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Una suposición infundada, pensó Dalgliesh. Reprimió una protesta y aceptó el papel. ¿Qué indiscreción, vergüenza o veleidad juvenil resucitarían, muy a su pesar, esas líneas? La visión de su propia letra -a un tiempo familiar y extraña, vacilante e informe pese a la aplicada caligrafía- lo impulsó hacia el pasado con más fuerza que cualquier fotografía antigua, ya que era mucho más personal. Resultaba difícil creer que la mano infantil que se había movido sobre esa cuartilla era la misma que ahora la sostenía.

Leyó los versos en silencio:

Desconsolados

«Otro día precioso», dijiste al pasar con voz queda, y continuaste andando con la mirada ausente. No dijiste: «Por favor, cúbreme con tu abrigo; fuera el sol, dentro la mortífera aguanieve.»

Otro recuerdo acudió a su mente, el de un hecho frecuente en la infancia: su padre pronunciando un responso, la fertilidad de la tierra removida junto al intenso verde del césped artificial, unas cuantas coronas, el sobrepelliz agitado por el viento, el aroma a flores. Recordó que había escrito aquellas líneas tras el entierro de un niño, un hijo único. Recordó también que el adjetivo del último verso no acababa de convencerle, pero no había encontrado un sustituto aceptable.

– Me pareció un escrito notable para un chico de catorce años -opinó el padre Martin-. Si no lo quieres, me gustaría quedármelo.

Dalgliesh asintió y le devolvió el papel en silencio. El padre Martin lo dobló y se lo guardó en el bolsillo con un aire de satisfacción infantil.

– Ha dicho que quería enseñarme algo más -le señaló Dalgliesh.

– Sí. Será mejor que nos sentemos. -Una vez más, el padre Martin metió la mano en el profundo bolsillo de su sotana y sacó lo que parecía un cuaderno escolar, enrollado y atado con una goma. Lo extendió sobre su regazo y enlazó las manos encima, como si quisiera protegerlo-. Desearía que leyeses esto antes de ir a la playa. Habla por sí mismo. La mujer que lo escribió murió de un infarto la misma noche en que hizo la última anotación. Quizá no guarde relación alguna con la muerte de Ronald. Eso dijo el padre Sebastian cuando se lo enseñé, él cree que podemos pasarlo por alto. Tal vez no signifique nada, pero a mí me preocupa. Me pareció que sería buena idea que lo leyeras aquí, donde nadie te interrumpirá. Fíjate especialmente en las anotaciones primera y última.

Le entregó el cuaderno y permaneció sentado en silencio hasta que Dalgliesh hubo concluido la lectura.

– ¿Cómo llegó a sus manos, padre? -preguntó el comisario.

– Lo busqué y di con él. La señora Pilbeam encontró a Margaret Munroe muerta en su casa a las seis y cuarto de la mañana del viernes 13 de octubre. La señora Pilbeam se dirigía al seminario y le sorprendió ver luces tan temprano en San Mateo. Después de que el doctor Metcalf, el médico que nos atiende a todos, examinase el cadáver y se lo llevaran, recordé que yo mismo le había sugerido a Margaret que contase por escrito cómo había descubierto el cadáver de Ronald. Me pregunté si me habría hecho caso. Encontré el cuaderno debajo de un bloc de papel de carta, en el cajón de un pequeño escritorio de madera. No había hecho nada por ocultarlo.

– ¿Y usted cree que nadie más sabe de la existencia de este diario?

– Nadie, excepto el padre Sebastian. Estoy seguro de que Margaret no se lo contó siquiera a la señora Pilbeam, el miembro del personal con quien tenía más confianza. Tampoco había señales de que hubiesen registrado la casa. La expresión de la difunta era serena. La encontramos sentada en su sillón, con una labor de punto sobre el regazo.

– ¿Sabe a qué se refiere?

– No. Tal vez lo que suscitó el recuerdo fuese algo que había visto u oído el día de la muerte de Ronald; eso y los puerros que le había regalado Eric Surtees. Es el ayudante de Reg Pilbeam, como ya se menciona en el diario. No sé de qué se trataba.

– ¿Su muerte fue inesperada?

