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Atónito, Piers puso los ojos en blanco y dio la espalda a esa ridícula escena. El padre Peregrine fijó la vista en el libro, sin embargo de repente dio muestras de animarse y la alzó de nuevo.

– Sólo una idea: el asesino debía de querer huir lo antes posible después de cometer el crimen. Me imagino que tendría un coche preparado junto a la verja oeste. Eso sí que me suena familiar. Me cuesta creer, comisario, que considerase que era un buen momento para hacer la colada. La lavadora es una pista falsa. -Piers se alejó unos pasos del escritorio, como si no aguantara más-. Igual que mi nota, me temo -añadió el padre Peregrine.

– ¿Y usted no vio ni oyó nada cuando salió de su habitación? -quiso saber Dalgliesh.

– Como ya le he dicho, comisario, no recuerdo haber salido de mi habitación. Sin embargo, mi nota y el hecho de que la lavadora estuviese apagada parecen pruebas irrefutables de que lo hice. Si alguien hubiese entrado en mi habitación para robar la nota, lo habría oído, estoy seguro. Lamento no serle de gran ayuda.

Volvió a concentrar su atención en los libros, y Dalgliesh y Piers lo dejaron con su trabajo.

– No puedo creerlo -soltó Piers una vez fuera de la biblioteca-. Ese hombre está loco. ¿Y se supone que es competente para dar clases de posgrado?

– Por lo que sé, es un profesor brillante -repuso Dalgliesh-. Y su historia me parece verosímiclass="underline" se despierta, oye un ruido que detesta, se levanta medio dormido y recoge sin querer la nota equivocada. Luego regresa y se mete en la cama. El problema es que ni siquiera es capaz de concebir la idea de que el asesino sea alguien de Saint Anselm. No admite esa opción. Es lo mismo que pasó con el padre John y la capa marrón. Ninguno de los dos pretende obstaculizar nuestro trabajo ni mostrarse poco servicial. Ellos no piensan como policías, y nuestras preguntas se les antojan poco pertinentes. Se niegan a aceptar la posibilidad de que alguien de Saint Anselm haya perpetrado el crimen.

– Pues entonces se van a llevar una buena sorpresa -señaló Piers-. ¿Y el padre Sebastian y el padre Martin?

– Ellos han visto el cadáver, Piers. Saben dónde y cómo ocurrió. La incógnita es: ¿saben quién lo hizo?

13

Ya habían sacado la empapada capa de la lavadora y la habían puesto en una bolsa de plástico. El agua, de un rosado tan claro que parecía más imaginado que real, se había trasvasado con sifón a unas botellas etiquetadas. Dos ayudantes de Clark estaban espolvoreando la lavadora para buscar huellas. A juicio de Dalgliesh, se trataba de un esfuerzo inútil. Gregory había usado guantes en la iglesia y difícilmente se los habría quitado antes de regresar a su casa. Aun así, había que hacerlo; la defensa aprovecharía cualquier oportunidad para cuestionar la eficacia de la investigación.

– Esto confirma que Gregory es el principal sospechoso -dijo Dalgliesh-, aunque ya lo era desde el momento en que nos enteramos de su boda con Clara Arbuthnot. A propósito, ¿dónde está? ¿Lo sabemos?

– Esta mañana se ha ido en coche a Norwich -respondió Kate-. Ha avisado a la señora Pilbeam que regresaría a media tarde. Ella le limpia la casa y ha estado allí esta mañana.

– Lo interrogaremos en cuanto vuelva, y esta vez usaremos una grabadora. Hay dos puntos importantes: no debe enterarse de que la capa de Treeves quedó en el seminario ni de que Peregrine apagó la lavadora. Hable de nuevo con los padres John y Peregrine, ¿quiere, Piers? Ándese con tacto. Asegúrese de que el padre Peregrine entiende lo que le dice.

Cuando Piers hubo salido, Kate preguntó:

– ¿Y si le pedimos al rector que informe a los estudiantes de que el claustro norte ya está abierto y se les permite usar la lavandería? Entonces podríamos montar guardia por si Gregory viene a buscar la capa. Querrá saber si la hemos encontrado.

