El padre Martin le había enviado una carta, una afectuosa invitación para que visitara Saint Anselm ahora que lo habían cerrado oficialmente. Había escrito: «Será un placer tener la oportunidad de despedirnos de nuestros amigos antes de marcharnos, y esperamos que Emma también pueda estar con nosotros el tercer fin de semana de abril.» Había querido que Dalgliesh se enterara de que ella estaría allí; ¿habría avisado también a la joven? En tal caso, ¿decidiría no asistir?
Y ahora por fin el familiar cruce, fácil de pasar por alto sin el fresno cubierto de hiedra. Los jardines delanteros de las casitas idénticas estaban salpicados de narcisos, cuyo fulgor contrastaba con el suave amarillo de las prímulas arracimadas en el arcén cubierto de hierba. Los setos que flanqueaban el camino exhibían sus primeros y verdes vástagos, y el mar, que Dalgliesh vislumbró con emoción, se extendía hasta el purpúreo horizonte en serenas franjas de una trémula tonalidad de azul. En lo alto, invisible y apenas audible, un caza trazó una deshilachada línea blanca sobre el despejado cielo, bajo cuyo resplandor la laguna adoptaba un tono azul lechoso y un aspecto nada amenazador. Dalgliesh imaginó los brillantes peces que se deslizaban bajo la quieta superficie. La noche del asesinato del archidiácono, la tormenta había destruido las últimas tablas del barco hundido; ya ni siquiera sobresalía del agua la negra aleta de madera, y la arena se extendía completamente lisa entre el banco de guijarros y el mar. En una mañana como ésta, no había lugar a lamentar siquiera esa prueba del poder del tiempo para borrarlo todo.
Antes de torcer hacia el norte por el camino costero, se acercó al borde del acantilado y apagó el motor. Necesitaba releer una carta. La había recibido una semana antes de que Gregory recibiera una sentencia de cadena perpetua por el asesinato del archidiácono Crampton. Estaba escrita con letra firme, clara y recta. No había encabezamiento; el nombre de Dalgliesh sólo aparecía en el sobre.
Le pido perdón por este papel de cartas, que, como imaginará, no he elegido yo. Supongo que ya le habrán comunicado mi decisión de declararme culpable. Podría alegar que lo hago para ahorrarles a esos necios patéticos -el padre Martin y el padre John- el suplicio de comparecer como testigos de la defensa, o porque me resisto a exponer a mi hijo y a Emma Lavenham al brutal ingenio de mi abogado defensor. Sin embargo, usted me conoce mejor. Mi objetivo consiste, por supuesto, en asegurarme de que Raphael no sufra durante toda su vida el estigma de las sospechas. He llegado a pensar que hay posibilidades reales de que me absuelvan. La brillantez de mi abogado es casi proporcional al monto de sus facturas, y desde un primer momento dejó claro que confiaba en que saliese impune, aunque tuvo la prudencia de no emplear esas palabras exactas. Al fin y al cabo, soy un hombre burgués y respetable.
Siempre confié en que me absolverían si el caso llegaba a los tribunales. No obstante, había planeado asesinar a Crampton un día en que Raphael no estuviera en el seminario. Como sabe, tomé la precaución de pasar por sus habitaciones para comprobar que se había ido. ¿Habría seguido adelante con el crimen si lo hubiese encontrado allí? La respuesta es no. Esa noche no, y quizá nunca. Habría sido difícil que las circunstancias necesarias para el éxito volvieran a concurrir de esa manera providencial. Resulta interesante que Crampton muriese gracias al solidario gesto de Raphael para con un amigo enfermo. He notado muchas veces que el mal procede del bien. Como hijo de un párroco, usted dispondrá de más recursos que yo para desentrañar este acertijo teológico.
La gente que vive en una civilización moribunda, como nosotros, tiene tres opciones. Podemos tratar de evitar la decadencia, como un niño que construye un castillo de arena para contener la marea. Podemos hacer caso omiso de la muerte de la belleza, la erudición, el arte y la integridad intelectual buscando solaz en las cosas que nos consuelan. Eso es lo que procuré hacer yo durante años. En tercer lugar, podemos unirnos a los bárbaros y exigir nuestra parte del botín. Esa es la elección más popular, y al final también fue la mía. El Dios de mi hijo le fue impuesto. El chico ha estado en poder de esos sacerdotes desde que nació. Quería brindarle la oportunidad de escoger una deidad más contemporánea: el dinero. Ahora lo tiene y descubrirá que le cuesta renunciar a él, al menos en su totalidad. Aunque siempre será un hombre rico, sólo el tiempo demostrará si seguirá siendo sacerdote.
