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– ¿Está seguro? -inquirió el padre Sebastian-. En esa época, los Crampton vivían en el norte de Londres. El archidiácono se trasladó a Suffolk después de la muerte de su esposa. El caso debe de haber estado en manos de la Policía Metropolitana.

– Estas cosas se leen en los periódicos -replicó el padre Peregrine con tranquilidad-. Recuerdo bien la crónica de la vista. Ya verán que el hombre que prestó testimonio en nombre de la policía fue un agente llamado Roger Yarwood. Por entonces era sargento de la Policía Metropolitana.

El padre Martin frunció el entrecejo.

– En tal caso, será un inconveniente. Mucho me temo que el inevitable encuentro entre ambos reaviva dolorosos recuerdos en el archidiácono. El remedio, sin embargo, no está en nuestras manos. Yarwood necesita unos días de descanso para recuperarse, y ya nos hemos comprometido a cederle una habitación. Nos fue de gran ayuda tres años atrás, antes de que lo ascendieran, cuando estaba dirigiendo el tráfico y el padre Peregrine chocó contra un camión aparcado. Como ya saben, ha estado asistiendo con regularidad a la misa del domingo, y creo que le hace bien estar aquí. Si su presencia trae recuerdos tristes al archidiácono, éste deberá afrontar la situación, del mismo modo que le sucede al padre John. Alojaré a Emma en Ambrosio, junto a la iglesia; al comisario Dalgliesh, en Jerónimo; al archidiácono, en Agustín, y a Roger Yarwood, en Gregorio.

Les esperaba un fin de semana incómodo, pensó el padre Martin. Sería penoso para el padre John reencontrarse con el archidiácono, y el propio Crampton no acogería con agrado el encuentro, aunque difícilmente lo tomaría por sorpresa; de hecho, debía de saber que el padre John estaba en Saint Anselm. Y a menos que el padre Peregrine se equivocara -cosa que nunca ocurría-, la reunión del archidiácono con el inspector Yarwood resultaría violenta para ambos. Sería difícil controlar a Raphael o mantenerlo a distancia del archidiácono; al fin y al cabo, era el representante de los seminaristas. Por otro lado, estaría Stannard. Con independencia de sus dudosos motivos para visitar Saint Anselm, siempre era un huésped conflictivo. La presencia más problemática sería la de Adam Dalgliesh, un hombre que los observaría con ojos experimentados y escépticos y les recordaría un desgraciado suceso que todos creían haber dejado atrás.

La voz del padre Sebastian lo sacó de sus cavilaciones.

– Creo que ha llegado la hora del café.

6

Raphael Arbuthnot entró y aguardó de pie, con la actitud airosa y confiada que lo caracterizaba. La negra sotana de botones forrados caía con elegancia desde sus hombros y, a diferencia de las de los demás seminaristas, parecía recién estrenada; su austeridad contrastaba con la cara pálida y el brillante cabello de Raphael, confiriéndole un aspecto a un tiempo sacerdotal y teatral. El padre Sebastian no podía verlo a solas sin sentirse ligeramente incómodo. Él mismo era un hombre apuesto, y siempre había apreciado -tal vez en exceso- la apostura en otros hombres y la belleza en las mujeres. Sólo en el caso de su esposa la había considerado irrelevante. Sin embargo, la belleza en un hombre se le antojaba desconcertante, incluso repulsiva. Los jóvenes varones, y en particular los ingleses, no deberían parecerse a los disolutos dioses griegos. No es que Raphael tuviese rasgos andróginos, pero el padre Sebastian sabía que la clase de belleza que poseía era más susceptible de atraer a los hombres que a las mujeres, aunque no hiciese mella en su propio corazón.

Una vez más, acudió a su mente la más insistente de las muchas preocupaciones que le impedían estar con Raphael sin que volvieran a asaltarle antiguas dudas. ¿Hasta qué punto era sincera su vocación? ¿Habían obrado bien al aceptarlo como alumno cuando, por así decirlo, formaba parte de la familia? Saint Anselm era el único hogar que Raphael había conocido desde que su madre, la difunta señorita Arbuthnot, lo había dejado en el seminario veinticinco años antes, cuando era un niño de dos semanas, ilegítimo y no deseado. ¿No habría sido más inteligente, más prudente quizás, animarlo a solicitar una plaza en otro sitio, como en Cuddesdon o en Saint Stephen’s House, en Oxford? No obstante, el propio Raphael había insistido en formarse en Saint Anselm. ¿No había lanzado la velada amenaza de que, si no se ordenaba allí, no lo haría en ninguna otra parte? Tal vez se habían mostrado demasiado complacientes con él por temor a que la Iglesia perdiese al último de los Arbuthnot. En fin, ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto, y resultaba irritante comprobar con cuánta frecuencia su inútil inquietud por Raphael interfería en cuestiones más urgentes y prácticas. El padre Sebastian la apartó resueltamente de su mente y se concentró en los asuntos del seminario.

