Lo estaban esperando. Antes incluso de que cerrase la portezuela del coche, se abrió la puerta principal y una frágil figura vestida con sotana bajó con cuidado los tres peldaños de piedra.
Reconoció al padre Martin Petrie de inmediato, aunque le sorprendió que continuara en la casa siendo ya un octogenario. Sin embargo, no cabía la menor duda de que ése era el hombre a quien Dalgliesh había admirado y… sí, también amado, en su juventud. Paradójicamente, los años se desvanecieron al tiempo que desvelaban sus inevitables estragos. Los huesos del rostro del anciano destacaban sobre el fino y descarnado cuello; el largo mechón de pelo que cruzaba la frente, antes de un intenso castaño, era ahora blanco plateado y fino como el de un bebé; la boca, con su grueso labio inferior, había perdido firmeza. Se estrecharon la mano. Para Dalgliesh fue como sujetar un montón de huesos dislocados envueltos en un fino guante de gamuza. A pesar de todo, el apretón del padre Martin todavía era fuerte. Los ojos, aunque hundidos, aún destilaban la inconfundible armonía de la autoridad espiritual. Al mirarlos, Dalgliesh captó algo más que la alegría lógica de quien recibe a un viejo amigo: lo que vio fue una mezcla de aprensión y alivio. Se asombró otra vez, no sin remordimiento, de haber dejado transcurrir tantos años. Había regresado por casualidad, movido por un impulso; y en ese instante se preguntó qué le aguardaba exactamente en Saint Anselm.
– Lamento tener que pedirte que dejes el coche en la parte de atrás -dijo el padre Martin mientras lo acompañaba al interior del edificio-. Al padre Peregrine no le gusta ver automóviles en el patio delantero. Pero no hay prisa. Te instalaremos en tu antigua habitación: Jerónimo.
Cruzaron el amplio vestíbulo con diseño de damero y una gran escalera de roble que conducía a las habitaciones de la planta superior, rodeadas por una galería. Al percibir el olor a incienso, cera de muebles, libros viejos y comida, Dalgliesh se sintió invadido por los recuerdos. En apariencia, nada había cambiado, salvo la presencia de un cuartito adicional a la izquierda de la entrada. A través de la puerta abierta, Dalgliesh atisbo un altar. Quizá fuese un oratorio, pensó. Al pie de la escalera aún se erguía la Virgen esculpida en madera, iluminada por la misma lámpara roja y con un búcaro lleno de flores en el pedestal. Cuando se detuvo a mirarla, el padre Martin aguardó pacientemente a su lado. Era una buena réplica de La Virgen y el niño que estaba en el museo Victoria and Albert y el nombre de cuyo autor Dalgliesh no recordaba. No tenía el aire de doliente devoción característico de esas figuras ni era una representación simbólica de futuros sufrimientos. Tanto la madre como el hijo reían: el bebé con sus regordetes brazos extendidos, y la Virgen, casi una niña, embelesada en la contemplación de su pequeño.
Mientras subían la escalera, el padre Martin dijo:
– Seguro que te ha extrañado verme. Oficialmente ya estoy retirado, desde luego, pero me han pedido que colabore en las clases de teología pastoral. El padre Sebastian Morell es el rector desde hace quince años. Aunque supongo que tendrás ganas de volver a ver tus lugares favoritos, el padre Sebastian nos está esperando. Siempre oye la llegada de los coches. El despacho del rector ocupa el mismo sitio de antes.
El hombre que se levantó de la silla de su escritorio para recibirlos era muy distinto del dulce padre Martin. Medía más de metro ochenta y era más joven de lo que Dalgliesh había imaginado. El cabello castaño claro, apenas matizado de plata y peinado hacia atrás, dejaba al descubierto una frente fina y prominente. La boca de aspecto inflexible, la nariz ligeramente ganchuda y la larga barbilla conferían fuerza a una cara de un atractivo quizá demasiado convencional, aunque austero. El rasgo más llamativo eran los ojos; Dalgliesh pensó que su intenso color azul chocaba de manera desconcertante con la agudeza de la mirada que el rector le dirigió. Era un rostro propio de un hombre de acción: de un soldado, antes que de un académico. La impecable sotana de gabardina negra parecía una prenda incongruente en un hombre que exudaba semejante poder.
