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Era un día frío, y Dalgliesh percibió por primera vez en el aire de Londres el olor metálico del invierno. Un viento fuerte pero intermitente azotaba la ciudad, y cuando llegó a la A12 empezó a soplar con ráfagas más fuertes y continuas. El tráfico, cosa rara, era escaso, salvo por los camiones que se dirigían a los puertos del este, y Dalgliesh avanzó rápida y tranquilamente, con las manos apoyadas apenas sobre el volante y la vista fija en la carretera. ¿Con qué contaba aparte de dos pelos, dos frágiles instrumentos de justicia? Tendrían que bastar.

Su pensamiento pasó del arresto al juicio, y se sorprendió ensayando los argumentos de la defensa. La prueba de ADN era incuestionable: Gregory se había puesto la capa de Ronald Treeves. No obstante, el abogado defensor probablemente alegaría que Gregory se la había pedido a Treeves durante la última clase de griego, quizá porque tenía frío, y que en aquel momento llevaba puesto el chándal negro. Era de lo más inverosímil, pero ¿lo creería el jurado? Aunque Gregory tenía un móvil importante, otras personas también lo tenían, entre ellos Raphael. Quizá la ramita que habían hallado en la habitación de Raphael hubiese llegado allí sin que él la viera, empujada por el viento cuando el joven había salido para ver a Peter Buckhurst; el fiscal se guardaría mucho de insistir demasiado en esa prueba. La llamada a la señora Crampton, efectuada desde el teléfono público del seminario, era peligrosa para la defensa, pero cabía atribuir su autoría a otros ocho individuos, Raphael incluido. También era posible señalar a la señorita Betterton como sospechosa. Había tenido el móvil y la oportunidad, pero ¿también la fuerza necesaria para empuñar un candelero como arma? Nadie lo sabría jamás: Agatha Betterton estaba muerta. Gregory no había sido acusado de cometer su asesinato ni el de Margaret Munroe. En ninguno de los dos casos habían hallado pruebas suficientes para justificar un arresto.

Dalgliesh cubrió el trayecto en menos de tres horas y media. Ahora, al final del camino que conducía al seminario, contempló el vasto y turbulento mar, salpicado de blanco en el horizonte. Detuvo el coche y llamó a Kate. Gregory había salido de su casa una hora y media antes y estaba caminando por la playa.

– Espéreme al final de la carretera de la costa -ordenó Dalgliesh-. Y traiga unas esposas. Puede que no las necesitemos, pero no quiero correr riesgos.

Al cabo de unos minutos Kate se reunió con él. Ninguno de los dos habló mientras ella subía al coche y él daba media vuelta para dirigirse a la escalera que conducía a la playa. Ahora vieron a Gregory, una solitaria figura enfundada en un largo abrigo de tweed con el cuello levantado para protegerse del viento, contemplando el mar junto a uno de los deteriorados espigones. Mientras caminaban sobre los guijarros, una súbita ráfaga tiró de sus chaquetas, obligándolos a inclinarse, aunque el aullido del viento apenas se oía sobre el fragor del mar. Una tras otra, las olas rompían en explosiones de rocío, espumando en torno al espigón y haciendo que las burbujas bailaran y rodaran como iridiscentes pompas de jabón sobre las piedras de la orilla.

Se acercaron juntos a la inmóvil figura, que se volvió hacia ellos. Entonces, cuando se hallaban a unos veinte metros de distancia, Gregory se subió al espigón y se encaminó resueltamente hasta un poste del extremo. Tenía una base cuadrada de sesenta centímetros de lado y se encontraba a menos de un palmo por encima de las feroces aguas.

– Si se tira, llamen enseguida a Saint Anselm -le indicó Dalgliesh a Kate-. Dígales que necesitamos un bote y una ambulancia.

Luego, con igual decisión, el comisario subió al espigón y avanzó hacia Gregory. Se detuvo a dos metros y medio de distancia, y ambos se miraron. Gregory gritó, pero sus palabras sonaron ahogadas por el estruendo del mar.