– Nos ocuparemos en primer lugar de algunos detalles sin importancia, Raphael. Los alumnos que se empeñan en aparcar delante del seminario deberían proceder de forma más ordenada. Como sabes, prefiero que dejen las motos y los coches en la parte trasera, fuera del recinto. Si insisten en hacerlo en el patio delantero, que al menos demuestren un poco de consideración. Este asunto irrita sobre todo al padre Peregrine. Y ¿podrían hacer el favor de no usar las lavadoras después de las completas? El ruido distrae al padre Peregrine. Por otra parte, ahora que falta la señora Munroe, las sábanas se cambiarán cada dos semanas. Los propios alumnos deberán ir a buscarlas y hacerse la cama. Estamos buscando una nueva encargada de la ropa blanca, pero es posible que tardemos en encontrarla.

– Sí, padre. Informaré de ello.

– Hay otras dos cuestiones más importantes. El viernes recibiremos la visita del comisario Dalgliesh, de Scotland Yard. Por lo visto, sir Alred Treeves está insatisfecho con el dictamen de la vista y ha solicitado que se abra una nueva investigación. No sé cuánto tiempo pasará aquí el comisario, aunque supongo que sólo el fin de semana. Como es lógico, todos debemos cooperar con él. Eso significa que hay que responder a sus preguntas con veracidad y sin reservas, lo que no equivale a aventurar opiniones.

– Pero Ronald ya ha sido incinerado, padre. ¿Qué espera probar el comisario Dalgliesh? No puede revocar el fallo de la vista, ¿verdad?

– Supongo que no. Creo que simplemente se trata de convencer a sir Alred de que la muerte de su hijo se ha investigado a fondo.

– Eso es del todo ridículo. La policía de Suffolk fue muy meticulosa. ¿Qué pretende descubrir ahora Scotland Yard?

– En mi opinión, muy poca cosa. De todas maneras, el comisario Dalgliesh vendrá y se alojará en Jerónimo. Además de Emma Lavenham, vendrán otras visitas. El inspector Yarwood permanecerá unos días aquí con el fin de recuperarse. Necesita descanso y silencio, así que supongo que tomará algunas de las comidas en su habitación. El señor Stannard vendrá para proseguir su trabajo de investigación en la biblioteca. También el archidiácono Crampton nos ofrecerá una breve visita. Llegará el sábado y se marchará el domingo, después del desayuno. Lo he invitado a pronunciar la homilía de las completas del sábado. La congregación será pequeña, pero no podemos hacer nada al respecto.

– Si lo hubiese sabido, padre -dijo Raphael-, habría hecho planes para marcharme.

– Lo sé. Teniendo en cuenta que eres nuestro estudiante más avanzado, espero que te quedes al menos hasta después de las completas y lo trates con la cortesía que merece un visitante, un hombre mayor y un sacerdote.

– No tengo ningún problema con las dos primeras formas de tratamiento; es la tercera la que se me atraganta. ¿Cómo es capaz de mirarnos a la cara, y en especial al padre John, después de lo que hizo?

– Deduzco que, como la mayoría de nosotros, se consuela pensando que hizo lo que le parecía justo.

El rostro de Raphael enrojeció.

– ¿Cómo pudo parecerle justo enviar a un hermano sacerdote a prisión? -exclamó-. Sería una vergüenza para cualquiera; pero en su caso fue abominable. Y precisamente el padre John, el más considerado y amable de los hombres…

– Olvidas que el padre John se declaró culpable en el juicio, Raphael.

– Se declaró culpable de conducta deshonrosa con dos menores. No los violó, ni los sedujo ni les causó daños físicos. No habría ido a la cárcel si Crampton no se hubiese empeñado en hurgar en el pasado, desenterrar la historia de aquellos tres jóvenes y convencerlos de que declarasen. ¿Qué interés tenía él en ese pleito?

– Consideró que era su deber. Recuerda que el padre John también declaró haber realizado tales actos, que eran bastante más graves.

– Desde luego. Porque se sentía culpable. Se siente culpable del mero hecho de estar vivo. Pero lo que quería, por encima de todo, era evitar que esos jóvenes cometiesen perjurio. El daño que se harían a sí mismos si mentían en un tribunal le resultaba insoportable. Quería ahorrárselo a toda costa, aunque para ello tuviese que ir a la cárcel.

