P. D. James
Muerte En El Seminario
Death in Holy Orders, 2001
A Rosemary Goad,
amiga y editora durante cuarenta años
Nota de la autora
Al ambientar esta historia de crimen y misterio en un seminario de la Iglesia anglicana, no ha sido mi intención desalentar a los candidatos al sacerdocio anglicano ni sugerir, en absoluto, que los visitantes que acuden a esos lugares en busca de descanso y renovación espiritual corren el riesgo de encontrar una paz más permanente de lo previsto. En consecuencia, considero oportuno recalcar que Saint Anselm no está inspirado en un seminario real, ni pasado ni presente, y que sus excéntricos sacerdotes, estudiantes, empleados y visitantes son totalmente ficticios y sólo existen en la imaginación de la autora y sus lectores.
Estoy en deuda con varias personas que han tenido la gentileza de responder a mis preguntas; cualquier error, ya sea teológico o de cualquier otra índole, es responsabilidad mía. Estoy particularmente agradecida al difunto arzobispo Lord Runcie, al reverendo doctor Jeremy Sheehy, al reverendo doctor Peter Groves, a la doctora Ann Priston (oficial de la orden del Imperio británico) del Servicio de Medicina Forense y a mi secretaria, Joyce McLennan, que aportó a la creación de esta novela mucho más que sus habilidades informáticas.
P. D. James
Libro primero . La arena asesina
1
Fue idea del padre Martin que yo pusiera por escrito mi experiencia del hallazgo del cadáver.
– ¿Se refiere a algo así como si escribiera una carta para contárselo a una amiga? -pregunté.
– Quiero decir que lo escriba como si fuese ficción -contestó el padre Martin-, como si usted estuviera fuera de sí misma, observando lo que ocurrió, recordando lo que hizo y lo que sintió. Como si le hubiese sucedido a otra persona.
Le entendí, pero no sabía por dónde empezar.
– ¿Todo lo que sucedió, o únicamente mi paseo por la playa y el momento en que desenterré el cuerpo de Ronald?
– Cualquier cosa, todo lo que se le ocurra -respondió-. Si lo desea, escriba sobre el seminario y sobre su vida aquí. Creo que le resultará útil.
– ¿A usted le resultó útil, padre?
No sé por qué pronuncié esas palabras; sencillamente me pasaron por la cabeza y las dejé salir. Era una tontería, tal vez una impertinencia, y sin embargo a él no pareció molestarle.
– No, a mí no me ayudó -dijo después de unos segundos-, pero aquello ocurrió hace mucho tiempo. Creo que su caso podría ser diferente.
Supongo que pensaba en la guerra y en su época como prisionero de los japoneses, en sus pavorosas experiencias en el campo de concentración. Él nunca me habla de la guerra, aunque ¿por qué iba a hacerlo? De todos modos, creo que no toca el tema con nadie, ni siquiera con los demás sacerdotes.
Mantuvimos esta conversación hace dos días, mientras caminábamos por el claustro después de las vísperas. Desde que Charlie murió, he dejado de asistir a misa, pero sigo yendo al oficio vespertino. De hecho, lo hago por cortesía. No me parece apropiado trabajar en el seminario, recibir dinero y toda clase de gentilezas y no hacer acto de presencia en ninguna de las ceremonias de la iglesia. Aunque quizás esté siendo demasiado escrupulosa. El señor Gregory, que da algunas clases de griego y vive en una de las casas anexas, como yo, no pisa la iglesia a menos que toquen música que desee escuchar. Nadie me ha presionado para que acuda; ni siquiera me han preguntado por qué dejé de ir a misa. Pero lo han notado, naturalmente; ellos se fijan en todo.
Cuando volví a casa medité sobre la sugerencia del padre Martin y me pregunté si era una buena idea. Nunca he tenido dificultades para escribir. En la escuela se me daban bien las redacciones y la señorita Allison, la profesora de lengua y literatura, pensaba que tenía madera de escritora. No obstante, yo sabía que estaba equivocada. Me falta imaginación, al menos de la clase que un novelista necesita. Soy incapaz de inventar cosas. Sólo puedo escribir sobre lo que veo, lo que hago y lo que sé, y a veces sobre lo que siento, aunque esto último no me resulta fácil. En cualquier caso, siempre quise ser enfermera, incluso en mi infancia. Ahora, jubilada y con sesenta y cuatro años, sigo ejerciendo aquí, en Saint Anselm. Trato dolencias menores y me ocupo de la ropa blanca. Es un trabajo sencillo, pero tengo el corazón débil y me considero afortunada por continuar trabajando. En el seminario me facilitan las cosas al máximo. Incluso me han proporcionado un carrito para que no cargue con los pesados líos de sábanas. Debería haber contado todo esto antes. Ni siquiera he escrito mi nombre: me llamo Munroe, Margaret Munroe.