– Si ha venido a detenerme, aquí me tiene. Pero tendrá que acercarse. ¿No está obligado a pronunciar una inútil paparruchada de advertencia? Creo que tengo derecho legal a oírla.

Dalgliesh no respondió. Durante dos minutos permanecieron callados, observándose, y al comisario le embargó la sensación de que ese breve período equivalía a media vida de introspección. Algo nuevo, una furia que no recordaba haber experimentado antes, se apoderó de él. La ira que lo había invadido al ver el cuerpo del archidiácono no era nada comparada con esta sobrecogedora emoción. Ni le gustó ni lo asustó; simplemente aceptó su poder. Comprendió por qué no había querido sentarse frente a Gregory a la pequeña mesa de la sala de interrogatorios. Al alejarse unos metros se había distanciado de algo más que de la presencia física de un adversario. Ya no podía seguir distanciándose.

Dalgliesh nunca había considerado su trabajo una cruzada. La visión de una víctima en su postrera y patética insignificancia grababa en la mente de algunos detectives una imagen tan poderosa que sólo eran capaces de conjurarla en el momento del arresto. Sabía que algunos llegaban al extremo de cerrar tratos personales con el destino; no beberían ni irían al pub ni se tomarían vacaciones hasta haber atrapado al asesino. El siempre había compartido la compasión y la rabia de esos hombres, pero nunca su hostilidad ni su implicación personal. Para él desenmascarar a un asesino formaba parte de su dedicación profesional e intelectual al descubrimiento de la verdad. Sin embargo, sentía algo diferente. No porque Gregory hubiese profanado un lugar donde él había sido feliz; se preguntó brevemente qué santificadora gracia recaía sobre Saint Anselm por el mero hecho de que Adam Dalgliesh hubiera sido feliz allí. Tampoco era sólo porque reverenciaba al padre Martin y no conseguía olvidar la angustiada expresión de su rostro cuando había alzado la vista del cadáver de Crampton, ni ese otro momento, el del suave roce de un cabello moreno contra su cara y Emma temblando en sus brazos por unos instantes tan breves que ahora le costaba creer que el abrazo se hubiera producido. Esta arrolladora emoción obedecía a una causa adicional, más primitiva y menos noble. Gregory había planeado y perpetrado el asesinato mientras él, Dalgliesh, dormía a cincuenta metros de distancia. Y ahora se proponía coronar su triunfo. Se arrojaría al mar, feliz y en su elemento, y nadaría hacia una misericordiosa muerte causada por el frío y el agotamiento. Y planeaba algo más. Dalgliesh leyó los pensamientos de Gregory con la misma claridad con que éste, lo sabía, estaba leyendo los suyos. Albergaba la intención de llevarse consigo a su adversario. Si se arrojaba al agua, el comisario lo seguiría. No tendría alternativa. No podría vivir con el recuerdo de que había permanecido inmóvil, mirando al asesino mientras se ahogaba voluntariamente. Y arriesgaría su vida no por compasión y humanidad, sino por terquedad y orgullo.

Evaluó las fuerzas. Aunque en lo que a condición física se refiere estaban bastante igualados, Gregory lo superaría como nadador. Ninguno de los dos duraría mucho en las heladas aguas, pero si los refuerzos llegaban pronto -como era su deber-, quizá sobrevivirían. Se preguntó si debía retroceder y ordenar a Kate que llamase a Saint Anselm pidiendo ayuda. Decidió no hacerlo: si Gregory oía coches aproximarse por el camino del acantilado no vacilaría un segundo más. Todavía había una posibilidad, aunque remota, de que cambiase de parecer. Dalgliesh sabía que Gregory contaba con una enorme ventaja: sólo uno de los dos quería morir.

Permanecieron inmóviles durante unos instantes más. De repente, tan despreocupadamente como si estuviesen en verano y el mar fuera una brillante extensión azul y plateada bajo el resplandor del sol, Gregory se quitó el abrigo y se zambulló.