– ¿Te lo ha dicho él? -interrumpió de golpe el padre Sebastian-. ¿Has hablado de este asunto con el padre John?

– No abiertamente. Pero es verdad; lo sé.

El padre Sebastian se sentía incómodo. Era una explicación plausible. A él también se le había ocurrido. Sin embargo, aunque esta perspicaz interpretación psicológica era propia de un sacerdote como él, resultaba desconcertante oírla de boca de un alumno.

– No tenías derecho a hablar del tema con el padre John, Raphael -le recriminó-. Él cumplió su sentencia y vino a vivir y a trabajar con nosotros. El pasado ha quedado atrás. Es una pena que deba coincidir con el archidiácono, pero si te entrometes no le facilitarás las cosas; ni a él, ni a nadie. Todos tenemos una parte oscura. La del padre John está entre él y Dios, o entre él y su confesor. Tu intervención sería un acto de arrogancia espiritual.

Como si no lo hubiese oído, Raphael dijo:

– Todos sabemos por qué viene Crampton, ¿no? Para buscarle nuevas pegas al seminario. Quiere que cierren Saint Anselm. Lo dejó claro desde el mismo momento en que el obispo lo nombró miembro del consejo de administración.

– Y si alguien lo trata con descortesía, le proporcionará la excusa que necesita. Para mantener abierto Saint Anselm me he visto obligado a usar todas mis influencias y llevar a cabo mi trabajo con discreción, evitando ganarme enemigos poderosos. El seminario atraviesa una mala racha y la muerte de Ronald Treeves no nos ha ayudado. -Hizo una pausa antes de formular una pregunta que, hasta el momento, había eludido-: Sin duda habréis hablado de su muerte. ¿Cuál es la opinión de los estudiantes?

Notó que la pregunta no era bien recibida. Raphael tardó unos instantes en responder:

– La opinión más generalizada, padre, es que Ronald se suicidó.

– Pero ¿por qué? ¿Tenéis alguna hipótesis?

Esta vez el silencio fue más prolongado.

– No, padre, no tenemos ninguna -contestó Raphael al fin.

El padre Sebastian se acercó al escritorio y echó un vistazo a un papel. Luego habló con tono más expeditivo.

– Veo que el seminario estará prácticamente vacío este fin de semana. Sólo quedaréis cuatro alumnos. ¿Te importaría recordarme por qué se marchan casi todos cuando acaba de empezar el trimestre?

– Tres estudiantes han empezado sus prácticas parroquiales, padre. A Rupert le han pedido que predique en Saint Margaret, y creo que irán a oírlo otros dos alumnos. La madre de Richard cumple cincuenta años, y la fecha coincide con sus bodas de plata, de manera que le han concedido un permiso especial para asistir a la celebración. Luego, como recordará, Toby Williams se instalará oficialmente en su primera parroquia y varias personas irán a acompañarlo. De manera que quedamos Henry, Stephen, Peter y yo. A mí me gustaría marcharme después de las completas. Me perderé la instalación de Toby, pero quisiera estar presente cuando oficie su primera misa en la parroquia.

El padre Sebastian seguía examinando el papel.

– Sí, ahora me salen las cuentas. Podrás irte después de la homilía del archidiácono; pero, ¿no tenías una clase de griego con el señor Gregory después de la misa del domingo? Será mejor que arregles ese asunto con él.

– Ya lo he hecho, padre. Tiene un hueco para mí el lunes.

– Bien, entonces creo que es todo por esta semana, Raphael. Por cierto, puedes llevarte tu trabajo. Está sobre el escritorio. En uno de sus libros de viajes, Evelyn Waugh escribió que concebía la Teología como la ciencia de la simplificación, en la cual las ideas nebulosas y escurridizas se vuelven inteligibles y claras. Tu trabajo no es ni una cosa ni la otra. Además, empleas mal el término «emular». No es sinónimo de imitar.

– Por supuesto que no. Lo lamento, padre. Yo podría imitarlo a usted, pero jamás conseguiría emularlo.

El padre Sebastian se volvió para ocultar una sonrisa.

– Te recomiendo encarecidamente que no intentes ninguna de las dos cosas.

La sonrisa permaneció en sus labios incluso después de que Raphael cerrase la puerta. Entonces el rector recordó que no le había arrancado una promesa de buena conducta. Si el joven hubiera dado su palabra, sin duda la cumpliría, pero no lo había hecho. Les aguardaba un fin de semana difícil.