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Se produjo una breve pausa. «No tiene idea de cómo averiguamos lo de la boda -pensó Dalgliesh-. Ignora cuánto sabemos al respecto.»

– En ese momento no lo sabía -contestó Gregory-. Más adelante, no recuerdo la fecha exacta, descubrí que la ley de 1976 había legitimado a mi hijo.

– ¿Conocía las disposiciones del testamento de la señorita Agnes Arbuthnot cuando se celebró el matrimonio?

Esta vez no hubo titubeos. Dalgliesh estaba convencido de que Gregory había averiguado los términos del testamento, probablemente mediante gestiones en Londres. Por desgracia, era probable que no las hubiese realizado con su nombre verdadero, así que resultaría difícil encontrar pruebas de ello.

– No, no lo sabía -aseveró Gregory.

– ¿Y su esposa no se lo contó antes o después de la boda?

Otra pequeña vacilación y un destello en los ojos. Por fin decidió arriesgarse.

– No, no me lo contó. Estaba más preocupada por salvar su alma que por la situación económica de nuestro hijo. Y si con estas preguntas ingenuas pretenden insinuar que yo tenía un móvil, ¿me permiten que les recuerde que también lo tenían los cuatro sacerdotes del seminario?

– Creí que había negado todo conocimiento de los términos del testamento -interrumpió Piers.

– No me refería a beneficios económicos. Estaba pensando en el ostensible desprecio que sentían por el archidiácono prácticamente todos los residentes del seminario. Y si creen que maté al archidiácono para asegurarle la herencia a mi hijo, debo recordarles que están a punto de cerrar Saint Anselm. Todos sabíamos que nuestros días aquí estaban contados.

– El cierre era inevitable -replicó Kate-, pero no inminente. El padre Sebastian habría podido negociar y mantener el seminario abierto durante un par de años más, los suficientes para que su hijo terminara sus estudios y se ordenase sacerdote. ¿Era eso lo que usted quería?

– Habría preferido que escogiese otra carrera, pero tengo entendido que ése es uno de los pequeños inconvenientes de la paternidad. Los hijos rara vez toman decisiones sensatas. Puesto que yo no me he ocupado de Raphael en veinticinco años, difícilmente cabía esperar que tomase en consideración mis opiniones sobre cómo debe llevar su vida.

– Hoy nos hemos enterado de que es muy posible que el asesino del archidiácono llevara una capa marrón de seminarista. Hemos encontrado una en una de las lavadoras de Saint Anselm. ¿La puso usted allí?

– No, no lo hice ni sé quién lo hizo.

– También sabemos que alguien, probablemente un hombre, telefoneó a la señora Crampton a las nueve y veintiocho minutos de la noche del asesinato, fingiendo ser un empleado de las oficinas de la diócesis y pidiendo el número del móvil del archidiácono. ¿Efectuó usted esa llamada?

Gregory reprimió una sonrisa.

– Este interrogatorio resulta sorprendentemente simple para una brigada que, si no me equivoco, es una de las más prestigiosas de Scotland Yard. No, no efectué esa llamada ni sé quién la hizo.

– Fue a la hora en que los sacerdotes y los cuatro seminaristas debían estar en la iglesia para las completas. ¿Dónde estaba usted entonces?

– En mi casa, corrigiendo monografías. Y no fui el único hombre que no asistió a las completas. Yarwood, Stannard, Surtees y Pilbeam también se resistieron a la tentación de oír predicar al archidiácono, al igual que las tres mujeres. ¿Están seguros de que fue un hombre quien realizó la llamada?

– El asesinato del archidiácono no es la tragedia que ha puesto en peligro el futuro de Saint Anselm -intervino Kate-. La muerte de Ronald Treeves también perjudica al seminario. Él estuvo con usted un viernes por la tarde y murió al día siguiente. ¿Qué ocurrió ese viernes?

Gregory la miró con fijeza. Adoptó una expresión de desprecio tan cruda y ostensible como si hubiera escupido. Kate, ruborizada, continuó:

– Ronald había sufrido un rechazo y una traición. Fue a verle en busca de consuelo y consejo, y usted lo echó, ¿no es verdad?

