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Cuando el joven se disponía a volver la página, el señor Carmichael le recogió la carta.

—Eso es todo —dijo—. El resto no importa. Bien, ¿qué piensas de esto?

Su sobrino reflexionó un instante. Luego dijo:

—Pues... me parece que ese encuentro no tiene nada de casual.

El anciano manifestó su aprobación con un movimiento de cabeza.

—¿Te gustaría dar una vueltecita por Egipto? —preguntó de pronto.

—Si lo crees necesario...

—No hay tiempo que perder.

—Pero, ¿por qué he de ser yo precisamente?

—Piensa un poco y lo acertarás. Linnet Ridgeway no se ha tropezado contigo en su vida. Pennington tampoco te conoce. Si vas en aeroplano, llegarás a tiempo todavía.

—No me gusta nada esta idea, tío. ¿Qué voy a hacer yo allí?

—Emplea tus ojos. Utiliza tus oídos. Usa el cerebro... si es que lo tienes. Y si es necesario... obra.

—No me gusta nada.

—Lo creo, pero no tienes más remedio que hacerlo.

—¿Es, pues, necesario?

—A mi juicio es de importancia vital —dijo el señor Carmichael.

La señora Otterbourne, reajustándose el turbante de tejido indígena que le rodeaba la cabeza, dijo airada:

—No sé por qué no nos hemos marchado ya a Egipto. Estoy más que cansada de Jerusalén.

Como su hija permaneciese silenciosa, añadió:

—Lo menos que podías hacer es responder cuando te preguntan.

Rosalía Otterbourne estaba enfrascada en la contemplación de un periódico ilustrado en que aparecía la reproducción de una fotografía. Al pie de aquélla se leía:

«La señora Doyle, que antes de su matrimonio era la bien conocida belleza señorita Linnet Ridgeway. Los señores Doyle pasan la luna de miel en Egipto.»

Rosalía dijo:

—¿Te gustaría ir a Egipto, mamá?

—¡Claro que si! —exclamó la señora Otterbourne—. Reconozco que no se nos ha tratado aquí muy caballerosamente; mi estancia en este país ha sido una advertencia para el futuro. Pero ya he dicho a todos lo que pienso de ellos. La gente de aquí es impertinente... demasiado impertinente.

La muchacha, suspirando, dijo:

—Este sitio es igual que cualquier otro. Tengo verdaderos deseos de salir de aquí.

—Y esta mañana —continuó la señora Otterbourne— el administrador del hotel ha llevado su impertinencia al extremo de decirme que había comprometido todas las habitaciones por anticipado y que me daba cuarenta y ocho horas de plazo para abandonar las que ocupamos.

—Eso quiere decir que hemos de buscar otro alojamiento.

—Nada de eso. Estoy dispuesta a defender mis derechos.

Rosalía murmuró:

—Creo que debíamos irnos a Egipto. No creo que haya gran diferencia.

—No creo que sea cuestión de vida o muerte —dijo la señora Otterbourne.

Pero en esto se equivocaba, porque se trataba precisamente de una cuestión de vida o muerte.

Capítulo II

—Ese es Hércules Poirot, el detective —dijo la señora Allerton.

Ella y su hijo se encontraban sentados en sendos sillones de mimbre, brillantemente pintados de escarlata, en el exterior del hotel de las Cataratas de Assuán.

Observaban a las figuras, que se alejaban, de dos personas. Una de ellas, bajita, vestida con un traje de seda cruda, correspondía a un hombre; la otra, alta y delgada, era una mujer.

Tim Allerton se levantó repentinamente.

—¿Qué diablos busca ese hombre aquí?

Su madre rió.

—Querido, pareces muy excitado. ¿Por qué les gustarán a los hombres tanto los crímenes? Yo odio las historias de detectives y no las leo nunca. Pero no creo que el señor Poirot esté aquí por ningún motivo especial. Ha ahorrado una respetable cantidad de dinero y se dedica a vivir. Eso es todo.

—Parece mostrar cierto interés por la muchacha más guapa de la localidad.

