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Dicho esto, se perdió en la oscuridad.

– Que tomen las muestras de cabello esta misma noche -ordenó Dalgliesh-. Luego viajaré a Londres. Quiero estar en el laboratorio cuando examinen la capa. Si le conceden prioridad, recibiremos los resultados dentro de un par de días. Ustedes dos y Robbins se quedarán aquí. Pediré permiso al padre Sebastian para que ocupen esta casa. Si no hay camas libres, seguramente les enviará sacos de dormir o colchones. Gregory ha de permanecer vigilado las veinticuatro horas del día.

– ¿Y si no sacamos nada en limpio de la capa? -quiso saber Kate-. Los demás indicios son circunstanciales. Si no conseguimos una prueba forense, no podremos llevarlo a juicio.

Se había limitado a constatar lo evidente, por lo que ni Piers ni Dalgliesh respondieron.

14

Envida de su hermana, el padre John sólo aparecía en el comedor a la hora de la cena, donde se esperaba que todos estuvieran presentes para lo que el padre Sebastian a todas luces consideraba una unificadora celebración de la vida comunitaria. No obstante, ese martes entró de improviso en la sala a la hora del té. La última muerte no había suscitado una reunión ceremonial de todos los miembros del seminario; el padre Sebastian había comunicado la noticia discretamente y por separado a cada uno de los sacerdotes y estudiantes. Los cuatro seminaristas ya habían expresado sus condolencias al padre John y ahora demostraban su apoyo llenándole la taza y sirviéndole en rápida sucesión bocadillos, bollos y trozos de pastel. Sentado cerca de la puerta, ese hombrecillo callado y desmejorado respondía siempre con amabilidad y de vez en cuando esbozaba una sonrisa. Después de la merienda Emma le sugirió que era hora de revisar el armario de la señorita Betterton, así que subieron al apartamento juntos.

Emma le había pedido a la señora Pilbeam dos bolsas de plástico grandes, una para objetos que donarían a la beneficencia y otra para la ropa que iría a parar a la basura. Sin embargo, las grandes bolsas negras que le facilitaron ofrecían un aspecto tan inquietantemente inapropiado para cualquier cosa que no fuese basura que decidió hacer una clasificación preliminar del contenido del armario y luego empaquetar y retirar las prendas cuando el padre John no estuviera presente.

Lo dejó sentado en el salón, junto a las azules llamas de la estufa de gas, y entró en el dormitorio de la señorita Betterton. La lámpara que colgaba del centro del techo, con su anticuada y polvorienta pantalla, irradiaba una luz insuficiente, pero en la mesilla de noche, junto a la cama con respaldo de hierro, había un flexo con una bombilla más potente, y cuando lo dirigió al centro de la habitación veía lo bastante para empezar con su tarea. A la derecha de la cama había una silla y una cómoda de frente curvo. Un gigantesco armario de caoba, decorado con volutas talladas, ocupaba el espacio comprendido entre las dos ventanas. Emma abrió la puerta y percibió un olor a humedad combinado con aromas a tweed, espliego y naftalina.

La tarea de clasificar y desechar fue menos terrible de lo que había previsto. La señorita Betterton había comprado poca ropa en su solitaria vida, y resultaba difícil creer que hubiese adquirido algo nuevo en los últimos diez años. Emma sacó un pesado abrigo de piel de almizclero, lleno de zonas raídas; dos trajes de tweed que, a juzgar por las chaquetas entalladas y con gruesas hombreras, debían de haberse usado por última vez en la década de los treinta; una variada colección de rebecas y faldas largas de tweed, y varios vestidos de terciopelo y seda, de excelente calidad pero tan arcaicos que costaba imaginar que una mujer moderna se los pusiera con otro fin que el de disfrazarse. La cómoda contenía pañuelos y ropa interior: bragas limpias pero oscurecidas por el uso, camisetas de manga larga y gruesas medias plegadas en forma de ovillos. Pocas de estas cosas serían bien recibidas en una tienda benéfica.