– No exactamente. Hacía años que padecía una grave enfermedad cardíaca. Tanto el doctor Metcalf como un especialista de Ipswich le advirtieron que necesitaba un trasplante, pero ella no quería someterse a ninguna operación. Alegaba que los escasos recursos de la medicina debían destinarse a los jóvenes o a personas con responsabilidades familiares. Desde la muerte de su hijo, parecía que a Margaret le diera igual vivir que morir. No es que su actitud fuese morbosa; simplemente no sentía suficiente apego a la vida como para luchar por mantenerla.

– Me gustaría guardar este diario -dijo Dalgliesh-. Es posible que el padre Sebastian esté en lo cierto y que estas anotaciones carezcan de importancia, pero habida cuenta de las circunstancias de la muerte de Ronald Treeves, es un documento interesante.

Depositó el cuaderno en el maletín, cerró la tapa y echó la cerradura de seguridad, que se abría con una combinación de números. Permanecieron sentados en silencio durante un minuto. Dalgliesh sintió como si el aire se hallara cargado de mudos temores, sospechas a medio formular y una vaga sensación de intranquilidad. Ronald Treeves había muerto misteriosamente, y una semana después también había pasado a mejor vida la mujer que había encontrado su cadáver y que más tarde había descubierto un importante secreto. Hasta el momento no había indicios de delito, y el comisario compartía la aparente reticencia del padre Martin a pronunciar esas palabras en voz alta.

– ¿Le sorprendió el veredicto de la vista? -inquirió Dalgliesh.

– Un poco. Esperaba que dictaminaran que se desconocía la causa de la muerte. Aun así no soportamos la idea de que Ronald se suicidase, y mucho menos de una forma tan horrible.

– ¿Qué clase de chico era? ¿Estaba a gusto aquí?

– No estoy seguro, aunque me cuesta imaginar que hubiese encajado mejor en otro seminario. Era inteligente y aplicado, pero no muy simpático. Pobre chico. Yo diría que combinaba cierta vulnerabilidad con una considerable petulancia. No tenía ningún amigo especial, aunque tampoco alentamos esa clase de relaciones, y supongo que se sentía solo. Sin embargo, no había nada en su trabajo ni en su actitud que sugiriese que estaba desesperado o tentado de caer en el triste pecado de la autodestrucción. Naturalmente, si se suicidó, parte de la responsabilidad es nuestra. Deberíamos habernos percatado de que sufría. Pero no nos dio ninguna pista.

– ¿Y su vocación les parecía clara?

El padre Martin se tomó su tiempo antes de responder:

– Al padre Sebastian sí, aunque me pregunto si no se dejó influir por el historial académico de Ronald. Quizá no fuese tan brillante como creía, pero era listo. Yo tenía mis dudas respecto a su vocación; más bien consideraba que Ronald estaba desesperado por impresionar a su padre. Incapaz de estar a su altura en el mundo de las finanzas, escogió una carrera imposible de comparar con ese ámbito. Además, en el sacerdocio, en particular en el católico, existe siempre la tentación del poder. Cuando se ordenase, tendría la potestad de conceder la absolución. Algo que su padre nunca podría hacer. No le he contado esto a nadie, y tal vez me equivoque. Cuando se estudió su solicitud, yo me sentí incómodo. No es fácil para un rector que su predecesor continúe en el seminario. Por eso no me pareció correcto oponerme al padre Sebastian en este asunto.

Dalgliesh experimentó una profunda aunque absurda inquietud cuando oyó decir al padre Martin:

– Y ahora supongo que querrás ver el lugar donde murió.

11

Eric Surtees salió de la casa San Juan por la puerta trasera y caminó entre las ordenadas filas de otoñales hortalizas para visitar a sus cerdos. Lily, Marigold, Daisy y Myrtle corrieron patosamente a su encuentro, en alborotador tropel, y alzaron sus rosados hocicos para olfatearlo. Fuera cual fuese su estado de ánimo, a Eric siempre le complacía ver la pocilga que él mismo había construido. Sin embargo hoy, mientras se inclinaba para rascarle el lomo a Myrtle, no consiguió disipar la ansiedad que lo abrumaba como un peso que cargara sobre sus hombros.