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Avanzó con rapidez y llegó a Lowestoft en menos de tres horas. Hacía años que no recorría el pueblo, y en su última visita le había impresionado el deprimente aire de deterioro y pobreza del lugar. Los hoteles del paseo marítimo, que en tiempos más prósperos habían alojado a los veraneantes de la burguesía, ahora anunciaban partidas de bingo. Las puertas y ventanas de muchas tiendas estaban cegadas con tablas, y los transeúntes de tez cenicienta andaban con paso cansino. Ahora, no obstante, se apreciaba una especie de renacimiento. Habían reparado los tejados y estaban pintando algunas casas. Dalgliesh tuvo la sensación de que entraba en una población que miraba con optimismo hacia el futuro. El puente que conducía a los muelles le resultó familiar, y mientras lo cruzaba su estado de ánimo mejoró. De niño, lo había recorrido en bicicleta para ir a comprar arenques frescos. Le vino a la memoria el olor de los brillantes pescados que se deslizaban desde los cubos hasta su mochila y el peso de ésta sobre sus hombros cuando regresaba con la cena o el desayuno para los sacerdotes. Percibió el conocido aroma a agua y alquitrán y con el mismo placer del pasado contempló los botes en el puerto, preguntándose si todavía sería posible comprar pescado en el muelle. Aunque así fuese, no volvería a llevar un regalo a Saint Anselm con el entusiasmo y la satisfacción de un adolescente.

Abrigaba la ilusión de que la comisaría de policía se asemejara a las que él recordaba de su infancia: una casa adosada o independiente reformada para un uso policial y con una lámpara azul en el exterior como única señal de la metamorfosis. En cambio, se encontró con un edificio moderno, con la fachada cruzada por una línea de oscuras ventanas, una antena de radio erguida con imponente autoridad en el tejado y la bandera británica ondeando en un mástil en la entrada.

Lo esperaban. La joven del mostrador de recepción lo saludó con un atractivo acento de Suffolk y con alegría, como si su llegada fuese lo único que le faltaba para terminar su jornada laboral.

– El sargento Jones le está esperando, señor. Lo llamaré y bajará enseguida.

El sargento Irfon Jones era un hombre de facciones delicadas, y su tez clara, apenas bronceada por el sol y el viento, contrastaba con el cabello prácticamente negro. Las primeras palabras que pronunció desvelaron de inmediato su nacionalidad.

– El señor Dalgliesh, ¿no? Lo esperaba. Acompáñeme, por favor, el señor Williams sugirió que utilizáramos su despacho. Lamenta mucho no estar aquí para recibirle, el jefe está en una reunión en Londres. Claro que usted ya lo sabía. ¿Quiere pasar por aquí, señor?

Mientras lo seguía por una puerta de cristal opaco y a lo largo de un estrecho corredor, Dalgliesh dijo:

– Está lejos de casa, sargento.

– Así es, señor Dalgliesh. A seiscientos kilómetros exactamente. Me casé con una chica de Lowestoft, ¿sabe?, y ella es hija única. Su madre no se encuentra bien, así que Jenny quería estar cerca de casa. En cuanto se presentó la ocasión, pedí el traslado desde Gower. Me da igual un sitio que otro mientras esté junto al mar.

– Es un mar muy diferente.

– Una costa muy diferente, pero ambas igual de peligrosas. No es que se produzcan muchas muertes. La de ese pobre chico es la primera en tres años y medio. Hay carteles de advertencia, y los lugareños conocen los riesgos de andar por el acantilado. O deberían conocerlos. Además, es un lugar bastante aislado. No vienen muchas familias con niños por aquí, que digamos, señor. El señor Williams ha despejado su escritorio. Aunque en realidad no hay muchas pruebas importantes que examinar. ¿Tomará café? Sólo tengo que encender la cafetera.

Sobre una bandeja había dos tazas con las asas escrupulosamente alineadas, una cafetera, una lata con una etiqueta que decía «café», una jarra con leche y un hervidor eléctrico. El sargento Jones se aplicó con eficiencia y algo de meticulosidad en la preparación, y el café salió excelente. Se sentaron en dos sillas de oficina situadas frente a la ventana.

– Tengo entendido que usted acudió a la playa al recibir la llamada -comentó Dalgliesh-. ¿Qué ocurrió exactamente?

– El primero en llegar no fui yo, sino el joven Brian Miles. Es el guardia local. El padre Sebastian telefoneó desde el seminario y Miles se encaminó hacia allí en el acto. No tardó más de media hora. Junto al cadáver sólo encontró a dos personas: el padre Sebastian y el padre Martin. El pobre chico estaba muerto, eso era evidente. Pero Brian es un muchacho listo y no le gustó lo que vio. No digo que pensara que era una muerte sospechosa, pero nadie puede negar que fue extraña. Como soy su supervisor, me llamó y me localizó aquí. Eran casi las tres, y puesto que el doctor Mallinson, el médico de la policía, se encontraba por casualidad en la comisaría, emprendimos juntos el camino.

– ¿En la ambulancia? -preguntó Dalgliesh.

– No, en ese momento no. Sé que en Londres el juez de instrucción dispone de una ambulancia propia, pero aquí tenemos que recurrir al servicio local para transportar un cadáver. La ambulancia había salido y tardó cerca de una hora y media en recoger el cadáver. Cuando llegamos al depósito hablé con el ayudante, que estaba convencido de que el juez pediría una autopsia. El señor Mellish es un hombre muy escrupuloso. Fue entonces cuando decidimos tratar el caso como una muerte sospechosa.

– ¿Qué encontraron exactamente en el lugar de los hechos?

– Bueno, el chico había perdido la vida, señor Dalgliesh. El doctor Mallinson certificó la muerte de inmediato; pero no hacía falta un médico para darse cuenta de su estado. En opinión del doctor, llevaba cinco o seis horas muerto. Cuando nosotros llegamos, todavía estaba medio sepultado. Aunque el señor Gregory y la señora Munroe habían desenterrado gran parte del cuerpo y la parte superior de la cabeza, la cara y los brazos aún estaban bajo la arena. Los padres Sebastian y Martin permanecieron en la playa. Ninguno de los dos podía hacer nada, pero el padre Sebastian insistió en quedarse hasta que sacáramos el cadáver. Creo que quería rezar. Así que terminamos de desenterrar al pobre chico, le dimos la vuelta y lo tendimos en una camilla. Entonces el doctor Mallinson lo examinó mejor. No había gran cosa que ver: estaba cubierto de arena y muerto. Eso es todo.

– ¿Presentaba lesiones visibles?

– Ninguna, señor Dalgliesh. Pero cuando uno acude al escenario de semejante accidente, se hace preguntas, ¿no? Es lógico. El doctor Mallinson, sin embargo, no encontró señales de violencia; ni un corte en la cabeza ni nada por el estilo. Naturalmente, no podíamos predecir lo que hallaría en la autopsia el doctor Scargill, nuestro patólogo forense. El doctor Mallinson dijo que él sólo haría un cálculo aproximado de la hora de la muerte y que deberíamos esperar los resultados de la autopsia. No es que creyéramos que había algo sospechoso en el caso; de hecho, en ese momento nos parecía bastante claro. El chico estaba caminando por el acantilado, demasiado cerca del saliente, y éste cedió bajo su peso. Era lo más probable y lo que dictaminaron tras la autopsia.