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—Mira —el tono de Linnet parecía de excusa casi infantil—. Me estoy divirtiendo mucho, especialmente con esto —Hizo un movimiento con la mano—. Quiero convertir Wode Hall en una residencia campestre local; para mí, claro está, y según mis propias iniciativas. Me parece que hasta ahora lo voy consiguiendo, ¿no te parece?

—¡Oh, sí! Es precioso. Maravillosamente proyectado. Es perfecto. Tú eres muy inteligente, Linnet.

Hizo una pausa y continuó:

—Pero te gusta Charltonbury, ¿verdad? Claro es que necesita que se modernice y todas esas cosas, pero tú te encargarías de eso. Te deleitará.

—¡Oh, sí! Charltonbury es magnífico.

Hablaba con espontáneo entusiasmo, pero interiormente experimentó una sensación de súbita frialdad. Algo extraño acababa de herir un sentimiento recóndito, turbando su completa satisfacción por la vida. No analizó este sentimiento inmediatamente, pero cuando Windleshaw entró en la casa escrutó en todos los repliegues de su cerebro.

Charltonbury, sí, aquello era, se había resentido a la mención de Charltonbury. Pero ¿por qué? Charltonbury era modestamente famoso. Ser la dueña del magnífico Charltonbury era una posición envidiable y Windleshaw era un partido muy solicitado.

Naturalmente, él no podía tomar Wode en serio. No podía compararse con Charltonbury. ¡Ah. pero Wode no era suyo! Ella lo vio, lo compró, volvió a reconstruirlo sin preocuparse del dinero que le costaba. Aquello era su propia posesión, su reino.

Pero en cierto modo aquello no existiría si se decidiese a casarse con Windleshaw. ¿Para qué iban a tener dos residencias campestres? Y de las dos. Wode Hall sería la condenada a desaparecer.

Ella misma, Linnet Ridgeway. dejaría también de existir. Se convertiría en la condesa de Windleshaw, llevando a Charltonbury y a su dueño actual una dote apreciable. Sería reina consorte, pero no en propiedad.

«Me estoy volviendo ridícula», se dijo Linnet.

¡Pero era extraño cómo odiaba la idea de abandonar Wode! ¿No había algo más que le hiciese sentir así?

La voz de Jacqueline, con aquella nota monótona y ardiente: «Si no me caso con él, me moriré. Me moriré... Me moriré...»

Y lo decía con convicción, formalmente. ¿Experimentaba ella, Linnet, un sentimiento idéntico hacia Windleshaw? Con seguridad, no. Tal vez no llegaría nunca a ese extremo por nadie. ¡Debía ser maravilloso sentir aquella grandiosidad!

Oyóse el ruido de un coche que se aproximaba, a través de la ventana abierta.

Linnet se lanzó impaciente en su dirección. Debían ser Jacqueline y su novio. Saldría a recibirlos.

Se encontraba en la puerta de la verja cuando Jacqueline y Simon descendieron del automóvil.

—¡Linnet! —Jacqueline corrió hacia ella—; éste es Simon, aquí está Linnet. Es la criatura más maravillosa del mundo...

Linnet vio a un joven alto, de hombros anchísimos, ojos azul oscuro, cabello castaño rizado y una sonrisa atractiva de chiquillo.

Una ardiente sensación de embriaguez se extendió por todas sus venas.

—¿No es todo esto encantador? —dijo—. ¡Venga, Simon, entre y permítame que dé la bienvenida a mi administrador comme il faut!

Cuando se volvía para señalar el camino, pensaba: «¡Me siento extraordinariamente feliz! ¡Me gusta el novio de Jacqueline! ¡Me gusta enormemente!» Y luego, con pesar, exclamó como dolida: «¡Qué suerte tiene Jacqueline!»

Tim Allerton se reclinó perezosamente en su chaiselongue y bostezó mirando al mar. Luego lanzó una rápida mirada de soslayo a su madre.

La señora Allerton era una mujer todavía guapa, de cincuenta años de edad y cabellos nevados. Adoptando una expresión de severidad en su boca cuando miraba a su hijo creía poder disimular la extraña afección que sentía hacia él. Los observadores que no la conocían, raramente se dejaban engañar por este gesto, y el mismo Tim veía perfectamente el corazón de su madre a través de este velo de severidad.

Hablaba el joven:

—¿Te gusta Mallorca, de verdad, mamá?

—Pues bien... —la señora Allerton hizo una pausa para reflexionar—. Es barata la vida aquí...

—Y fría —dijo Tim, estremeciéndose levemente.

Era un joven alto, delgado, de cabellos oscuros y pecho estrecho. La boca tenía una expresión de dulzura, ojos tristes y mandíbula indecisa Poseía manos delicadas.

Amenazado de tuberculosis algunos años antes, nunca pudo desarrollarse físicamente. Públicamente, se suponía que se dedicaba a las letras, pero sus íntimos sabían que aquello no pasaba de ser una fantasía y que sus trabajos literarios no fueron jamás aceptados por nadie.

—¿En qué piensas, Tim?

La señora Allerton aguardó expectante la respuesta. Sus ojos negros y brillantes escrutaban suspicaces a su hijo. Tim Allerton hizo una mueca.

—Pensaba en Egipto.

—¿Egipto?

En el tono de la señora Allerton se advertía un asomo de duda.

—Aquello es tibio de verdad, mamita. Con arenas de oro. El Nilo... Me gustaría remontar el curso de aquel río poético. ¿A ti no?

—Claro que me gustaría —dijo la interpelada con sequedad—. Pero Egipto es terriblemente caro, hijo mío. No es para los que tienen que dar muchas vueltas a su dinero antes de gastarlo.

Tim lanzó una carcajada. Se levantó y se desperezó. Parecía haberse llenado de vida nueva en un segundo. Dijo con voz excitada:

—Los gastos correrán de mi cuenta. Sí, mamita. He tenido la suerte de dar un golpecito en la Bolsa con resultados satisfactorios. Me he enterado esta mañana.

—¿Esta mañana? —dijo la señora Allerton con voz cortante—. ¡No tuviste más que una carta y era...!

Se interrumpió, mordiéndose los labios.

Su hijo pareció quedar indeciso sobre si debía tomarlo a broma o enfadarse; eligió lo primero.

—Era de Juana —terminó con frialdad—. Está bien, mamá. Eres la reina de los detectives. El famoso Hércules Poirot tendría que esforzarse para conservar sus laureles si tú decides hacerle la competencia.

La señora Allerton parecía confundida.

—Vi la escritura del sobre por casualidad y...

—¿Y te diste cuenta de que no era de un agente de Bolsa? Estupendo. En honor a la verdad he de decirte que fue ayer cuando lo supe. La escritura de la pobre Juana es bien fácil de reconocer... parece que se quiere salir del sobre, como una araña enloquecida.

—¿Qué dice Juana...? ¿Algo nuevo?

La señora Allerton se esforzó para que su voz sonara de modo casual y ordinario. La amistad entre su hijo y su prima segunda, Juana Southwood, le había irritado siempre. No porque hubiese algo entre ellos, como se repetía incesantemente la buena señora. Ella sabía perfectamente que no lo había. Nada.

Tim nunca había mostrado ningún interés sentimental hacia su prima Juana, ni ésta hacia él. Su atracción mutua parecía estar cimentada en la afinidad y posesión de amigos conocidos comunes. A los dos les gustaba la gente y criticar a la gente. Juana tenía una lengua cáustica y divertida.

La rigidez de expresión de la señora Allerton cuando Juana estaba presente o cuando recibía una carta suya, no se debía al temor de que su hijo pudiera enamorarse de su prima.

Era otro sentimiento indefinible, tal vez de celos, por el placer indudable que Tim experimentaba cuando se encontraba en compañía de Juana. Él y su madre eran tan excelentes amigos que la sola vista de una mujer que acaparase la atención de Tim le producía una desazón violenta. Creía que su presencia constituía entonces un estorbo para los dos representantes de la nueva generación. Muchas veces los había sorprendido en animada conversación que, al acercarse ella, interrumpían o variaban el tópico. Pero, decididamente, la señora Allerton experimentaba pocas simpatías por su sobrina. La consideraba hipócrita, afectada y esencialmente superficial. Le costaba un esfuerzo extraordinario tener que reprimir los deseos que le acometían de decirle todo esto gritando a pleno pulmón y delante de todo el mundo.