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– Adam. Me alegro de que pudieras venir. ¿Has visto al padre Sebastian?

– Sí, y lo he felicitado por su cátedra.

– Es la que siempre había deseado -aseguró el padre Martin-, y sabía que quedaría vacante el próximo otoño. Claro que si Saint Anselm hubiera seguido abierto, ni siquiera se habría planteado la posibilidad de aceptarla.

Se inclinó otra vez y continuó con su tarea. Dalgliesh advirtió que había cavado un hoyo y se afanaba en construir una pequeña pared de piedras alrededor. Al lado había una bolsa de lona y una caja de cerillas. Dalgliesh se sentó, apoyándose sobre las manos y extendiendo los pies en la arena.

– ¿Eres feliz, Adam? -preguntó el sacerdote sin dejar su trabajo.

– Gozo de buena salud, un empleo que me gusta y comodidades; como bien y de vez en cuando me doy algún lujo si siento que lo necesito. Tengo mi poesía. Considerando la situación en que viven las tres cuartas partes de los pobres del mundo, ¿no cree que la infelicidad sería un vicio perverso?

– Casi diría que un pecado, o algo contra lo que hay que luchar. Si somos incapaces de adorar a Dios como merece, al menos deberíamos darle las gracias. Pero ¿te basta con esas cosas?

– ¿Se propone pronunciar un sermón, padre?

– Ni siquiera una homilía. Me gustaría que te casaras, Adam, o por lo menos que compartieses tu vida con alguien. Sé que tu mujer murió al dar a luz. Esa debe de ser una sombra constante en tu vida. Sin embargo, rehuir el amor no resulta posible ni deseable. Perdona si te parezco insensible e impertinente, pero es malo obsesionarse con el dolor por la pérdida de un ser querido.

– Ah, no es eso lo que me mantiene soltero, padre. No se trata de algo tan simple, natural y admirable. Es el egoísmo, el amor a mi intimidad, el miedo a que me lastimen pero también a responsabilizarme nuevamente de la felicidad de otra persona. Y no me diga que ese sufrimiento redundaría en beneficio de mi poesía. Ya lo sé. Veo suficiente sufrimiento en mi trabajo. -Hizo una pausa y agregó-: Es usted un mal casamentero. Ella no me aceptaría, ¿sabe? Soy demasiado mayor y demasiado reservado, me cuesta comprometerme y tengo las manos manchadas de sangre.

El padre Martin escogió una piedra lisa y redonda y la colocó con precisión. Parecía tan entretenido y contento como un niño.

– Además, seguramente hay alguien especial en Cambridge -añadió Dalgliesh.

– Para una mujer como ésa, seguro que sí. En Cambridge o en cualquier otra parte. Eso significa que tendrías que tomarte molestias y exponerte a un rechazo. Sería un buen cambio para ti. En fin, buena suerte, Adam.

Esas palabras sonaron como una despedida. Dalgliesh se puso en pie y miró a Emma, que también se había levantado y caminaba hacia el mar. Se hallaban a cincuenta metros de distancia. «Esperaré -se dijo-, y si ella viene hacia mí, pensaré que significa algo, aunque sólo lo haga para saludar.» De repente esa idea se le antojó cobarde y poco caballerosa. Tenía que tomar la iniciativa. Se acercó a la orilla. Aún llevaba en la cartera el papel con los seis versos. Lo sacó, lo rasgó en trozos pequeños que arrojó a una ola que se aproximaba y los observó mientras desaparecían en la movediza línea de espuma. Se volvió hacia Emma pero, cuando se disponía a moverse, se percató de que ella también había girado sobre sus talones y caminaba a su encuentro por la franja de arena seca que separaba las piedras del agua. Cuando la mujer llegó a su lado, guardaron un silencio durante unos instantes, contemplando el mar.

Las palabras de Emma lo sorprendieron:

– ¿Quién es Sadie?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Cuando recuperó el conocimiento, fue obvio que deseaba que ella estuviera con usted.

Dios, pensó él, debía de ofrecer un aspecto espantoso: medio desnudo, sangrando, cubierto de arena, escupiendo sangre y agua, sacudido por las arcadas.

– Sadie era encantadora. Ella me enseñó que aunque la poesía es una pasión, no hay razón para que lo abarque todo en la vida. Era una chica muy lista para sus quince años y medio.

Alcanzó a oír lo que tomó por una risita de satisfacción antes de que se la llevara una súbita brisa. Resultaba ridículo que se sintiese tan inseguro a su edad. Se debatía entre la rabia por sucumbir a una humillante emoción adolescente y el placer perverso de saber que era capaz de experimentar un sentimiento tan intenso. Y ahora tenía que hablar. Aunque sus palabras también sonaron débiles en el viento, él se dio perfecta cuenta de que eran banales e inapropiadas.

– Me gustaría mucho volver a verla -dijo-, si es que la idea no le repugna. He pensado…, o deseado…, que podríamos conocernos mejor.

«Parezco un dentista concertando su próxima cita con una paciente», pensó. Pero entonces alzó la mirada hacia Emma y lo que vio en su cara le despertó deseos de gritar de alegría.

– Hay un excelente servicio de trenes entre Cambridge y Londres -respondió ella con seriedad-. En ambas direcciones.

El padre Martin, que había terminado de preparar su hoguera, extrajo de la bolsa de lona una hoja de periódico y la metió en el hueco. Colocó el papiro de san Anselmo encima y encendió una cerilla. El papel prendió de inmediato, y las llamas se abalanzaron sobre el papiro como si éste fuera su presa. Por un instante reinó un calor intenso, y el sacerdote retrocedió unos pasos. Vio que Raphael se había acercado y observaba la escena en silencio.

– ¿Qué está quemando, padre? -inquirió éste.

– Un escrito que ya ha tentado a alguien a pecar y que podría tentar a otros. Es hora de que desaparezca.

Al cabo de un silencio, Raphael dijo:

– No seré un mal sacerdote, padre.

El padre Martin, el menos efusivo de los hombres, le posó una mano sobre el hombro.

– No -convino-. Creo que serás bueno.

Luego contemplaron en silencio el fuego que se consumía y una última y frágil voluta de humo blanco que flotaba hacia el mar.

P. D. James

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