El mudo careo de un par de minutos había durado una eternidad para Kate. Se había quedado muy quieta, como si todo su cuerpo estuviera paralizado, con los ojos fijos en las dos figuras impasibles. Aunque las olas le bañaban los pies, era insensible a las frías punzadas del agua contra sus piernas. A través de sus entumecidos labios había conseguido gritar «¡vuelva, vuelva, déjelo!», con una vehemencia que seguramente Dalgliesh había percibido. Al no obtener respuesta, comenzó a murmurar obscenidades que jamás pronunciaba. El timbre del teléfono continuó sonando. Por fin oyó la mesurada voz del padre Sebastian. Se esforzó por mantener la calma.
– Soy Kate Miskin, desde la playa. Dalgliesh y Gregory están en el agua. Necesitamos un bote y una ambulancia. Deprisa.
El padre Sebastian no hizo preguntas.
– Quédese donde está para que podamos identificar el lugar -pidió-. Llegaremos pronto.
Esta vez la espera fue más larga, pero la cronometró. Transcurrieron tres minutos y quince segundos antes de que oyese ruido de coches. Ya no alcanzaba a divisar las dos cabezas entre las altas olas. Corrió hasta el extremo del espigón y se detuvo donde había estado Gregory, ajena a las olas que lamían el poste y a las acometidas del viento. De repente los vio fugazmente -la cabeza gris y la morena separadas por un par de metros-, antes de que una ola los ocultase a sus ojos.
Aunque era importante que no los perdiese de vista, de vez en cuando se volvía hacia la escalera. Había oído más de un coche, aunque sólo veía el Land Rover aparcado en el borde del acantilado. Era como si todo el seminario estuviese allí. Trabajaban deprisa y metódicamente. Habían abierto las puertas de la caseta y desplegado una rampa de tablillas de madera sobre una cuesta cubierta de guijarros. El bote hinchable se deslizó por ella, tras levantarlo, seis hombres, tres a cada lado, corrieron con él hasta la orilla. Kate vio que Pilbeam y Henry Bloxham se encargarían del rescate y le llamó la atención que el corpulento Stephen Morby no figurase entre ellos. Quizás Henry fuese un marinero más experimentado. Parecía imposible botar la embarcación contra el aplastante peso del agua, pero al cabo de unos segundos oyó el rugido de un motor fuera borda y avistó a los hombres que avanzaban a toda velocidad hacia ella. Kate señaló las cabezas que acababa de vislumbrar por segunda vez.
Ahora no veía a los nadadores ni al bote, salvo cuando éste remontaba momentáneamente una ola. Como no podía hacer otra cosa, se unió al grupo que corría por la playa. Raphael llevaba una cuerda enrollada, el padre Peregrine sujetaba un salvavidas y Piers y Robbins se habían cargado sendas camillas de lona sobre los hombros. La señora Pilbeam y Emma también estaban allí: una con un botiquín de primeros auxilios, la otra con toallas y una pila de mantas de vivos colores. Se congregaron en un punto y dirigieron toda su atención al mar.
Por fin el bote regresaba. El rumor del motor sonó más fuerte y la embarcación apareció de súbito, levantada por una alta ola.
– ¡Los tienen! -exclamó Raphael-. Hay cuatro personas a bordo.
Se acercaban rápidamente, pero costaba creer que el bote permaneciera a flote en ese mar embravecido. Entonces sucedió lo peor. Dejaron de oír el motor y vieron que Pilbeam se inclinaba sobre él con expresión desesperada. La embarcación se sacudía de lado a lado como el juguete de un niño. De repente, a unos veinte metros de la orilla, se elevó en el agua, se quedó unos segundos quieta, vertical, y finalmente volcó.
Raphael, que había atado un extremo de la soga a uno de los postes del espigón, enlazó el otro extremo alrededor de su cintura y se zambulló. Stephen Morby, Piers y Robbins lo siguieron. El padre Peregrine se quitó la sotana y se lanzó contra las olas como si el turbulento mar fuese su elemento. Henry y Pilbeam, ayudados por Robbins, pugnaban por ganar la playa a nado. El padre Peregrine agarró a Dalgliesh, y Stephen y Piers apresaron a Gregory. Segundos después la corriente los empujó contra el banco de guijarros, y el padre Martin y el rector corrieron para ayudar a arrastrarlos a la playa. A continuación llegaron Pilbeam y Henry, que se quedaron tendidos, jadeando, mientras las olas reventaban contra sus cuerpos.
