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En un piso que daba al Central Park, en Nueva York, la señora Robson exclamó mirando a su hija:

—¿No es maravilloso? Eres, en verdad, una mujer de suerte, Cornelia.

Cornelia Robson enrojeció. Era una muchacha grande y tosca, con los ojos oscuros y perrunos.

—¡Oh, será espléndido! —dijo entre dientes.

La solterona señorita Van Schuyler inclinó la cabeza, expresando su satisfacción por esta actitud correcta por parte de sus parientes pobres.

—Siempre había soñado con un viaje a Europa —suspiró Cornelia—. Sin embargo, jamás creía que mi sueño llegase a convertirse en realidad.

—La señora Bowers vendrá conmigo, como de costumbre —dijo la señorita Van Schuyler—. Pero como dama de compañía la encuentro muy limitada... muy limitada. Hay una infinidad de cosas en que, Cornelia, me serás de gran utilidad.

—Será un placer poder servirle en algo, prima María —dijo Cornelia, en tono ardiente.

—Bien, bien. Entonces estamos de acuerdo —dijo la señorita Van Schuyler—. ¿Quieres buscar a la señorita Bowers, querida? Es la hora de tomar los huevos.

Cornelia salió precipitadamente. Su madre dijo:

—Querida María. ¡No sé cómo agradecértelo! Como tú sabes, yo creo que Cornelia sufre indeciblemente por no tener éxito en sociedad. Esto le hace considerarse mortificada. ¡Si yo hubiese podido llevarla de un sitio a otro! ¡Pero tú sabes cómo quedamos al morir el pobre Eduardo!

—¡Será para mí un verdadero placer llevarla conmigo! —declaró la señorita Van Schuyler—. Cornelia ha sido siempre una muchacha dócil y agradable, amante de las aventuras y no tan egoísta como la mayoría de las jóvenes de hoy.

La señora Robson se levantó y besó cariñosamente el rostro apergaminado y amarillento de su rica parienta.

—Te estoy muy agradecida —declaró.

En la escalera se encontró con una mujer muy bien parecida que llevaba un vaso conteniendo un líquido amarillento y jabonoso.

—¡Vaya, señorita Bowers, se va usted a Europa!

—¡Ah...! Sí, señora Robson.

—Será un viaje encantador.

—Sí. Desde luego. Creo que debe de ser muy divertido.

—¿Ha estado usted antes de ahora en el extranjero?

—¡Ah, sí! El año pasado estuve con la señorita Van Schuyler en París. Pero nunca he estado en Egipto.

La señora Robson hizo una pausa.

—¿Supongo que no habrá peligro alguno? —preguntó, bajando la voz.

La señorita Bowers dijo con su timbre usuaclass="underline"

—¡Oh, no, señora Robson! Yo me encargaré de eso. Iré siempre observando lo que pasa a mi alrededor.

A pesar de esta seguridad, una sombra cruzó el rostro de la señora Robson cuando, lentamente, continuó bajando la escalera.

En su despacho de la ciudad, Andrés Pennington se dedicaba a abrir su correo particular.

De pronto su puño se cerró convulsivamente y cayó con ruido sordo sobre la mesa de despacho. Su rostro adquirió un color escarlata y dos abultadas venas se destacaron en su ancha frente.

Oprimió un timbre. Un atildado taquígrafo hizo su aparición con su recomendable rapidez.

—Diga al señor Rockford que suba.

—Sí, señor Pennington.

Pocos momentos más tarde, Sterndale Rockford, el socio de Pennington, entró en el despacho. Ambos hombres tenían algo de parecido. Los dos eran altos, enjutos, con cabellos grises y rostros muy afeitados e inteligentes.

—¿Qué ocurre, Pennington?

Éste levantó la cabeza de la carta que había empezado a leer de nuevo.

—Linnet se ha casado —dijo sin preámbulos.

—¿Qué?

—Has oído bien. Linnet se ha casado.

—¿Cómo...? ¿Cómo...? ¿Por qué no nos lo han dicho hasta ahora?

Pennington lanzó una ojeada al calendario que había sobre la mesa.

—No había contraído matrimonio cuando escribió esta carta. Lo hizo el día 4 por la mañana, es decir, hoy.

Rockford se desplomó en su sillón.