Emma experimentó una súbita repugnancia y una profunda compasión por la señorita Betterton al pensar que el inspector Tarrant y sus colegas habían estado hurgando entre esos tristes vestigios de una vida. ¿Qué esperaban encontrar? ¿Una carta, un diario, una confesión? Los miembros de las congregaciones medievales, expuestos un domingo tras otro a las terribles imágenes de El juicio final, rezaban para que se les librase de una muerte súbita, pues temían llegar junto al Creador sin haberse confesado previamente. En la actualidad era más probable que un moribundo recordase con pesar el desorden de su escritorio, sus aspiraciones frustradas o unas cartas embarazosas.

En el último cajón descubrió algo inesperado. Cuidadosamente envuelta en papel marrón, había una chaqueta del Cuerpo de Voluntarios con alas estampadas encima del bolsillo izquierdo, dos insignias circulares en las mangas y la cinta de una posible medalla al valor. Junto a ella había una gorra aplastada. Tras apartar el abrigo de piel, depositó ambas cosas sobre la cama y las contempló durante unos segundos con mudo asombro.

Encontró las joyas en el cajón superior izquierdo de la cómoda, en el interior de una pequeña caja forrada en piel. No había gran cosa; los broches de camafeo, las pesadas cadenas de oro y los largos collares de perlas parecían reliquias familiares. Era difícil calcular su valor, aunque algunas piedras parecían auténticas, y Emma se preguntó cuál sería la mejor manera de cumplir con la petición del padre John. Tal vez, debería llevar todas las alhajas a Cambridge a que las tasara un joyero de la ciudad. Entretanto, su responsabilidad consistía en ponerlas a buen recaudo.

La caja tenía un fondo falso, y al levantarlo encontró un pequeño sobre amarilleado por el tiempo. Lo abrió y extrajo un anillo. Era de oro, con piedras pequeñas y elegantemente engarzadas: un rubí central rodeado de diamantes. Movida por un impulso, se lo puso en el anular de la mano izquierda y entonces se percató de que se trataba de un anillo de compromiso. Si la señorita Betterton lo había recibido de manos del aviador, éste debía de haber muerto, ¿de qué otra forma iba a llegar el uniforme a su poder? De repente vio la vivida imagen de un avión, un Spitfire o un Hurricane, que perdía el control y trazaba una larga estela de fuego en el cielo antes de caer en las aguas del canal. ¿O habría sido el piloto de un bombardero y tras ser derribado por el enemigo se había reunido con sus víctimas? ¿Agatha Betterton y él habían sido amantes?

Se preguntó por qué costaba tanto creer que los viejos habían sido jóvenes, que habían rebosado toda la fuerza y la belleza animal de la juventud, que habían amado y sido amados, que alguna vez habían reído, pictóricos del irreflexivo optimismo de la adolescencia. Rememoró el aspecto de la señorita Betterton en las pocas ocasiones en que la había visto: andando por el camino del acantilado con un gorro de lana en la cabeza y la barbilla en alto, como si se encarase con un enemigo más implacable y feroz que el viento; cruzándose con Emma en la escalera y saludándola con una breve inclinación de cabeza o dirigiéndole una mirada embarazosamente inquisitiva con sus negros ojos. Raphael la había apreciado y había pasado mucho tiempo con ella. Sin embargo, ¿lo había hecho inducido por un afecto sincero o porque se sentía obligado? Y si el anillo era de compromiso, ¿por qué había dejado de usarlo? Tal vez eso fuese fácil de entender. Representaba algo que había terminado y debía arrinconarse, tal como había hecho con el uniforme. No había querido enfrentarse cada mañana a un símbolo que había sobrevivido a quien lo había entregado y que la sobreviviría a ella, ni hacer públicos su dolor y su pérdida con cada ademán de la mano. Le acudió a la mente el tópico de que los muertos viven en la memoria de los vivos, ¿podía el recuerdo sustituir una voz amada y unos fuertes brazos que estrecharan el cuerpo? ¿No era el tema principal de casi toda la poesía del mundo la certeza de que la carroza alada del tiempo llevaba puñales en las ruedas?