Dalgliesh era el único que estaba inconsciente, y mientras corría hacia él Kate vio que se había golpeado la cabeza contra el espigón y que la sangre mezclada con agua de mar le chorreaba sobre la desgarrada camisa. Presentaba una marca roja en la garganta, allí donde lo habían atenazado las manos de Gregory. Kate se quitó la camisa y la usó para restañar la herida. Entonces oyó la voz de la señora Pilbeam.
– Déjemelo a mí, señorita. Aquí tengo vendas.
Pero fue Morby quien tomó el mando.
– Primero, que vomite el agua -indicó. Le dio la vuelta y procedió a practicar la reanimación.
A unos pasos de allí, Gregory, vestido únicamente con unos calzoncillos, estaba sentado con la cabeza entre las manos, esforzándose por recuperar el aliento mientras Robbins lo vigilaba de cerca.
– Cúbrelo con una manta y dale una bebida caliente -le dijo Kate a Piers-. En cuanto esté en condiciones de entenderte, léele sus derechos. Y ponle las esposas. No correremos riesgos. Ah, y ya puedes añadir homicidio frustrado a la lista de cargos.
Se volvió otra vez hacia Dalgliesh, quien dio una súbita arcada, escupió agua y sangre y murmuró algo incomprensible. Sólo entonces Kate cayó en la cuenta de que Emma Lavenham, blanca como un papel, estaba arrodillada junto a la cabeza del comisario. No habló, pero al interceptar la mirada de Kate se retiró unos pasos, como si comprendiera que aquél no era su sitio.
No oían la sirena de la ambulancia ni sabían cuánto tardaría. Ahora Piers y Morby depositaron a Dalgliesh sobre una camilla y echaron a andar hacia los coches, seguidos por el padre Martin. Los que se habían sumergido estaban temblorosos, cubiertos por mantas y pasándose un termo; luego echaron a andar hacia la escalera. De pronto el cielo se desencapotó, y un tenue rayo de sol iluminó la playa. Al contemplar a los viriles jóvenes secándose el pelo y corriendo para activar la circulación, Kate pensó en un grupo de bañistas en verano dispuestos en cualquier momento a perseguirse por la arena.
Habían llegado a lo alto del acantilado y estaban cargando la camilla en la parte posterior del Land Rover. Kate cayó en la cuenta de que Emma Lavenham estaba a su lado.
– ¿Se pondrá bien? -preguntó ésta.
– Oh, sobrevivirá. Es un tipo duro. Las heridas en la cabeza sangran mucho, pero ésta no parecía profunda. Dentro de un par de días le darán el alta y volverá a Londres. Todos volveremos.
– Yo me voy a Cambridge esta noche -comentó Emma-. ¿Querrá despedirme de él y desearle buena suerte de mi parte?
Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se sumó al pequeño grupo de seminaristas. Robbins empujaba a Gregory, esposado y envuelto en mantas, hacia el Alfa Romeo. Piers se acercó a Kate y ambos miraron a Emma.
– Va a regresar a Cambridge esta noche -señaló Kate-. Bueno, ¿por qué no? Ése es su sitio.
– ¿Y cuál es el tuyo? -inquirió Piers.
Aunque en realidad la pregunta no exigía una respuesta, ella dijo:
– Contigo, con Robbins y con Dalgliesh. ¿Qué pensabas? Al fin y al cabo, éste es mi trabajo.
Libro cuarto . Un final y un principio
1
Dalgliesh llegó a Saint Anselm por última vez un día perfecto de mediados de abril en que el cielo, el mar y la renaciente tierra se habían aliado para crear una armoniosa estampa de serena belleza. Iba con la capota bajada, y la brisa que acariciaba su rostro transportaba la esencia -dulcemente perfumada, nostálgica- de los abriles de su adolescencia y juventud. Aunque había salido de casa con reparos, los había arrojado en el último barrio periférico del este y ahora su clima interior concordaba con la tranquilidad del día.