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– Me parece que están en el aula de la primera planta -respondió Kate-. El padre Sebastian está impartiendo una clase de Teología.

– Eso los mantendrá ocupados y fuera de nuestro camino. Señor Clark, usted y sus hombres peinen el campo y la playa. Con la tormenta que se desató, dudo que a Caín se le ocurriese tirar la capa al mar, pero en los alrededores hay muchos escondites posibles. Kate y yo nos encargaremos de registrar el seminario.

El grupo se dispersó: los técnicos se dirigieron al mar, y Piers y Robbins a la casa San Juan. Dalgliesh y Kate entraron por el cancel de la verja de hierro. Aunque el claustro norte estaba despejado, la meticulosa batida de los técnicos no había revelado cosa alguna de interés, salvo la ramita con hojas todavía frescas que habían encontrado en la habitación de Raphael.

Dalgliesh abrió la puerta del guardarropa. El aire estaba viciado. Las cinco capas con capucha que colgaban de los ganchos presentaban un triste aire decrépito, como si llevasen décadas allí. Dalgliesh se puso unos guantes y examinó todas las capuchas. Las etiquetas de los nombres estaban en su sitio: Morby, Arbuthnot, Buckhurst, Bloxham, McCauley. Pasaron a la lavandería. Junto al marco inferior de las dos ventanas había una mesa de fórmica y, debajo de ésta, cuatro cubos de plástico para la ropa sucia. A la izquierda vieron un profundo fregadero de porcelana con un escurridero de madera en cada extremo y una secadora. Las cuatro lavadoras industriales estaban pegadas a la pared derecha, y todas tenían la puerta cerrada.

Kate se quedó junto a la puerta mientras Dalgliesh abría las primeras tres portezuelas. Cuando se inclinó ante la cuarta, la joven notó que se ponía rígido y corrió a su lado. Detrás del grueso cristal se distinguían los pliegues borrosos pero identificables de una prenda de lana marrón. Habían encontrado la capa.

Encima de la lavadora había una tarjeta blanca. Kate la tomó y se la pasó en silencio a Dalgliesh. En letras negras y regulares rezaba: «Este vehículo no debe estar aparcado en el patio principal. Por favor, llévelo a la parte trasera de la casa. P. G.»

– El padre Peregrine -observó Dalgliesh-. Y por lo visto apagó la lavadora mientras estaba en marcha. Sólo hay unos ocho centímetros de agua.

– ¿Está manchada de sangre? -inquirió Kate, agachándose para ver mejor.

– Es difícil asegurarlo -respondió Dalgliesh-. De cualquier modo, en el laboratorio no necesitarán mucha sangre para realizar una identificación. Telefonee a Piers y a los técnicos, por favor, Kate. Que interrumpan la búsqueda. Quiero que desmonten esta puerta y envíen el agua y la capa al laboratorio. Luego necesitaré muestras de pelo de todo el mundo. Bendito sea el padre Peregrine. Si una máquina de este tamaño hubiera completado el ciclo de lavado, dudo que ahora nos fuese posible encontrar algo útil, como sangre, pelos o fibras.

– Caín corrió un riesgo extraordinario -observó Kate-. Fue una locura que volviese y una locura más grande aún que pusiera en marcha la lavadora. Si no dimos antes con la capa fue por casualidad.

– A él no le preocupaba que la encontrásemos. Quizás hasta lo deseara. Lo único importante para Caín era que no pudiésemos vincularla con él.

– Pero debía de saber que se arriesgaba a que el padre Peregrine se despertara y apagase la lavadora.

– No, no lo sabía, Kate. Era una de las personas que nunca usaba la lavadora. ¿Recuerda el diario de la señora Munroe? A George Gregory le lava la ropa Ruby Pilbeam.

El padre Peregrine, sentado a su escritorio, en el extremo oeste de la biblioteca, estaba casi oculto tras una pila de libros. No había nadie más allí.

– Dígame, padre, ¿usted apagó una de las lavadoras la noche del crimen? -le preguntó Dalgliesh.

El padre Peregrine levantó la cabeza y pareció tardar unos segundos en reconocer a los visitantes.