– Acudió a mí para recibir una clase sobre el griego del Nuevo Testamento, y se la impartí. Es cierto que duró menos de lo normal, pero eso lo decidió él. Por lo visto ustedes están al tanto del robo de la hostia consagrada. Le aconsejé que se confesase con el padre Sebastian. Era el único consejo posible, y usted también se lo habría dado. Me preguntó si eso supondría su expulsión y yo le contesté que seguramente sí, habida cuenta de la peculiar visión de la realidad del padre Sebastian. Quería que lo tranquilizara, pero no estaba en mi mano hacerlo. Más valía que se arriesgase a la expulsión que a caer en las manos de una chantajista. Era hijo de un hombre rico; podría haberse pasado el resto de su vida manteniendo a esa mujer.

– ¿Tiene alguna razón para pensar que Karen Surtees es una chantajista? ¿La conoce bien?

– Lo suficiente para saber que es una joven ambiciosa y sin escrúpulos. El secreto de Ronald nunca hubiera estado seguro.

– De manera que el muchacho se marchó y se quitó la vida -afirmó Kate.

– Por desgracia, sí. Es algo que yo no era capaz ni de prever ni de evitar.

– Hubo una segunda muerte -intervino Piers-. Tenemos pruebas de que la señora Munroe había descubierto que usted era el padre de Raphael. ¿Puso ella esta información en su conocimiento?

Se hizo otro silencio. Gregory había posado las manos sobre la mesa y concentró su mirada en ellas. Aunque no alcanzaba a verle la cara, Dalgliesh supo que el hombre había llegado a un punto decisivo. Una vez más reflexionaba acerca de cuánto sabía la policía y con qué grado de certeza. ¿Margaret Munroe había hablado con alguien más? ¿Habría dejado una nota?

Aunque la pausa duró menos de seis segundos, pareció más larga.

– Sí, fue a verme -respondió-. Había hecho algunas averiguaciones, no explicó cuáles, y confirmado sus sospechas. Aparentemente le preocupaban dos cosas. La primera era que yo estuviese engañando al padre Sebastian y trabajando aquí de manera fraudulenta. La segunda y más importante, que Raphael tenía que saber la verdad. Nada de esto era asunto suyo, pero estimé conveniente explicarle por qué no me había casado con la madre de Raphael cuando ésta se quedó embarazada y por qué luego había cambiado de idea. Le dije que me proponía hablar con mi hijo cuando creyera que la noticia no iba a afectarle. Quería escoger el momento yo mismo. Ella me exigió que le prometiera que lo haría antes del final del trimestre. Después de esa promesa, que no tenía derecho a arrancarme, se comprometió a guardar el secreto.

– Y esa noche murió -señaló Dalgliesh.

– De un ataque al corazón. Si la impresión del descubrimiento y el esfuerzo que le supuso plantarme cara la mataron, lo lamento. No pueden responsabilizarme de todas las muertes acaecidas en Saint Anselm. Lo único que falta es que me acusen de empujar a Agatha Betterton por la escalera del sótano.

– ¿Lo hizo? -preguntó Kate.

Esta vez fue lo bastante astuto para disimular su desdén.

– Creí que estaban investigando el asesinato del archidiácono Crampton, no intentando convertirme en un asesino en serie. ¿No deberíamos concentrarnos en la única muerte que fue sin duda alguna un asesinato?

En ese punto terció Dalgliesh:

– Necesitaremos muestras de cabello de todas las personas que estaban en el seminario el sábado por la noche. Supongo que no opondrá reparos, ¿verdad?

– No si la vejación se hace extensiva a todos los demás sospechosos. No es un procedimiento que requiera anestesia general.

De nada servía prolongar el interrogatorio. Cumplidos los formulismos para terminar una entrevista, Kate apagó la grabadora.

– Si quieren pelos, será mejor que vayan a buscarlos de inmediato -dijo Gregory-. Me propongo empezar a trabajar y preferiría que no me interrumpieran.