Intuyo que no le contaré nada que no sepa sobre el asesinato. El anónimo que envié a sir Alred estaba destinado, por supuesto, a ocasionar problemas a Saint Anselm y a Sebastian Morell. No imaginaba que dicha carta conduciría al seminario al más distinguido de los detectives de Scotland Yard, pero su presencia, lejos de amedrentarme, supuso un reto más. Mi plan para atraer al archidiácono a la iglesia funcionó a la perfección; él ardía en deseos de ver la abominación que yo le había descrito. La lata de pintura negra y los pinceles estaban providencialmente a mano en el presbiterio y confieso que disfruté con la profanación de El juicio final. Es una pena que Crampton tuviese tan poco tiempo para contemplar mi obra de arte.
Supongo que aún le intrigarán las dos muertes por las que no me han procesado. La primera, la asfixia de Margaret Munroe, fue inevitable. Requirió poca planificación y el final fue fácil, casi natural. Era una mujer desdichada a quien seguramente le quedaba poco tiempo de vida, y sin embargo en ese tiempo podría haber hecho mucho daño. A ella le daba igual que su existencia llegase a su fin un día, un mes o un año antes de lo previsto. A mí sí me importaba. Había planeado que Raphael se enterase de la identidad de su padre sólo después de que el seminario hubiera cerrado y el escándalo del asesinato se hubiese aplacado. Desde luego, usted percibió muy pronto la esencia de mi plan. Me proponía matar a Crampton y al mismo tiempo dirigir las sospechas hacia el seminario sin proporcionar pruebas concluyentes contra mi persona. Deseaba que Saint Anselm cerrase lo antes posible, preferiblemente antes de que mi hijo se ordenase, y deseaba que su herencia estuviera intacta. Debo confesar que también disfruté con la perspectiva de que la carrera de Sebastian Morell desembocara en el fracaso, las sospechas y la ignominia. El se había asegurado de que la mía terminara de la misma manera.
Quizá le intrigue también la desgraciada muerte de Agatha Betterton, otra mujer desdichada. En ese caso me limité a aprovechar una oportunidad inesperada. Se equivocó al creer que se hallaba en lo alto de la escalera del sótano cuando llamé a la señora Crampton. No, entonces no me vio, aunque sí me vio la noche del asesinato, cuando fui a devolver la llave. Supongo que podría haberla matado allí y entonces, pero decidí esperar. Al fin y al cabo, todos la tachaban de loca. Incluso si me acusaba de estar en la casa después de medianoche, dudo que su palabra hubiera valido más que la mía. De hecho, el domingo por la tarde acudió a decirme que mi secreto estaba a salvo. Pese a que nunca fue una mujer coherente, me insinuó que ella jamás constituiría una amenaza para cualquiera que hubiese matado al archidiácono Crampton. Aun así, yo no podía correr ese riesgo. ¿Se da cuenta de que no le fue posible probar una sola de las dos muertes? El móvil no basta. Si esta confesión se usara contra mí, yo la negaría.
He aprendido algo sorprendente sobre el asesinato y sobre la violencia en general. Quizás usted ya lo sepa, Dalgliesh; después de todo es un experto en la materia. Yo, personalmente, lo encuentro interesante. El primer golpe fue un acto deliberado, no desprovisto de una natural aprensión y cierta repugnancia, y al mismo tiempo un ejercicio de fuerza de voluntad. Mi razonamiento era claro: necesito que este hombre muera y ésta es la mejor manera de matarlo. Había previsto asestarle un solo golpe, dos tal vez, pero después del primero el nivel de adrenalina aumenta vertiginosamente. La sed de sangre se apodera de uno. Continué pegándole sin ser consciente de ello. Dudo mucho que hubiese sido capaz de detenerme aunque usted hubiese aparecido en ese momento. Nuestro primitivo instinto asesino no emerge cuando contemplamos actos violentos, sino sólo cuando descargamos el primer golpe.