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– No obstante, hay que tener en cuenta el anónimo del que, si no me equivoco, el subdirector le ha hablado -dijo Dalgliesh-. Si sir Alred no lo hubiese recibido, yo no estaría aquí.

Lo sacó de su billetera y se lo entregó. El padre Sebastian le echó un breve vistazo.

– Es evidente que fue escrito con un ordenador -observó-. Aquí tenemos algunos…, uno de ellos en mi despacho, como ve usted.

– ¿Tiene idea de quién puede haberlo enviado?

Sin volver a mirar el papel, el padre Sebastian lo devolvió con un gesto de desdén.

– No. Tenemos algunos enemigos. Quizás ésa sea una palabra demasiado fuerte; sería más preciso decir que hay personas que preferirían que este seminario no existiese. Su oposición, empero, es ideológica, teológica o económica, relacionada con los recursos de la Iglesia. Me resisto a creer que alguno de ellos se haya rebajado hasta el punto de escribir esa calumnia. Y me sorprende que sir Alred la haya tomado en serio. Un hombre poderoso como él debería estar acostumbrado a recibir anónimos. Por descontado, le ofreceremos toda la ayuda posible. Supongo que antes de nada querrá inspeccionar el lugar donde murió Ronald. Por favor, discúlpeme si lo envío solo con el padre Martin. Esta tarde he de ocuparme de una visita y otros asuntos urgentes. Las vísperas se cantan a las cinco, por si desea asistir. Después tomaremos un aperitivo aquí antes de cenar. Como recordará, no servimos vino en las comidas de los viernes, pero cuando tenemos compañía nos parece razonable ofrecerles una copa de jerez antes de la cena. Este fin de semana tenemos cuatro visitantes aparte de usted: el archidiácono Crampton, uno de los miembros del consejo de administración del seminario; la doctora Emma Lavenham, que viene de Cambridge todos los trimestres para iniciar a los alumnos en el legado literario del anglicanismo; el doctor Clive Stannard, que se documenta en nuestra biblioteca; y otro policía, el inspector Roger Yarwood, que en la actualidad está de baja por enfermedad. Ninguno de ellos se hallaba presente cuando murió Ronald. Si quiere saber quiénes estaban aquí entonces, el padre Martin le entregará una lista. ¿Cenará usted con nosotros?

– Esta noche no, padre, aunque procuraré regresar para las completas.

– Entonces lo veré en la iglesia. Espero que se sienta cómodo en su habitación.

El padre Sebastian se puso en pie, dando por concluida la entrevista.

9

Supongo que querrás pasar por la iglesia camino de tu habitación -sugirió el padre Martin.

Saltaba a la vista que contaba con la conformidad de Dalgliesh, incluso con su entusiasmo, y no se equivocaba. El comisario estaba deseando volver a ver la pequeña iglesia.

– ¿La Virgen de Van der Weyden sigue encima del altar? -preguntó.

– Sí, desde luego. Ella y El juicio final son nuestras principales atracciones. Bueno, es posible que la palabra «atracción» no resulte apropiada. No he querido decir que fomentemos las visitas. Recibimos pocas, y siempre con cita previa. No damos publicidad a nuestros tesoros.

– ¿El Van der Weyden está asegurado, padre?

– No, nunca lo ha estado. No podemos permitirnos pagar la prima y, como dice el padre Sebastian, el retablo es irremplazable. El dinero no serviría para comprar otro. Aun así, somos precavidos. El aislamiento del edificio facilita las cosas, desde luego, y tenemos un moderno sistema de alarma. El tablero de control está junto a la puerta que comunica el claustro norte con el presbiterio, y el dispositivo protege también la puerta sur. Creo que lo instalaron mucho después de tu última visita. El obispo insistió en que tomásemos medidas de seguridad si queríamos conservar el retablo; y tenía razón, por supuesto.

– Creo recordar que cuando yo era adolescente la iglesia permanecía abierta todo el día -señaló Dalgliesh.

– Sí, pero eso fue antes de que los expertos confirmaran la autenticidad del retablo. A mí me entristece que haya que cerrarla, sobre todo habida cuenta de que nos encontramos en un seminario. Por eso mandé construir un pequeño oratorio cuando aún era rector. No pudimos consagrar el cuarto en sí, ya que forma parte de otro edificio, pero sí consagramos el altar, de manera que los alumnos disponen de un lugar donde rezar o meditar después de los oficios.

Para acceder a la puerta del claustro norte desde la parte posterior del edificio pasaron por el guardarropa. Era una habitación dividida en dos por un largo banco y una barra con perchas, debajo de las cuales había un receptáculo para los zapatos o las botas. La mayor parte de los ganchos estaba libre, pero de media docena de ellos colgaban capas marrones con capucha. Estas, al igual que las sotanas negras, seguramente habían sido adquiridas a instancias de la autoritaria fundadora del seminario, Agnes Arbuthnot. Si era así, ella habría recordado la fuerza y la inclemencia de los vientos del este en aquella despejada costa. A la derecha del vestuario, la puerta entornada de la lavandería permitía entrever cuatro lavadoras y una secadora, todas de gran tamaño.

Dalgliesh y el padre Martin salieron de la penumbra de la casa al claustro, y el vago pero penetrante aroma a academicismo anglicano se desvaneció con el aire fresco del silencioso y soleado patio. Como en su adolescencia, a Dalgliesh le asaltó la sensación de retroceder en el tiempo. Aquí los barrocos ladrillos rojos de la época victoriana cedían el paso a la simplicidad de la piedra. Los claustros, con sus esbeltas columnas, rodeaban tres lados del patio de adoquines. En las paredes revestidas con lajas de York había una sucesión de idénticas puertas de roble que conducían a las dos plantas destinadas a los dormitorios para estudiantes. Los cuatro apartamentos para visitantes daban a la fachada oeste del edificio principal y estaban separados del muro de la iglesia por una verja de hierro forjado, tras la que se divisaban varias hectáreas de terreno cubierto de pálidos matorrales y, más allá, el verde más intenso de los lejanos campos de remolacha. En el centro del patio, un vetusto castaño de Indias comenzaba a mostrar su otoñal decrepitud. Al pie del retorcido tronco, del que unos trozos de corteza se desprendían como postillas, habían brotado pequeños vástagos con hojas tan verdes y tiernas como los primeros retoños de la primavera. Más arriba, las grandes ramas estaban cubiertas de amarillo y marrón, y las hojas secas, retorcidas como dedos momificados, se veían agostadas y frágiles entre castañas de un luminoso tono caoba.

Dalgliesh creyó descubrir nuevos elementos en aquel escenario. Entre ellos, las sobrias pero elegantes macetas de barro alineadas a los pies de las columnas. Si bien debían de componer una bonita estampa en verano, los deformes tallos de los geranios, ahora leñosos, y las escasas flores supervivientes constituían un triste recordatorio de glorias pasadas. Habían plantado la fucsia que trepaba vigorosamente por la pared oeste de la casa cuando Dalgliesh era un niño. Aún tenía muchas flores, mas las hojas empezaban a perder su color y los dispersos montículos de pétalos caídos semejaban manchas de sangre.