Hasta los muebles de la habitación se le antojaron discordes. El escritorio, sobre el cual descansaban un ordenador y una impresora, era agresivamente moderno, pero encima de él colgaba un crucifijo tallado que bien podría ser medieval. En la pared de enfrente se apreciaba una colección de grabados recortados del Vanity Fair y en los que se caricaturizaba a prelados Victorianos: caras con barba, afeitadas, delgadas, rubicundas, lánguidas, con expresión piadosa o segura encima de los pectorales y las mangas de batista. A cada lado de la chimenea de piedra, decorada con un lema grabado, colgaban fotografías enmarcadas de personas y paisajes que sin duda ocupaban un lugar especial en la memoria de su propietario. Sin embargo, justo encima de la chimenea se veía un cuadro muy diferente. Era un óleo de Burne-Jones, un hermoso sueño romántico que rezumaba la célebre luz del pintor, una luz imposible de hallar en la tierra o en el mar. El cuadro mostraba a cuatro jovencitas reunidas alrededor de un manzano, luciendo guirnaldas y largos vestidos de muselina floreada en tonos rosados y pardos. Una estaba sentada, con un libro abierto en la mano y un gato acurrucado sobre el brazo derecho; otra sujetaba una lira y miraba a lo lejos con aire pensativo; las dos restantes estaban de pie: una con el brazo en alto, a punto de arrancar una manzana madura, mientras la otra extendía su delantal, con delicadas manos de largos dedos, para recibir la fruta. Dalgliesh observó que contra la pared derecha había otro objeto de Burne-Jones: un aparador de dos cajones y altas patas rectas con ruedas decorado con dos tablas: una de una mujer que alimentaba a unos pájaros; la otra, de un niño rodeado de corderos. Dalgliesh se acordaba tanto del cuadro como del aparador, aunque en sus visitas anteriores estaban en el refectorio. El deslumbrante romanticismo de estas piezas contrastaba con la austeridad monacal del resto del despacho.
Una sonrisa cordial transformó el rostro del rector, pero fue tan breve que podría haber sido consecuencia de un espasmo muscular.
– ¿Adam Dalgliesh? Le doy la bienvenida. El padre Martin me ha comentado que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo aquí. Desearía que hubiese vuelto en circunstancias más agradables.
– Yo también, padre -respondió Dalgliesh-. Espero no tener que molestarles durante mucho tiempo.
El padre Sebastian señaló los dos sillones situados a ambos lados de la chimenea, y el padre Martin acercó la silla del escritorio.
– Debo reconocer -dijo el padre Sebastian cuando los tres se hubieron sentado- que la llamada de su subdirector me sorprendió mucho. ¿No le parece un desperdicio de recursos humanos enviar a un comisario de la Policía Metropolitana a investigar la acción del cuerpo provincial en un caso que, aunque trágico, no reviste una importancia especial y quedó oficialmente cerrado tras la correspondiente vista? -Hizo una pausa y añadió-: ¿O incluso una medida irregular?
– No, padre, no es una medida irregular. Poco convencional, quizá. Sin embargo, puesto que yo tenía previsto venir a Suffolk, pensamos que ahorraríamos tiempo si pasaba por aquí, y que tal vez sería conveniente para el seminario que me ocupase en persona del caso.
– La mayor ventaja es que lo ha obligado a volver por aquí. Naturalmente, responderemos a todas sus preguntas. Sir Alred Treeves no ha tenido la amabilidad de ponerse en contacto con nosotros. No asistió a la vista, pues según tengo entendido estaba en el extranjero, pero envió a un abogado como observador. Que yo recuerde, éste no expresó insatisfacción. Aunque apenas hemos tratado con él, sir Alred siempre se ha mostrado difícil. Nunca disimuló su malestar ante la elección profesional de su hijo…, que él, por supuesto, nunca calificaría de «vocación». Nos cuesta entender sus motivos para solicitar que reabran el caso. No hay más que tres posibilidades. El asesinato queda descartado: Ronald no tenía enemigos aquí, y nadie ha ganado nada con su muerte. ¿Un suicidio? Es una explicación triste pero probable, desde luego, aunque en su conducta no había indicios de una infelicidad que justificase tamaña decisión. Sólo queda la muerte accidental. Yo suponía que sir Alred había acogido el dictamen con alivio.