– Lo siento -dijo-. Es el comisario Dalgliesh, desde luego. ¿De qué estamos hablando?

– De la noche del sábado pasado. La del asesinato del archidiácono Crampton. Le preguntaba si entró en la lavandería y apagó una de las lavadoras.

– ¿Lo hice?

Dalgliesh le entregó la tarjeta.

– Doy por sentado que escribió esto. Tiene su letra y sus iniciales.

– Sí, es mi letra, no cabe duda. Vaya, parece que me equivoqué de tarjeta.

– ¿Qué decía la otra, padre?

– Que los seminaristas no debían usar las lavadoras después de las completas. Me acuesto temprano y tengo el sueño ligero. Esas máquinas son antiguas y hacen un ruido insoportable cuando se ponen en marcha. Tengo entendido que el problema radica en la instalación del agua más que en las lavadoras, pero la causa es irrelevante. Los estudiantes están obligados a guardar silencio después de las completas. No es una hora indicada para hacer la colada.

– ¿Y usted oyó la lavadora, padre? ¿Dejó esta nota encima?

– Debo de haberlo hecho, pero supongo que estaba medio dormido y lo olvidé.

– ¿Cómo es posible que estuviese medio dormido, padre? -inquirió Piers-. Estaba lo bastante despierto para buscar papel y bolígrafo y escribir la nota.

– Ya se lo he explicado, inspector. Ésa es la nota equivocada. Guardo varias ya escritas. Si quieren verlas, están en mi habitación.

Lo siguieron por la puerta que conducía a una especie de celda. Allí, encima de una estantería abarrotada de libros, había una caja de cartón con media docena de tarjetas. Dalgliesh les echó un vistazo. «Este escritorio es exclusivamente para mi uso personal. Los estudiantes no deben dejar sus libros aquí.» «Tengan la bondad de colocar los libros en el orden correcto cuando los devuelvan a las estanterías.» «Las lavadoras no deben usarse después de las completas. En el futuro, cualquier máquina que esté funcionando después de las diez será desconectada.» «Este tablón de anuncios es para notas oficiales; no para que los estudiantes intercambien trivialidades.» Todas llevaban las iniciales P. G.

– Me temo que estaba medio dormido y escogí la tarjeta equivocada -repitió el padre Peregrine.

– Es obvio que oyó la lavadora en algún momento de la noche y se levantó para apagarla -dijo Dalgliesh-. ¿No reparó en la importancia de este hecho cuando la inspectora Miskin lo interrogó?

– Esa jovencita me preguntó si había oído a alguien entrar o salir del edificio, o si yo mismo había salido. Recuerdo perfectamente sus palabras. Me pidió que fuera preciso en mis respuestas. Y lo fui: dije que no. Nadie mencionó las lavadoras.

– Las puertas de todas las lavadoras estaban cerradas -continuó Dalgliesh-. Sin duda lo normal es que queden abiertas cuando no hay ropa dentro. ¿Las cerró usted, padre?

– No lo recuerdo, pero debí de hacerlo -respondió el padre Peregrine con suficiencia-. Sería lo natural. Me gusta el orden, ¿sabe? Detesto verlas abiertas. No hay ninguna razón para que queden así.

El padre Peregrine parecía estar pensando en el trabajo que se traía entre manos. Regresó a la biblioteca, seguido por Dalgliesh y Kate, y se sentó al escritorio como si la entrevista hubiese terminado.

– Padre Peregrine -dijo Dalgliesh en el tono más firme de que fue capaz-, ¿tiene usted el menor interés en ayudarme a atrapar al asesino?

Sin dejarse amilanar por el policía de un metro noventa que se alzaba sobre él, el sacerdote se tomó la pregunta como una solicitud más que como una acusación.

– Hay que atrapar a los asesinos, desde luego, pero no creo estar capacitado para ayudarlo, comisario. Carezco de experiencia en la investigación policial. Tal vez debería recurrir al padre Sebastian o al padre John. Los dos han leído muchas novelas policíacas, así que con seguridad poseen cierta perspicacia para estos asuntos. En una ocasión el padre Sebastian me prestó una de esas novelas; de un tal Hammond Innes, si mal no recuerdo. Me temo que era demasiado complicada para mí.