—¡Caramba! ¡Sin avisar! ¿Quién es él?

—Doyle. Simon Doyle.

—¿Qué clase de individuo es ése? ¿Conoces algo de él?

—No. Ella tampoco habla gran cosa de él... —palmoteo sobre las líneas escritas con caracteres claros e iguales—. Me parece que hay algo raro detrás de todo este asunto. Pero eso no tiene gran importancia. Lo principal es que ella se ha casado.

Las miradas de los dos hombres se encontraron. Rockford hizo un movimiento afirmativo de cabeza.

—Esto es cosa de pensarlo mucho —dijo reposadamente.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Eso te iba a preguntar.

Los dos hombres se miraron en silencio. Tras una pausa, dijo Rockford:

—¿Tienes algún plan?

Pennington respondió arrastrando las sílabas:

—El «Normandía» sale hoy de Europa. Uno de nosotros dos tomará pasaje en él.

—¿Estás loco? ¿Qué idea es la tuya?

Pennington dijo con los dientes apretados:

—¡Esos abogados ingleses...! —y se detuvo.

—¿Qué quieres con ellos? ¿Supongo que no irás allí a buscarles camorra?

—¿He dicho, acaso, que quienquiera que sea de nosotros el que vaya, tenga Inglaterra como punto de destino?

—¡Pues no me hagas sufrir más y suelta esa idea tan grande!

Pennington extendió la carta sobre la mesa.

—Linnet se dirige ahora a Egipto a pasar la luna de miel. Permanecerá allí un mes, tal vez más.

—Egipto, ¿eh?

Rockford clavó la mirada en la de su socio.

—¡Egipto! —exclamó—. ¿Ésa es tu idea?

—Sí. Un encuentro casual. Dando una vueltecita Linnet y su marido... atmósfera nupcial. Creo que se puede hacer...

—Ella es muy lista, pero... —Rockford se interrumpió.

Pennington dijo suavemente:

—Ya encontraremos el medio de justificarlo.

Otra vez se encontraron los ojos.

Rockford asintió.

—¡Estupendo, chico!

Pennington miró el reloj.

—El que vaya, ha de darse prisa.

—¡Irás tú! —dijo Rockford súbitamente—. Siempre te has llevado bien con Linnet, tío Andrés. Te cedo la papeleta.

El rostro de Pennington se ensombreció.

—Confío en salirme con la mía.

—Tendrás que hacerlo a cualquier precio. La situación es crítica —repuso malhumorado su socio.

Guillermo Carmichael dijo al joven delgado y peludo que abrió la puerta en respuesta a su llamada:

—Diga al señor Jim que deseo verle.

Jaime Fanthorp penetró en la habitación y lanzó una mirada interrogadora a su tío. El anciano fijó sus ojos en el joven, al mismo tiempo que movía la cabeza gruñendo:

—¡Ah! ¿Eres tú?

—¿No querías hablar conmigo?

—¡Lee esto!

El joven tomó asiento y desplegó la hoja de papel que le entregó su tío.

El anciano le observaba atentamente.

—¿Y bien?

La respuesta fue rápida.

—Me parece muy oscuro, tío.

Otra vez el socio de la firma Carmichael, Grant y Carmichael, emitió un gruñido característico.

Jaime Fanthorp releyó la carta que acababa de llegar de Egipto por avión.

«...parece improcedente escribir cartas de negocios en un día como hoy. Hemos pasado una semana en la Casa Mona, luego hemos hecho una expedición al Fayun. Pasado mañana remontaremos el Nilo hasta Luxor y Assuán en un barco de vapor y tal vez lleguemos hasta Kartum. Cuando fuimos a la agencia Cook esta mañana a recoger los billetes, ¿qué cree usted que fue lo primero que vi...? A mi apoderado americano Andrés Pennington. Me parece recordar que lo conoció usted hace dos años. Yo no tenía la menor idea de que él estuviese en Egipto y él tampoco podía presumir que me encontraría aquí... ni que estuviese casada. La carta en que yo le contaba mi proyecto de contraer matrimonio no llegó a sus manos Ahora se dispone a remontar el Nilo siguiendo la misma ruta que nosotros. ¿Verdad que es una agradable coincidencia? Muchas gracias por todo lo que ha trabajado en estos tiempos...»