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No he visto a mi hijo desde que me arrestaron. No quiere verme y sin duda es mejor así. He vivido sin afecto humano durante toda mi existencia y me resultaría incómodo sucumbir ahora a esos sentimientos.

La carta terminaba en este punto. Mientras la doblaba, Dalgliesh se preguntó cómo sobrellevaría Gregory una condena que duraría al menos diez años. Siempre que tuviera sus libros, era probable que sobreviviese. Pero ¿no estaría ahora mismo mirando por su ventana de barrotes, deseoso de oler el dulce perfume de ese día primaveral?

Puso el motor en marcha y tomó el camino directo al seminario. La puerta principal estaba abierta a la luz del sol, y Dalgliesh entró en el desierto vestíbulo. La lámpara continuaba encendida a los pies de la imagen de la Virgen, y en el aire se aspiraba aún un leve y eclesiástico aroma compuesto de incienso, cera para muebles y libros viejos. No obstante, le pareció que ya habían vaciado parcialmente la casa, que ahora aguardaba con serena resignación su inevitable final.

No oyó pasos, pero de repente intuyó una presencia. Alzó la vista y vio al padre Sebastian en lo alto de la escalera.

– Buenos días, Adam. Suba, por favor.

Dalgliesh advirtió que era la primera vez que el rector lo llamaba por su nombre de pila. Al entrar en el despacho, echó en falta algunas cosas: El Burne-Jones no colgaba ya encima de la chimenea y el aparador había desaparecido. También se había operado un cambio sutil en el padre Sebastian. Había abandonado su sotana y ahora llevaba un traje con alzacuello. Además, se le veía más viejo; la muerte se había cobrado su tributo. A pesar de todo, el semblante severo y apuesto, lejos de perder su autoridad y su confianza, había ganado algo: la controlada euforia del éxito. Le habían otorgado una cátedra universitaria prestigiosa y que sin duda él codiciaba. Dalgliesh le dio la enhorabuena.

– Gracias -respondió Morell-. Dicen que segundas partes no son buenas, pero espero por el bien de la universidad y por el mío propio que se demuestre lo contrario.

Se sentaron y conversaron durante unos minutos, en observancia de las reglas de cortesía. Aunque Morell no era propenso a sentirse a disgusto, Dalgliesh lo supuso resentido por la desagradable idea de que el hombre sentado frente a él había llegado a considerarlo sospechoso de asesinato, y dudaba que el rector olvidara algún día la vejación de la toma de huellas. Ahora, como por obligación, Morell puso al comisario al corriente de los cambios en Saint Anselm.

– Todos los estudiantes han encontrado plaza en otros seminarios. Los cuatro que usted conoció fueron aceptados en Cuddesdon o en Saint Stephen’s House, en Oxford.

– Entonces ¿Raphael sigue adelante con su ordenación?

– Desde luego. ¿Creía que abandonaría? -Hizo una pausa y añadió-: Raphael ha sido generoso, pero seguirá siendo rico.

Habló de los sacerdotes con brevedad pero también con mayor sinceridad de la que Dalgliesh esperaba. El padre Peregrine había aceptado un puesto de documentalista en una biblioteca de Roma, ciudad a la que estaba deseando volver. El padre John se establecería como capellán en un convento de los alrededores de Sacarborough. Dado que sus antecedentes como pederasta lo obligaban a comunicar cualquier cambio de dirección, creían que el convento sería un sitio tan seguro para él como Saint Anselm. Reprimiendo una sonrisa, Dalgliesh convino en que no podría haber hallado un empleo mejor. El padre Martin iba a comprar una casa en Norwich y los Pilbeam, que se irían a vivir con él, para cuidarlo, heredarían la propiedad cuando muriese. Si bien se había confirmado que Raphael tenía derecho a la herencia, su posición legal era complicada y había que decidir muchas cosas, entre ellas si la iglesia pasaría a formar parte de un conjunto de parroquias o si la cerrarían. El retablo y los cálices de plata estaban guardados en una cámara de seguridad. Raphael había decidido regalar a los Pilbeam y a Eric Surtees las casas que ocupaban. El edificio principal se había vendido, y en él se instalaría un centro residencial de meditación y medicina alternativa. Aunque el tono del padre Sebastian reflejó desprecio, Dalgliesh pensó que podría haber sido peor. Los cuatro sacerdotes y el personal permanecerían en el seminario temporalmente, a instancias de los albaceas, hasta que se entregara el edificio a los nuevos propietarios.

