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– Entraremos por la puerta de la sacristía -indicó el padre Martin, sacando un abultado llavero del bolsillo de la sotana-. Siempre tardo en encontrar la llave, aunque ya debería conocerla, pero son tantas…, además, mucho me temo que jamás me acostumbre al sistema de seguridad. Tal como está programado, tenemos un minuto entero para teclear los cuatro dígitos, pero el pitido es tan débil que ya casi no lo oigo. Al padre Sebastian le molestan los sonidos estridentes, sobre todo en la iglesia. Si la alarma se dispara, arma un alboroto aterrador en el edificio principal.

– ¿Quiere que lo haga yo, padre?

– No, gracias, Adam. Me las apañaré. Nunca me ha costado recordar el número, corresponde al año en que la señorita Arbuthnot fundó el seminario: 1861.

A un ladrón se le ocurriría fácilmente, pensó Dalgliesh.

La sacristía era más grande de lo que recordaba y por lo visto hacía también las veces de guardarropa y cocina. A la izquierda de la puerta que comunicaba con la iglesia había una hilera de colgadores. Otra pared estaba ocupada por armarios para las vestiduras litúrgicas. Había dos sillas de madera, una pequeña pila con escurridero y, encima de un armario de fórmica, una cafetera y un hervidor eléctrico. Contra la pared habían apilado dos botes grandes de pintura blanca y uno más pequeño de pintura negra, todo junto a un frasco de mermelada que contenía pinceles. A la izquierda de la puerta y debajo de una de las dos ventanas, había un escritorio con cajones sobre cuya mesa reposaba una cruz de plata. Más arriba, Dalgliesh vio una caja de seguridad empotrada. El padre Martin se percató de que la observaba.

– El padre Sebastian la mandó instalar para guardar los cálices y la patena del siglo xvii -explicó-. Los donó la señorita Arbuthnot y son muy valiosos. Precisamente por eso antes los guardábamos en el banco, pero el padre Sebastian decidió que debíamos usarlos. Yo creo que tiene razón.

A un lado del escritorio, la pared estaba decorada con fotografías de color sepia, todas de los primeros tiempos del seminario. Dalgliesh, siempre interesado en las fotos antiguas, se acercó a examinarlas. Una de ellas debía de ser de la señorita Arbuthnot, pensó. Estaba flanqueada por dos sacerdotes con sotana y birrete, ambos más altos que ella. Tras un rápido pero escrupuloso escrutinio, resultaba obvio para Dalgliesh quién era la personalidad dominante. Lejos de dejarse amilanar por la severidad clerical de sus custodios, la señorita Arbuthnot estaba serena, con los dedos enlazados sobre los pliegues de la falda. Su ropa era sencilla, aunque cara; incluso en la foto era posible apreciar el brillo de la blusa con cuello alto y mangas abullonadas y la excelente calidad de la falda. No llevaba joyas, salvo un camafeo en el cuello y una cruz que pendía de una cadena. El cabello severamente recogido y en apariencia muy rubio, rodeaba un rostro en forma de corazón, y bajo las cejas rectas y más oscuras los ojos se hallaban bastante separados entre sí. Dalgliesh se preguntó si alguna vez la risa habría roto ese aire serio y más bien amedrentador. En su opinión, era la foto de una mujer hermosa que no se recreaba en su belleza y había buscado las gratificaciones del poder en otros ámbitos.

La nostalgia lo invadió al percibir el olor a incienso y humo de las velas. Mientras se dirigían a la nave izquierda, el padre Martin dijo:

– Supongo que querrás volver a ver El juicio final.

