juana Southwood. Todas las víctimas habían sido amigas o conocidas de ella y en todos los casos había tenido en sus manos, o le habían prestado, la joya en cuestión. También su tren de vida estaba muy por encima de su renta. Por otra parte, estaba claro que el robo, es decir, la sustitución, no había sido realizada por ella. En algunos casos ella había estado ausente de Inglaterra durante el periodo en que la alhaja había sido repuesta. Así gradualmente, una idea fue tomando cuerpo en la mente del inspector Japp. La señorita Southwood estuvo en un tiempo asociada a una Corporación de Joyería Moderna. Él sospechaba que ella manejaba las joyas en cuestión, hacía unos dibujos de todas ellas, las hacía copiar por algún joyero humilde, pero deshonesto, y que la tercera parte de la operación consistía en la sustitución por otra persona, alguien que podía probarse que nunca tuvo en sus manos las joyas y que jamás se mezcló en la operación de las copias o imitaciones de piedras preciosas. Japp desconocía absolutamente a la otra persona.
»Ciertas cosas que dijo usted en su conversación me interesaron. Un anillo que desapareció cuando usted estuvo en Mallorca; el hecho de que usted había estado en una fiesta particular, donde ocurrió una de esas sustituciones falsas y su íntima asociación con la señorita Southwood. También había el hecho de que usted, evidentemente, advirtió mi presencia e intentó que su madre fuese menos cordial conmigo. Esto, desde luego, pudo haber sido una antipatía personal, pero pensé que no era ése el caso. Usted estaba demasiado ansioso para tratar de ocultar su antipatía bajo unos modales muy cordiales.
»Eh bien!; después del asesinato de Linnet Doyle, se descubrió que sus perlas habían desaparecido. Comprenderá usted que al instante pensé en usted. Pero no estoy satisfecho del todo. Pues si usted trabaja, como sospecho, con la señorita Southwood, que era íntima amiga de la señora Doyle, entonces la sustitución sería el método empleado, no un robo descarado. Pero entonces se restituyen inesperadamente las perlas, y ¿qué descubro? Que las perlas no son legítimas, sino que son falsas.
»Supe entonces quién es el verdadero ladrón. Era el collar falso el que fue robado y devuelto, una imitación que usted había cambiado previamente por el collar legítimo.
Miró al joven que tenía delante. Tim estaba blanco bajo su rostro curtido. No era un luchador tan bueno como Pennington. Dijo con un esfuerzo para sostener sus maneras burlonas: