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En respuesta a su pregunta, Tim extrajo la carta de uno de sus bolsillos y la ojeó.

—Es una carta bastante larga —observó la madre.

—No dice gran cosa —declaró—. Los Devonish han solicitado el divorcio. El viejo Monty ha sido encarcelado por haber conducido un coche yendo embriagado. Windleshaw se ha marchado a Canadá. Parece que le ha sentado bastante mal que Linnet le diese calabazas. Ella va a contraer matrimonio definitivamente con el administrador de marras.

—¡Es extraordinario! ¿Tan irresistible es el joven?

—No, no. Nada de eso. Es uno de los Doyle, de Devonshire. No tiene ni un céntimo, desde luego, y hasta hace poco estaba prometido a una de las mejores amigas de Linnet. ¡Una cosa bastante fea!

—Yo tampoco creo que se haya portado como debía —declaró la señora Allerton enrojeciendo.

En los ojos de su hijo apareció un relámpago de cariño hacia su madre.

—Ya sé, mamita. Tú no puedes ver con buenos ojos que le soplen a nadie su marido y todas esas cosas indecentes.

—En mis tiempos, respetábamos la propiedad ajena —dijo la señora Allerton—. Sin embargo, ahora la gente cree justo poder tomar lo que tiene al alcance de la mano, sea de quien sea.

Tim sonrió.

—No solamente lo cree, sino que lo hacen. Vide Linnet Ridgeway.

—Bueno, pero yo opino que eso es horrible.

Tim guiñó un ojo.

—¡Animo, mamita, tal vez me adhiera a tu opinión! Hasta ahora no se me ha ocurrido jamás seducir a la mujer ni a la novia de un amigo.

—Estoy segura de que jamás harás tal cosa —dijo la señora Allerton. Ingeniosamente, añadió—: Te he educado demasiado bien.

—Así, pues, el mérito es tuyo; no mío.

Sonrió con aburrimiento mientras doblaba la carta y la volvía a meter en el bolsillo.

La señora Allerton pensó:

«La mayoría de las cartas me las ha enseñado siempre. De ésta de Juana, sólo me ha leído párrafos sueltos.»

Expulsó aquel vano pensamiento de su cerebro y decidió, como siempre, conducirse como una señora de su rango.

—¿Se divierte Juana? —preguntó.

—Así, así. Ahora tiene la intención de abrir una tienda de modas en Mayfair.

—Siempre se queja de su situación —dijo la señora Allerton con un timbre de despecho—. Pero lo cierto es que ella alterna con la mejor sociedad y sus vestidos deben costarle un dineral. Siempre va vestida irreprochablemente.

—Sí. En efecto. Probablemente, no los paga. No, mamá, no quiero decir lo que en este momento te está sugiriendo tu cerebro isabelino. Quiero decir literalmente que no paga las facturas.

La señora Allerton suspiró.

—Nunca he comprendido cómo se puede hacer una cosa así.

—Es un don genial —repuso el hijo—. Cuando se tienen gustos suficientemente extravagantes y se carece de la menor noción del valor del dinero, se conceden a estas personas toda clase de créditos.

—Sí, pero esa persona no tardará en visitar al Tribunal de Quiebras o al de Morosos, como le ocurrió al pobre sir George Wode.

—Parece que sientes compasión por ese viejo palafrenero sólo porque en un baile celebrado en el año 1879 te llamó capullo de rosa.

—Yo no había nacido aún en 1879 —repuso la señora Allerton con gracejo—. Sir George posee unas maneras encantadoras y no te permito que le llames palafrenero.

—He oído algunas historietas divertidísimas sobre él, referidas por personas que le conocen bien.

—A ti y a Juana os importa bien poco la reputación del prójimo. Cualquier cosa os parece divertida aunque se arranque la piel a tiras a seres desgraciados.

Tim enarcó las cejas.

—Mamita, te estás sulfurando. No sabía que Wode era tu favorito.

—Tú no puedes imaginarte lo doloroso que ha sido para él tener que desprenderse de Wode Hall. Experimentaba una profunda pasión por aquel lugar.

Tim reprimió el impulso de responder acerbamente. ¿Quién era él para juzgar, después de todo?

Tras una pausa, dijo pensativo:

—En eso parece que tienes razón. Linnet le invitó a que fuese a ver las modificaciones que se habían efectuado en su antigua residencia y él se negó rotundamente a ir.

—Sí. Ella no le habría invitado si le hubiese conocido mejor.

—Ahora creo que él siente odio invencible contra Linnet... Murmura entre dientes cosas incomprensibles cuando la ve. No puede perdonarle que le haya dado una cantidad tan fabulosa por su propiedad familiar roída por la polilla.

—¿Y tú no eres capaz de comprender eso? —inquirió la señora Allerton con sequedad.

—Francamente —dijo Tim con calma—. No puedo comprenderlo. ¿Por qué vivir en lo pasado? ¿Por qué ese apego idiota hacia las cosas que se fueron?

—¿Qué colocarías tú en el puesto de esas cosas?

Tim se encogió de hombros.

—Sensaciones, tal vez. Novedades. La alegría de no saber jamás lo que ocurrirá al día siguiente. En vez de heredar un trozo de tierra inútil, prefiero el placer de hacer dinero por mí mismo, empleando mi cerebro y mis aptitudes.

—Un golpecito afortunado en la Bolsa, por ejemplo.

Tim profirió una carcajada.

—¿Por qué no?

—¿Y qué sucedería si tuvieses en la Bolsa una pérdida semejante?

—Eso, mamita, es poco probable. Es inapropiado para hoy... ¿Qué te parece mi plan sobre un viajecito a Egipto?

—Bien.

El la interrumpió sonriente:

—Entonces de acuerdo. Los dos hemos ansiado siempre visitar Egipto.

—¿Cuándo sugieres que vayamos?

—¡Oh...! El mes próximo. Enero es la época del mejor tiempo allí. Gozaremos de la deliciosa sociedad de este hotel sólo un par de semanas más.

—¡Tim! —exclamó la señora Allerton en tono de reproche. Luego añadió, sonrojándose—: Lamento tener que decirte que prometí a la señora Leech que tú la acompañarías a la comisaría de policía. Ella no comprende una palabra de español.

Tim hizo una mueca.

—¿A causa de su anillo? ¿El rubí rojo sangriento de la hija del veterinario? ¿Persiste en la creencia de que se lo han robado? Iré si tú quieres, pero es ganas de malgastar el tiempo. No conseguirá nada más que originar molestias sin cuento a cualquier desgraciada sirvienta del hotel. Se lo vi perfectamente en el dedo cuando fue a bañarse aquel día. Salió del agua y desde entonces lo echó de menos.

—Ella dice que está segura de que se lo quitó y lo dejó en su tocador.

—Pues no es verdad. Yo lo vi con mis propios ojos. Esa mujer está loca. Si no lo estuviera, no se habría bañado en pleno mes de diciembre, basándose en que el agua estaba bastante caliente porque el sol brillaba en aquel momento. Y es que le gusta exhibirse en traje de baño.

La señora Allerton murmuró:

—Realmente, creo que renunciaré a bañarme en lo sucesivo.

Tim rió alegremente.

—Tú puedes hacerlo. Das ciento y raya en belleza escultural a las jóvenes de hoy.

La señora Allerton suspiró y dijo:

—Desearía que tuvieses aquí unos cuantos jóvenes más de tu edad que te ayudaran a distraerte.

Tim Allerton movió la cabeza con decisión.

—Pues yo no. Los dos solitos nos hemos arreglado divinamente para ir de un lado a otro divirtiéndonos, sin necesitar a nadie más.

—Pero a ti te hubiese gustado que Juana estuviese aquí.

—Nada de eso —su tono expresaba inesperada resolución—. Te equivocas. Juana me divierte, pero no me gusta. Cuando la tengo demasiado tiempo a mi lado me ataca los nervios. Doy gracias a Dios de que no esté aquí. Me resignaría si pensara no volver a ver a Juana en toda mi vida —añadió casi sin aliento—: No hay más que una mujer en el mundo por quien tengo respeto y admiración a la vez. Creo que tú no ignoras quién es esa persona.

Su madre se ruborizó y pareció confusa. Tim continuó gravemente:

—Hay muy pocas mujeres realmente agradables en este mundo, pero tú eres una de ellas.