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Será mejor que empiece a hablar de Ronald Treeves, el muchacho que murió. Al fin y al cabo, se supone que estoy escribiendo sobre su muerte. Antes de la vista, la policía, en un interrogatorio, me preguntó si lo conocía bien. Yo creo que lo conocía mejor que cualquiera de los que trabajan aquí, pero no lo dije. No podía contar gran cosa. No me pareció apropiado cotillear sobre los estudiantes. Sé que no era un joven popular, pero tampoco mencioné ese detalle. El problema es que no terminaba de encajar en este sitio, y supongo que él era consciente de ello. Para empezar, su padre era sir Alred Treeves, propietario de una importante fábrica de armamento, y a Ronald le gustaba recordarnos que era hijo de un hombre muy rico. Sus posesiones lo demostraban. Conducía un Porsche, mientras que los demás alumnos se conforman con coches más baratos…, cuando los tienen. También solía hablar de sus viajes a lugares remotos y caros que sus compañeros nunca podrían visitar, al menos en vacaciones.

Quizás esos detalles le habrían servido para adquirir popularidad en otros centros de enseñanza, pero aquí no. Todo el mundo se jacta de algo, digan lo que digan, y sin embargo aquí ese algo no es el dinero. Tampoco es la familia, aunque el hijo de un coadjutor disfruta de más privilegios que el de una estrella del pop. Creo que lo que de verdad les importa es la inteligencia… la inteligencia, el ingenio y el aspecto físico. Les gusta la gente capaz de hacerlos reír. Ronald no era tan listo como creía, y no le hacía gracia a nadie. Pensaban que era aburrido y, naturalmente, cuando se percató de ello se volvió aún más aburrido. No comenté nada de esto a la policía. ¿De qué habría servido? Estaba muerto. Ah, y creo que también era un poco fisgón; siempre quería enterarse de todo y no se cansaba de hacer preguntas. A mí no me sacó mucha información. Aun así, algunas noches iba a mi casa, se sentaba y charlaba mientras yo tejía y lo escuchaba. Los estudiantes saben que no es aconsejable que visiten al personal del seminario, a menos que los inviten. El padre Sebastian quiere que preservemos nuestra intimidad. No obstante, a mí no me importaba que Ronald viniera a verme. Ahora que lo pienso, creo que se sentía solo. Bueno, de lo contrario no se habría molestado en visitarme. Sea como fuere, me recordaba a mi Charlie. Charlie no era aburrido ni impopular, pero me gusta imaginar que, si alguna vez se hubiera sentido solo y con ganas de hablar tranquilamente, habría habido alguien como yo dispuesto a escucharlo.

La policía me preguntó por qué había ido a la playa a buscarlo. Pero lo cierto es que no lo hice. Unas dos veces por semana doy un paseo a solas después de comer, y cuando salí ni siquiera sabía que Ronald había desaparecido. Además, nunca se me habría ocurrido buscarlo en la playa. Me cuesta imaginar que a alguien pueda ocurrirle algo malo en una playa desierta. Resulta bastante segura si uno no trepa al espigón ni camina demasiado cerca del borde del acantilado, y hay letreros que advierten de ambos peligros. En cuanto llegan los estudiantes, se les informa de los riesgos que suponen nadar solo o caminar demasiado cerca de los inestables acantilados.

En tiempos de la señorita Arbuthnot era posible llegar a la playa desde la casa, pero la invasión del mar ha cambiado las cosas: ahora tenemos que recorrer a pie unos setecientos metros en dirección sur, hasta el único punto donde los acantilados son bajos y lo bastante firmes para sostener una barandilla y media docena de desvencijados escalones de madera. Más allá está la oscuridad de Ballard’s Mere, la laguna rodeada de árboles y separada del mar únicamente por un estrecho banco de guijarros. A veces me limito a caminar hasta allí antes de dar media vuelta, pero ese día bajé a la playa y eché a andar hacia el norte.

La noche lluviosa había cedido el paso a un día fresco y radiante; el cielo estaba azul, salpicado de escurridizas nubes, y la marea estaba alta. Rodeé un pequeño promontorio y vi la playa desierta que se extendía ante mí, con sus finos resaltos de guijarros y los oscuros contornos de las antiguas escolleras, llenas de algas incrustadas, que se desmoronaban en el mar. Entonces avisté un bulto negro a los pies del acantilado, a unos treinta metros de donde me encontraba. Caminé hacia allí y descubrí una sotana y una capa marrón, ambas cuidadosamente dobladas. A escasos metros de distancia el acantilado se había derrumbado y ahora yacía en grandes montículos de arena compacta, matas de hierba y piedras. Intuí de inmediato lo que había sucedido. Creo que dejé escapar un pequeño grito y luego empecé a excavar con las manos. Sabía que ahí debajo debía de haber un cuerpo, pero era imposible determinar el lugar preciso. Recuerdo la aspereza de la arena en mis uñas y la lentitud con que me parecía avanzar, de manera que empecé a asestar frenéticos puntapiés, como si estuviese enfadada, levantando altas nubes de arena que me azotaron el rostro y me nublaron los ojos. Entonces, a unos treinta metros en dirección al mar, divisé una afilada tabla de madera. La recogí y empecé a sondear el terreno, hundiéndola en la arena. Al cabo de unos minutos, cuando la madera tocó algo blando, me arrodillé y volví a cavar con las manos. Así descubrí que lo que había tocado eran unas nalgas cubiertas por una costra de arena y un pantalón de pana beige.

No me fue posible continuar. Mi corazón latía con furia, y se me habían agotado las fuerzas. Me asaltó la vaga sensación de que acababa de humillar a quienquiera que estuviese allí, de que los dos montículos que había dejado a la vista componían una imagen ridícula, casi indecente. Era consciente de que el hombre estaba muerto y mis frenéticas prisas no habían servido de nada. No habría podido salvarlo; y ahora, aunque hubiese tenido la fuerza necesaria, habría sido incapaz de seguir cavando sola, desenterrando el cadáver centímetro a centímetro. Tenía que pedir ayuda y avisar de lo sucedido. Creo que ya sabía de quién era el cuerpo, pero de repente me acordé de que las capas marrones de los seminaristas llevan una etiqueta con el nombre del propietario. Doblé el cuello hacia atrás y leí el nombre.

Recuerdo que me tambaleé por la playa, sobre el firme borde de arena entre los bancos de guijarros, y de alguna manera logré subir los peldaños hasta llegar a lo alto del acantilado. Eché a correr hacia el seminario por la carretera. Me hallaba a unos ochocientos metros, pero la distancia se me antojaba interminable y la casa parecía retroceder con cada doloroso paso. Entonces oí un coche. Me volví y vi que torcía desde la carretera principal en dirección a mí, avanzando por el escarpado camino que bordea el acantilado. Me detuve en medio de la vereda y agité los brazos hasta que el coche disminuyó la velocidad. Era el señor Gregory.