La obra se iluminaba con una lámpara acoplada a una columna cercana. El padre Martin extendió el brazo, y la tenebrosa e indescifrable escena cobró vida. Se hallaban ante una gráfica representación del juicio final pintada sobre madera, un conjunto en forma de media luna de unos cuatro metros de diámetro. Arriba estaba Cristo sentado en la Gloria, con sus manos heridas extendidas sobre el drama que se desarrollaba abajo. La figura central era san Miguel. Empuñaba una pesada espada en la mano derecha y con la izquierda sostenía una balanza en la que pesaba las almas de los justos y los malvados. A la izquierda, un demonio de rabo escamoso y sonrisa lasciva, la personificación del horror, aguardaba a sus presas. Los virtuosos alzaban sus pálidas manos en actitud de oración, mientras que los condenados formaban una retorcida masa de negros, barrigudos y boquiabiertos hermafroditas. Junto a éstos, un grupo de diablillos menores con tridentes y cadenas arrojaban a sus víctimas a las fauces de un pez descomunal con una dentadura que parecía una hilera de espadas. A la izquierda, el cielo estaba representado como un hotel con almenas, ante cuya puerta un ángel portero daba la bienvenida a las almas desnudas. San Pedro, ataviado con una capa y una triple tiara, recibía a los bienaventurados más importantes. Aunque todos iban desnudos, lucían aún los distintivos de su rango: un cardenal con bonete escarlata, un obispo con mitra, un rey y una reina con sendas coronas. Esta visión medieval del cielo no era muy democrática, pensó Dalgliesh. En su opinión, todos los bienaventurados tenían un semblante de piadoso aburrimiento; a los condenados se les veía bastante más vitales, más desafiantes que arrepentidos, mientras los lanzaban con los pies por delante a la garganta del pez. Uno de ellos, más corpulento que los demás, se resistía a su destino y parecía hacer un ademán de desprecio a san Miguel. El juicio final, que en tiempos pretéritos ocupaba un sitio más destacado, se valía del miedo al infierno para inculcar la virtud y la conformidad social en las congregaciones medievales. Ahora lo contemplaban académicos interesados en el tema o visitantes que ya no temían el infierno y esperaban encontrar el cielo en este mundo, no en el siguiente.

– Es un juicio final notable, quizás uno de los mejores del país, pero no puedo evitar desear que lo pusieran en otro sitio -confesó el padre Martin-. Data aproximadamente del año 1480. No sé si has visto el de Wenhaston. Éste se le parece tanto que es probable que lo haya pintado el mismo monje de Blythburgh. El de ellos estuvo a la intemperie durante muchos años e hizo falta restaurarlo, mientras que el nuestro se conserva mejor. Tuvimos suerte. Lo descubrieron en la década de los treinta en un granero de las cercanías de Wisset, donde lo usaban como tabique, de manera que seguramente ha estado a cubierto desde principios del siglo xix. -El padre Martin apagó la luz y siguió hablando animadamente-: Teníamos una antiquísima estructura circular que se mantenía en pie…, seguro que has visto la de Bramfield… pero de eso hace mucho tiempo. Ésta era una pila bautismal, pero, como puedes apreciar, queda poco del labrado original. Cuenta la leyenda que salió a la superficie del mar a finales del siglo xviii, durante una terrible tormenta. No sabemos si originariamente perteneció a esta iglesia o a alguna de las que quedaron sumergidas. Aquí hay muchos siglos representados. Como ves, aún conservamos cuatro sitiales del xvii.

Pese a su antigüedad, estas piezas remitían a Dalgliesh a la sociedad victoriana. El señor y su familia se sentaban en la intimidad de esos sitiales, rodeados por las mamparas de madera, sin ser vistos por el resto de la congregación ni desde el púlpito. Los imaginó reunidos allí y se preguntó si llevarían consigo cojines, mantas, bocadillos, bebidas o incluso algún libro discretamente escondido para aliviar las horas de abstinencia y el tedio del sermón. De niño, solía especular sobre qué haría el señor si sufría de incontinencia urinaria. ¿Cómo conseguían él y el resto de la congregación permanecer sentados durante las dos eucaristías del domingo, con sus largas homilías, o mientras se recitaba o cantaba la letanía? ¿Acaso era costumbre ocultar un orinal debajo del asiento de madera?

Ahora caminaban por la nave en dirección al altar. El padre Martin se acercó a una columna situada detrás del púlpito y pulsó un interruptor. La penumbra de la iglesia se intensificó mientras, con dramática rapidez, el retablo se llenaba de vida y color. Las figuras de la Virgen y san José, paralizadas en silenciosa adoración desde hacía más de cinco siglos, parecieron desprenderse momentáneamente de la madera para flotar en el aire como una temblorosa visión. La Virgen estaba pintada sobre un barroco brocado en tonos dorados y marrones, un lujoso fondo que ponía de relieve la sencillez y fragilidad de la figura. Su pálido rostro formaba un óvalo perfecto; la nariz era estrecha y la boca, delicada; y bajo las finas cejas arqueadas los ojos de pesados párpados contemplaban al niño con una expresión de resignado asombro. Una ondulada melena rojiza caía desde la ancha y tersa frente hasta la mantilla azul y las delicadas manos, con los dedos rozándose apenas en un gesto de oración. El Niño la miraba con los brazos en alto, como prefigurando su crucifixión. San José, vestido de rojo, estaba sentado en la parte derecha del retablo: un soñoliento guardián, prematuramente envejecido y encorvado sobre un bastón.