Cuando quedó claro que la conversación había concluido, Dalgliesh le entregó al padre Sebastian la carta de Gregory.

– Creo que tiene derecho a echar un vistazo a esto.

El sacerdote la leyó en silencio. Al fin la dobló y se la tendió a Dalgliesh.

– Gracias -le dijo-. Es increíble que un amante de la lengua y la literatura de una de las civilizaciones más grandes del mundo se rebaje a justificarse a sí mismo con razones tan siniestras como ésas. Dicen que los asesinos son siempre arrogantes, pero esta arrogancia es análoga a la del Satanás de Milton: «Que el mal sea mi bien.» Me pregunto cuándo habrá leído por última vez El paraíso perdido. El archidiácono Crampton acertó en una de las críticas que me hizo: debí ser más escrupuloso al seleccionar a la gente que trabajaba con nosotros. Tengo entendido que se quedará a pasar la noche.

– Sí, padre.

– Será un placer para todos nosotros. Espero que se encuentre cómodo.

El padre Sebastian no acompañó a Dalgliesh a Jerónimo, su antiguo apartamento, sino que llamó a la señora Pilbeam y le entregó la llave. La mujer, que se hallaba de un talante curiosamente locuaz, se cercioró de que al comisario no le faltase nada de lo que necesitaba. Parecía reacia a marcharse.

– Me imagino que el padre Sebastian le habrá contado las novedades. Aunque ni Reg ni yo somos muy amigos de la medicina alternativa, la gente que vino a ver la casa parecía inofensiva. Quieren que nosotros y Eric Surtees conservemos nuestros puestos. Eric está contento, pero Reg y yo somos demasiado viejos para estos cambios. Llevamos muchos años con los sacerdotes y nos costaría adaptarnos a unos desconocidos. El señor Raphael dice que somos libres de vender la casa, y quizá lo hagamos; así contaremos con unos ahorrillos para la vejez. ¿Le ha dicho el padre Martin que estamos pensando en irnos con él a Norwich? Ha encontrado una casa muy bonita, con un gran estudio para él y sitio de sobra para los tres. En fin, no podrá cuidarse solo con más de ochenta años, ¿verdad? Además, le hará bien ver un poco de mundo… y a nosotros también. ¿Le hace falta algo más, señor Dalgliesh? El padre Martin se alegrará mucho de verlo. Lo encontrará en la playa. El señor Raphael ha venido a pasar el fin de semana, al igual que la señorita Lavenham.

Dalgliesh aparcó el Jaguar detrás de la casa y echó a andar hacia la laguna. Reparó en que los cerdos de la casa San Juan, quizá más numerosos que antes, se paseaban a sus anchas por el campo. Por lo visto, hasta los animales habían percibido las novedades. Mientras los miraba, Eric Surtees salió de la casa con un cubo en la mano.

Dalgliesh enfiló el sendero del acantilado en dirección a la laguna. Desde lo alto de la escalera dominó por fin la playa en toda su extensión. Había tres figuras distantes entre sí, como si se hubieran alejado a propósito. Al norte vio a Emma Lavenham, sentada en un alto promontorio de piedras y con la cabeza inclinada sobre un libro. Raphael estaba sentado en el borde del espigón, balanceando las piernas y contemplando el mar. A una corta distancia, el padre Martin aparentaba estar encendiendo una fogata en la arena.

Al oír los pasos de Dalgliesh, el sacerdote se levantó con esfuerzo y esbozó la sonrisa que invariablemente le transformaba el semblante.