– Muy ingenioso, Kate, pero no probaría nada. No caerá en esa trampa. Si decide venir, traerá ropa sucia consigo. Además, ¿por qué iba a venir? Confiaba en que la capa apareciera; así tendríamos una prueba más de que el asesino es alguien del seminario. Lo único que le preocupa es que no lleguemos a demostrar que él utilizó esa prenda en la noche del asesinato. En otras circunstancias no habría corrido un gran riesgo. Fue una desgracia para él que Surtees entrase en la iglesia. Sin su testimonio no dispondríamos de ninguna prueba de que el asesino llevaba una capa. También tuvo la mala suerte de que apagasen la lavadora. Si el lavado se hubiera completado, con toda seguridad habría desaparecido cualquier posible prueba contra él.

– Todavía puede alegar que Treeves le había dejado la capa en alguna ocasión -observó Kate.

– Sería poco verosímil, ¿no? Treeves era un joven muy cuidadoso con sus efectos personales. ¿Por qué iba a prestar su capa? A pesar de todo, tiene razón; ésa podría ser una estrategia de la defensa.

Piers regresó en ese momento.

– El padre John estaba en la biblioteca con el padre Peregrine -dijo-. Creo que los dos han captado el mensaje. No obstante, será mejor que esperemos a Gregory y lo interceptemos en cuanto vuelva.

– ¿Y si exige un abogado? -preguntó Kate.

– Entonces tendremos que esperar a que consiga uno -respondió Dalgliesh.

Sin embargo, Gregory no pidió un abogado. Media hora después se sentó ante la mesa de la sala de interrogatorios con apariencia de total tranquilidad.

– Conozco mis derechos y sé hasta dónde llegan las atribuciones de la policía, de manera que de momento no gastaré dinero en un abogado. No podría permitirme uno bueno, y los que están a mi alcance no resultarían muy útiles. Mi procurador es perfectamente competente para redactar un testamento, pero se convertiría en un irritante estorbo en esta situación. Yo no maté a Crampton. Además de que me repugna la violencia, no tenía motivos para desear su muerte.

Dalgliesh había decidido dejar el interrogatorio en manos de Kate y de Piers. Ambos se sentaron enfrente de Gregory mientras el comisario se alejaba hacia la ventana que daba al este. Un curioso escenario para un interrogatorio policial, pensó. La estancia, austeramente amueblada con una mesa cuadrada, cuatro sillas y dos sillones, estaba tal como la habían encontrado al llegar, salvo por una bombilla más potente en la única lámpara que colgaba sobre la mesa. Sólo había señales de los nuevos ocupantes en la cocina, con su colección de tazas y el tenue aroma a bocadillos y café, y en la sala contigua, más acogedora, donde la señora Pilbeam había puesto un jarrón con flores. Dalgliesh se preguntó qué impresión se llevaría un observador casual de aquella escena, de ese espacio desnudo y funcional, de los tres hombres y la mujer ostensiblemente enfrascados en sus asuntos. Aquello no podía ser más que un interrogatorio o una conspiración, y el rítmico rumor del mar acentuaba la atmósfera de clandestinidad e inquietud.

Kate encendió la grabadora y cumplieron con las formalidades preliminares. Gregory dijo su nombre y dirección, y los tres policías, sus nombres y sus rangos.

Fue Piers quien comenzó el interrogatorio.

– El archidiácono Crampton fue asesinado el sábado alrededor de la medianoche. ¿Dónde estaba usted esa noche después de las diez?

– Ya se lo dije la primera vez que me interrogaron. Me encontraba en mi casa, escuchando a Wagner. No salí de allí hasta que me llamaron por teléfono para que acudiese a una reunión en la biblioteca, convocada por el padre Sebastian.

– Hay pruebas de que alguien entró en la habitación de Raphael Arbuthnot esa noche. ¿Fue usted?

– ¿Cómo iba a ser yo? Acabo de decirle que no salí de mi casa.

– El 27 de abril de 1988 usted se casó con Clara Arbuthnot y nos ha asegurado que Raphael es su hijo. ¿Sabía en ese momento que la ceremonia lo convertiría en hijo legítimo y en el heredero de Saint Anselm?