La señora Allerton reclinó la cabeza sobre un hombro, mientras observaba las espaldas del señor Poirot y de su compañera.

La muchacha que acompañaba al detective era cuatro dedos más alta que él. Andaba magníficamente, ni demasiado erguida, ni con paso perezoso.

La señora Allerton lanzó una mirada de soslayo a Tim, al tiempo que decía:

—Ella es preciosa, ¿no te parece?

—Es más que preciosa. Lástima que sea tan irascible y huraña.

—Ésa me parece la expresión justa, querido.

—Es un diablillo desagradable, me parece. Pero es bastante agraciada.

El objeto de estas críticas marchaba lentamente al lado de Poirot. Rosalía Otterbourne hacía girar su sombrilla cerrada y en su expresión se leía todo lo que Tim acababa de decir. Parecía a un tiempo huraña y colérica.

Volvieron a la izquierda al llegar a la puerta de la verja del hotel y se adentraron en la fría sombra de los jardines públicos.

Hércules Poirot hablaba alegremente; su expresión era de beatífico buen humor. Llevaba un traje de seda cruda, un sombrero panamá y un espantamoscas cubierto de adornos con mango de ámbar.

—...me encanta —decía—. Y también las rocas negras de Elefantina y el sol y los barquitos que cruzan el río. Sí, es maravilloso estar vivo y gozar de todo esto.

Rosalía respondió con sequedad:

—Debe de ser estupendo todo esto, pero a mí, Assuán sobre todo, me aburre. El hotelucho éste está medio vacío y casi todos sus ocupantes están muy cerca del siglo.

Se interrumpió, mordiéndose los labios.

Hércules Poirot guiñó los ojos.

—Eso es verdad, hija mía. Yo, por ejemplo, tengo ya un pie en la tumba.

—No pensaba en usted —dijo la muchacha—. Lo siento. He sido grosera.

—Nada de eso. Es natural que desee compañeros jóvenes de su misma edad. ¡Ah, aquí hay un joven, por lo menos!

—¿Ése que está siempre sentado con su madre? Me gusta ella; pero él parece sencillamente insoportable, ¡tan presumido!

Poirot sonrió.

—¿A mí me cree presumido, también?

—¡Oh, no!

A ella parecía interesarle poco todo aquello; pero Hércules Poirot lo consideraba bastante divertido. Observó el detective con plácida satisfacción:

—Mis amigos opinan que soy terriblemente presuntuoso.

—¿Ah. sí? —murmuro Rosalía vagamente—. Supongo que usted tiene motivos para serlo. Desgraciadamente, el crimen no me interesa en absoluto.

—Me complace mucho saber que no tiene usted ningún secreto culpable que ocultar.

Por el momento, la máscara burlona de su rostro se transformó, cuando ella lanzó a su interlocutor una rápida mirada interrogadora.

Poirot fingió no advertirlo y continuó:

—Su señora madre no estuvo presente en el almuerzo. Supongo que no estará indispuesta...

—Este sitio no le sienta muy bien —explicó Rosalía—. Me agradaría salir de aquí.

—Seremos buenos compañeros de viaje, ¿verdad? Vamos juntos a la excursión de Wadi Halfa y a la segunda catarata.

—Sí.

Salieron de la sombra del jardín y siguieron una senda estrecha y polvorienta que bordeaba el río. Cinco vendedores de collares de vidrio, dos de tarjetas postales, tres de escarabajos de yeso, un par de alquiladores de asnos y una cuadrilla de golfillos esperanzados se dirigieron hacia ellos, pregonando sus mercancías.

Hércules Poirot intentó vanamente deshacerse de aquella colmena humana. Rosalía se abrió paso entre ellos andando como si fuese una sonámbula.

—Lo mejor es hacerles creer que somos sordos y mudos —observó.

Entraron en la quinta tienda y Rosalía entregó varios rollos de películas... el único objeto del paseo. Luego salieron de aquel establecimiento y se encaminaron hacia la margen del río.

Uno de los vaporcitos que surcan el Nilo acababa de atracar. Poirot y Rosalía contemplaron con interés a los pasajeros.