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Sonó un golpe en la puerta y ésta se abrió. Emma se volvió y vio a la inspectora Miskin. Por un instante se limitaron a mirarse, y Emma no percibió simpatía en los ojos de la otra mujer.

– El padre John me ha indicado que la encontraría aquí -dijo ésta por fin-. El comisario Dalgliesh me ha pedido que hablase con todo el mundo. Él ha regresado a Londres y yo me quedaré aquí con el inspector Tarrant y el sargento Robbins. Ahora que han instalado cerraduras de seguridad en los apartamentos de huéspedes, es importante que cierre bien la puerta por las noches. Vendré al seminario después de las completas y la acompañaré a su habitación.

De manera que el comisario se había ido sin despedirse. Claro que, ¿por qué iba a despedirse? Tenía cosas demasiado importantes en la cabeza para recordar las reglas de cortesía. Sin duda se habría despedido formalmente del padre Sebastian. ¿Hacía falta algo más?

La inspectora Miskin le había hablado con toda amabilidad, y Emma comprendió que su irritación era injusta.

– No necesito que me escolten hasta mi apartamento -repuso-. ¿Significa esto que creen que estamos en peligro?

– Nadie ha dicho eso -respondió la inspectora tras un breve silencio-. La cuestión es que todavía hay un asesino en los alrededores, y conviene que todo el mundo tome precauciones hasta que hayamos arrestado a alguien.

– ¿Y arrestarán a alguien?

Después de otra pausa, la inspectora Miskin dijo:

– Eso esperamos. Al fin y al cabo estamos aquí para detener al culpable, ¿no? Lamento no poder proporcionarle más información por el momento. Hasta luego.

Salió de la habitación y cerró la puerta. De pie junto a la cama, mirando la gorra y la chaqueta plegada y con el anillo todavía puesto, Emma notó que sus ojos se anegaban en lágrimas. No sabía si lloraba por la señorita Betterton, por el amante muerto o por sí misma. Metió de nuevo el anillo en el sobre y se dispuso a terminar con su trabajo.

15

A la mañana siguiente Dalgliesh salió hacia el laboratorio antes del amanecer. Había estado lloviendo durante toda la noche, y aunque había amainado, la luz alternativamente roja, ámbar y verde de los semáforos proyectaba temblorosas y chillonas imágenes sobre unas calles todavía mojadas, y el aire transportaba el fresco olor a río característico de la marea alta. Londres sólo parece dormir entre las dos y las cuatro de la madrugada, e incluso entonces su sueño es inquieto. Ahora despertaba lentamente, y pequeños y ensimismados grupos de trabajadores empezaban a emerger para tomar posesión de la ciudad.

Aunque el material procedente de un escenario criminal de Suffolk solía enviarse al laboratorio forense de Huntingdon, éste se hallaba ahora desbordado de trabajo. En Lambeth, por el contrario, estaban en condiciones de dar máxima prioridad a estos análisis, que era lo que Dalgliesh había solicitado. En el laboratorio lo conocían bien, y el personal lo recibió con cordialidad. La doctora Anna Prescott, la bióloga forense que lo estaba esperando, había oficiado de perito en varias investigaciones del comisario, por lo que éste sabía que gran parte del éxito de esos casos se debía a la reputación científica de la doctora, a la seguridad y la lucidez con que había presentado sus hallazgos ante el tribunal y a su serenidad durante el turno de repreguntas. No obstante, ella era una científica y no una agente de la policía. Si Gregory llegaba a sentarse en el banquillo, ella se presentaría como testigo experto independiente, comprometida únicamente con los hechos.

En el laboratorio habían secado ya la capa y acababan de desplegarla sobre una de las anchas mesas de pruebas, bajo el resplandor de cuatro fluorescentes. Habían enviado el chándal de Gregory a otra sala a fin de evitar la contaminación por contacto entre las muestras. Cualquier posible fibra del chándal se recogería de la superficie de la capa con cinta adhesiva y luego se sometería a un estudio microscópico comparativo. Si este primer examen revelaba una posible coincidencia, se realizaría otra serie de pruebas comparativas, entre ellas un análisis químico para determinar la composición de la fibra. Sin embargo, todo eso llevaría un tiempo considerable y aún formaba parte del futuro. La sangre ya se había analizado y Dalgliesh aguardó los resultados sin ansiedad; no le cabía la menor duda de que pertenecía al archidiácono. Lo que él y la doctora Prescott buscaban ahora eran pelos. Vestidos con batas y mascarillas, se inclinaron sobre la capa.

