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– ¿Cómo pudo parecerle justo enviar a un hermano sacerdote a prisión? -exclamó-. Sería una vergüenza para cualquiera; pero en su caso fue abominable. Y precisamente el padre John, el más considerado y amable de los hombres…

– Olvidas que el padre John se declaró culpable en el juicio, Raphael.

– Se declaró culpable de conducta deshonrosa con dos menores. No los violó, ni los sedujo ni les causó daños físicos. No habría ido a la cárcel si Crampton no se hubiese empeñado en hurgar en el pasado, desenterrar la historia de aquellos tres jóvenes y convencerlos de que declarasen. ¿Qué interés tenía él en ese pleito?

– Consideró que era su deber. Recuerda que el padre John también declaró haber realizado tales actos, que eran bastante más graves.

– Desde luego. Porque se sentía culpable. Se siente culpable del mero hecho de estar vivo. Pero lo que quería, por encima de todo, era evitar que esos jóvenes cometiesen perjurio. El daño que se harían a sí mismos si mentían en un tribunal le resultaba insoportable. Quería ahorrárselo a toda costa, aunque para ello tuviese que ir a la cárcel.

– ¿Te lo ha dicho él? -interrumpió de golpe el padre Sebastian-. ¿Has hablado de este asunto con el padre John?

– No abiertamente. Pero es verdad; lo sé.

El padre Sebastian se sentía incómodo. Era una explicación plausible. A él también se le había ocurrido. Sin embargo, aunque esta perspicaz interpretación psicológica era propia de un sacerdote como él, resultaba desconcertante oírla de boca de un alumno.

– No tenías derecho a hablar del tema con el padre John, Raphael -le recriminó-. Él cumplió su sentencia y vino a vivir y a trabajar con nosotros. El pasado ha quedado atrás. Es una pena que deba coincidir con el archidiácono, pero si te entrometes no le facilitarás las cosas; ni a él, ni a nadie. Todos tenemos una parte oscura. La del padre John está entre él y Dios, o entre él y su confesor. Tu intervención sería un acto de arrogancia espiritual.

Como si no lo hubiese oído, Raphael dijo:

– Todos sabemos por qué viene Crampton, ¿no? Para buscarle nuevas pegas al seminario. Quiere que cierren Saint Anselm. Lo dejó claro desde el mismo momento en que el obispo lo nombró miembro del consejo de administración.

– Y si alguien lo trata con descortesía, le proporcionará la excusa que necesita. Para mantener abierto Saint Anselm me he visto obligado a usar todas mis influencias y llevar a cabo mi trabajo con discreción, evitando ganarme enemigos poderosos. El seminario atraviesa una mala racha y la muerte de Ronald Treeves no nos ha ayudado. -Hizo una pausa antes de formular una pregunta que, hasta el momento, había eludido-: Sin duda habréis hablado de su muerte. ¿Cuál es la opinión de los estudiantes?

Notó que la pregunta no era bien recibida. Raphael tardó unos instantes en responder:

– La opinión más generalizada, padre, es que Ronald se suicidó.

– Pero ¿por qué? ¿Tenéis alguna hipótesis?

Esta vez el silencio fue más prolongado.

– No, padre, no tenemos ninguna -contestó Raphael al fin.

El padre Sebastian se acercó al escritorio y echó un vistazo a un papel. Luego habló con tono más expeditivo.

– Veo que el seminario estará prácticamente vacío este fin de semana. Sólo quedaréis cuatro alumnos. ¿Te importaría recordarme por qué se marchan casi todos cuando acaba de empezar el trimestre?

– Tres estudiantes han empezado sus prácticas parroquiales, padre. A Rupert le han pedido que predique en Saint Margaret, y creo que irán a oírlo otros dos alumnos. La madre de Richard cumple cincuenta años, y la fecha coincide con sus bodas de plata, de manera que le han concedido un permiso especial para asistir a la celebración. Luego, como recordará, Toby Williams se instalará oficialmente en su primera parroquia y varias personas irán a acompañarlo. De manera que quedamos Henry, Stephen, Peter y yo. A mí me gustaría marcharme después de las completas. Me perderé la instalación de Toby, pero quisiera estar presente cuando oficie su primera misa en la parroquia.

El padre Sebastian seguía examinando el papel.

– Sí, ahora me salen las cuentas. Podrás irte después de la homilía del archidiácono; pero, ¿no tenías una clase de griego con el señor Gregory después de la misa del domingo? Será mejor que arregles ese asunto con él.

– Ya lo he hecho, padre. Tiene un hueco para mí el lunes.