Entiendo por qué el padre Martin me aconsejó que empezara a escribir otra vez. Sabe que solía escribirle una larga carta a Charlie todas las semanas. Creo que es la única persona que lo sabe, con la excepción de Ruby Pilbeam. Cada semana me sentaba y pasaba revista a lo ocurrido desde la última carta, cosas pequeñas e intrascendentes que no le parecerían intrascendentes a Charlie: lo que comía, algún chiste que oía por ahí, anécdotas sobre los estudiantes y descripciones del tiempo. Nadie diría que hay mucho que contar en un sitio tranquilo como éste, situado en lo alto de un acantilado y alejado de todo, pero resulta sorprendente la cantidad de temas que encontraba. Y me consta que a Charlie le encantaban mis cartas. «Sigue escribiendo, mamá», me decía cuando regresaba a casa de permiso. Y yo lo hacía.
Después de que lo mataran, el ejército me devolvió sus efectos personales, entre los que se encontraban mis cartas. No estaban todas -no habría podido conservarlas-, pero había guardado las más largas. Las llevé al descampado e hice una hoguera con ellas. Era un día ventoso, como tantos otros en esta costa oriental, de manera que las llamas, avivadas, chisporroteaban y cambiaban de dirección a merced del viento. Los chamuscados trozos de papel volaron y se arremolinaron alrededor de mi rostro como polillas negras, y el humo me irritó la nariz. Me extrañó, pues no era más que un pequeño fuego. Lo que intento explicar es por qué el padre Martin sugirió que escribiese esta historia. Pensó que escribir algo -lo que fuese- me ayudaría a volver a la vida. Es un buen hombre, quizás incluso un santo, pero hay muchas cosas que escapan a su entendimiento.
Me produce una sensación rara escribir este relato sin saber quién, si acaso alguien, lo leerá algún día. Tampoco sé si lo estoy redactando para mí o para un lector imaginario a quien todo lo relativo a Saint Anselm le resultaría novedoso o desconocido. De manera que tal vez debería hablar sobre el seminario; ambientar la escena, como quien dice. Lo fundó en 1861 una mujer piadosa llamada Agnes Arbuthnot, que quería asegurarse de que siempre hubiera «jóvenes devotos e instruidos ordenados en la Iglesia anglicana». He puesto comillas porque ésas fueron sus palabras textuales. Lo sé porque en la iglesia hay un folleto con la historia de la señorita Arbuthnot. Ella donó los edificios, la tierra, prácticamente todos los muebles y el dinero suficiente -o eso creyó- para mantener la escuela por un tiempo indefinido. Sin embargo, el dinero nunca es suficiente, y ahora Saint Anselm está financiado principalmente por la Iglesia. El padre Sebastian y el padre Martin temen que cierren el seminario. Nunca hablan sin reservas de ese temor, y mucho menos con el personal, pero todos lo sabemos. En una comunidad pequeña y aislada como la de Saint Anselm, las noticias y los chismorreos vuelan como si el viento los transportase en silencio.
Además de donar la casa, la señorita Arbuthnot mandó construir los claustros norte y sur en la parte trasera con el fin de alojar a los estudiantes, además de una serie de habitaciones de huéspedes que comunican el claustro sur con la iglesia. También construyó cuatro casas para el personal a unos cien metros del seminario, situadas en semicírculo alrededor de un descampado. Les puso los nombres de los cuatro evangelistas. Yo ocupo la que está más al sur, San Mateo. Ruby Pilbeam, la cocinera y ama de llaves, y su marido, el encargado de mantenimiento, viven en San Marcos. El señor Gregory está en San Lucas, y en la casa del norte, San Juan, vive Eric Surtees, el ayudante del señor Pilbeam. Eric cría cerdos, aunque más como pasatiempo que para proveer de carne al seminario. Sólo estamos nosotros cuatro y unas asistentas de Reydon y Lowestoft que ayudan con la limpieza, pero como nunca hay más de veinte seminaristas y cuatro sacerdotes residentes, nos las arreglamos. No sería fácil encontrar sustituto para ninguno de nosotros. Este ventoso territorio sin pueblo, bares ni tiendas resulta demasiado aislado para la mayoría de la gente. Aunque a mí me gusta, a veces hasta yo lo encuentro temible y un poco siniestro. Cada año, el mar erosiona un poco más las arenosas paredes de los acantilados, y a veces, cuando contemplo el mar desde el borde del precipicio, imagino que una enorme ola se alza blanca y refulgente, y avanza hacia la orilla para romper contra las torres, la iglesia y las casas, arrastrándonos a todos. El viejo pueblo de Ballard’s Mere lleva siglos sumergido en el mar, y algunos dicen que en las noches ventosas se oye el repique ahogado de las campanas de las torres sepultadas. Lo que el mar no se llevó consigo lo destruyó un gran incendio en 1695. De la vieja aldea no queda ya nada, salvo la iglesia medieval que la señorita Arbuthnot mandó restaurar como parte del seminario y las dos precarias columnas de ladrillo de la fachada, el único vestigio de la casa solariega isabelina que allí se alzaba.