Dalgliesh reflexionó sobre la asombrosa eficacia del agudo ojo humano como instrumento de búsqueda. Sólo tardaron unos segundos en encontrar lo que necesitaban: dos cabellos grises se habían enredado en la cadenilla del cuello de la capa. La doctora Prescott los desenroscó con delicadeza y los puso en un pequeño plato de cristal. Los examinó de inmediato en un microscopio de baja potencia y dijo con satisfacción:

«Los dos tienen raíz. Eso significa que hay grandes posibilidades de determinar el perfil del ADN.»

16

Dos días después, a las siete y media de la mañana, Dalgliesh recibió una llamada del laboratorio en su apartamento junto al Támesis. El ADN de los pelos correspondía al de Gregory. Aunque Dalgliesh esperaba esa noticia, la acogió con un gran alivio. Si bien el estudio microscópico comparativo había demostrado una coincidencia entre fibras de la capa y del chándal, todavía no contaban con los resultados de las últimas pruebas. Mientras colgaba el auricular, Dalgliesh se preguntó si debía esperar o actuar de inmediato. No le agradaba postergar la detención. El análisis de ADN demostraba que Gregory había usado la capa de Ronald Treeves, y la coincidencia de las fibras sólo serviría para confirmar este hallazgo concluyente. Naturalmente, podía telefonear a Kate o a Piers; ambos eran perfectamente capaces de practicar un arresto. No obstante, deseaba estar allí cuando eso ocurriese y enseguida comprendió por qué. El acto de detener a Gregory, de leerle sus derechos, mitigaría en parte el fracaso de su último caso, en el que a pesar de saber quién era el asesino y haber escuchado su impulsiva confesión, no había hallado pruebas suficientes para detenerlo. Si ahora se perdía el arresto, dejaría algo incompleto, aunque no sabía exactamente qué.

Tal como había supuesto, los últimos dos días habían sido particularmente ajetreados. Había regresado para encontrarse con un montón de trabajo atrasado, algunos problemas que eran responsabilidad suya y otros que no pero que le preocupaban, como a todos los altos funcionarios del cuerpo. Andaban muy escasos de personal. Tenían la apremiante necesidad de reclutar hombres y mujeres cultos y motivados de todos los sectores de la comunidad en una época en que otras carreras ofrecían a ese codiciado grupo salarios más altos, mayor prestigio y menos estrés. Debían reducir la carga de la burocracia y el papeleo, aumentar la eficacia de los detectives y luchar contra la corrupción en un momento en que un soborno no significaba meter con disimulo un billete de diez libras en un bolsillo, sino participar de los sustanciosos beneficios del tráfico de drogas. Ahora, aunque por poco tiempo, regresaría a Saint Anselm. Ya no era un remanso de paz e inmaculada bondad, pero tenía que rematar un trabajo y deseaba ver a algunas personas. Se preguntó si Emma Lavenham seguiría allí.

Tras arrinconar los pensamientos sobre su abarrotada agenda, los expedientes que reclamaban su atención y la reunión programada para esa tarde, dejó un mensaje para su secretaria y otro para el subdirector. Luego llamó a Kate. En Saint Anselm todo estaba tranquilo…, extrañamente tranquilo, según ella. La gente realizaba sus actividades cotidianas con apatía, como si el ensangrentado cadáver todavía estuviera en la iglesia y a los pies de El juicio final. A Kate le parecía que todos esperaban la conclusión del caso con una mezcla de esperanza y temor. Gregory no se había dejado ver. A petición de Dalgliesh, había entregado su pasaporte, y no temían que intentara fugarse. Claro que la huida nunca había constituido una opción; Gregory no se arriesgaría a que lo deportaran ignominiosamente de un inhóspito refugio extranjero.