– Bien, entonces creo que es todo por esta semana, Raphael. Por cierto, puedes llevarte tu trabajo. Está sobre el escritorio. En uno de sus libros de viajes, Evelyn Waugh escribió que concebía la Teología como la ciencia de la simplificación, en la cual las ideas nebulosas y escurridizas se vuelven inteligibles y claras. Tu trabajo no es ni una cosa ni la otra. Además, empleas mal el término «emular». No es sinónimo de imitar.

– Por supuesto que no. Lo lamento, padre. Yo podría imitarlo a usted, pero jamás conseguiría emularlo.

El padre Sebastian se volvió para ocultar una sonrisa.

– Te recomiendo encarecidamente que no intentes ninguna de las dos cosas.

La sonrisa permaneció en sus labios incluso después de que Raphael cerrase la puerta. Entonces el rector recordó que no le había arrancado una promesa de buena conducta. Si el joven hubiera dado su palabra, sin duda la cumpliría, pero no lo había hecho. Les aguardaba un fin de semana difícil.

7

Antes del amanecer, Dalgliesh salió de su piso de Queenshythe con vistas al Támesis. El edificio, ahora reconvertido en las modernas oficinas de una entidad financiera, había sido un almacén, y el olor a especias, huidizo como la memoria, impregnaba aún las amplias habitaciones, de mobiliario austero y revestimiento de madera, que él ocupaba en la última planta. En el momento de la venta y reforma de la finca, había resistido terminantemente los intentos del futuro propietario de anular su largo contrato de arrendamiento, y al final, después de que él rechazase la última y ridículamente alta oferta, la promotora inmobiliaria había reconocido su derrota y renunciado a renovar el último piso. La propia compañía le había instalado una discreta puerta en un costado del edificio y un ascensor privado y seguro, todo a cambio de un alquiler un poco más alto, pero con un contrato aún más largo. Dalgliesh sospechaba que el edificio, tal como estaba, reunía las condiciones ideales para la empresa y que la presencia de un policía de alto rango en la planta alta proporcionaba al guarda nocturno una reconfortante aunque infundada sensación de seguridad. Dalgliesh había conservado todo lo que le importaba: intimidad, pisos deshabitados bajo sus pies por las noches, poco ruido durante el día y una amplia vista a la cambiante vida que arrastraba el Támesis.

Condujo hacia el este por la City hasta Whitechapel Road, en dirección a la A12. A pesar de la temprana hora -las siete de la mañana-, las calles no estaban totalmente desiertas de coches, y pequeños grupos de oficinistas comenzaban a emerger de las estaciones de metro. Londres nunca dormía del todo, y él disfrutaba esta calma matutina, los primeros movimientos de una vida que en pocas horas se volvería bulliciosa, la relativa tranquilidad de avanzar por las calles libres de obstáculos. Cuando llegó a la A12, escapando de los tentáculos de Eastern Avenue, la primera rendija rosada del cielo nocturno se había convertido en una vasta extensión blanca, y los campos y setos se habían cubierto de un luminoso tono gris que permitía que los árboles y los arbustos, con la traslúcida delicadeza de una acuarela japonesa, cobrasen nitidez poco a poco y mostrasen la incipiente majestuosidad del otoño. Buena época para contemplar los árboles, pensó. Sólo en primavera ofrecían mayor placer a la vista. Las hojas no habían caído aún, y el oscuro perfil de las angulosas ramas adquiría nitidez tras una difusa nube de verdes, amarillos y rojos.

Mientras conducía meditó sobre el propósito de su viaje y analizó sus razones -sin duda poco ortodoxas- para involucrarse en la muerte de un joven desconocido, un caso que ya había sido investigado, examinado por un juez de instrucción y oficialmente cerrado de una forma tan definitiva como la incineración que había reducido el cuerpo a cenizas. No había actuado de forma impulsiva al ofrecerse a investigarlo, no había sido impulsivo, pues rara vez se dejaba mover por impulsos en su trabajo. Su decisión tampoco había obedecido por completo al deseo de sacar a sir Alred del despacho, aunque se trataba de un hombre cuya ausencia solía ser preferible a su presencia. Una vez más especuló sobre la preocupación del magnate por la muerte de un hijo adoptivo por quien no parecía sentir afecto. Aunque quizá lo estuviese interpretando negativamente. Al fin y al cabo, sir Alred era un hombre acostumbrado a ocultar sus sentimientos. Cabía la posibilidad de que quisiera a su hijo más de lo que demostraba. ¿O acaso estaba obsesionado por descubrir la verdad, por inconveniente, desagradable y difícil de esclarecer que fuese? En tal caso, se trataba de un motivo que Dalgliesh era capaz de entender.