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Su hermanastra, Karen, llegaría a la hora del té. Por lo general viajaba en coche desde Londres el tercer fin de semana de cada mes y, con independencia del tiempo que hiciese, esos dos días permanecían soleados en la memoria de Eric; animaban e iluminaban las semanas que faltaban para el siguiente encuentro. En los últimos cuatro años ella le había cambiado la vida. Ahora era incapaz de imaginar su existencia sin Karen. En circunstancias normales, esta visita supondría un privilegio, pues la joven había estado allí el domingo anterior. No obstante, Eric sabía que quería volver a pedirle algo que él ya le había negado la semana anterior. También sabía que le resultaría difícil encontrar el valor necesario para rehusar por segunda vez.

Reclinado sobre la valla de la pocilga, meditó sobre los últimos cuatro años, sobre sí mismo y sobre Karen. En un principio la relación no auguraba nada bueno. Se habían conocido cuando él tenía veintiséis años y ella, tres menos. Eric y su madre habían ignorado su existencia hasta que la niña cumplió los diez años. El padre de ambos, representante de un importante grupo editorial, había mantenido con éxito dos hogares hasta que las presiones físicas y económicas, junto con las complicaciones de esa doble vida, se le habían antojado insoportables y se había marchado con su amante. Ni Eric ni su madre habían lamentado demasiado su partida; a ella le gustaba sentirse víctima, y su marido le había proporcionado un motivo para vivir en un estado de feliz indignación y librando encarnizadas batallas durante los últimos diez años de su vida. Luchó en vano por la propiedad de la casa de Londres, insistió en hacerse con la custodia del niño (aunque en este punto no hubo desacuerdo) y mantuvo una larga y enconada disputa por la distribución de los bienes. Eric no había vuelto a ver a su padre.

La casa de cuatro plantas formaba parte de una serie de edificios adosados Victorianos situados en las proximidades de la estación de metro Oval. Tras la muerte de su madre, condenada a una larga agonía por la enfermedad de Alzheimer, Eric había continuado en la casa, ya que el abogado le había informado de que podía permanecer allí sin pagar alquiler hasta que su padre muriese. Cuatro años atrás había fallecido en la calle de un ataque al corazón, y entonces Eric había descubierto que les había legado la casa por partes iguales a él y a su hermana.

Había visto a la chica por primera vez en el funeral de su padre. El acontecimiento -que no merecía dignificarse con un nombre más ceremonioso- había tenido lugar en un crematorio del norte de Londres sin el privilegio de un sacerdote; de hecho, sin el privilegio de otros deudos aparte del propio Eric, Karen y dos representantes de la editorial. La inhumación había durado unos minutos.

Al salir del crematorio, Karen había dicho sin preámbulos: «Ha sido tal como lo deseaba papá. Nunca fue un hombre religioso. No quería flores ni un funeral con mucha gente. Hemos de hablar sobre la casa, pero no ahora. Tengo una reunión urgente en la oficina. No me ha sido fácil escaparme.»

Ella no se ofreció a llevarlo, y Eric regresó solo a la casa. Sin embargo, al día siguiente Karen fue a verlo. Él recordaba claramente el momento en que había abierto la puerta. Iba vestida igual que en el funeraclass="underline" con estrechos pantalones de piel negros, un holgado jersey rojo y botas de tacón alto. Su cabello estaba tieso, como si lo hubiese untado con gomina, y llevaba un lustroso pendiente en la aleta izquierda de la nariz. Presentaba una apariencia convencionalmente estrafalaria, y Eric descubrió con asombro que le gustaba. Se dirigieron en silencio a la sala delantera, que rara vez se usaba, y ella miró con expresión desdeñosa los vestigios de la vida de la madre de Eric: los aparatosos muebles que nunca se había molestado en cambiar, las polvorientas cortinas colgadas con el estampado hacia la calle y la repisa de la chimenea, abarrotada de chabacanos recuerdos de sus vacaciones en España.

– Debemos tomar una decisión con respecto a la casa -aseveró ella-. Podemos venderla y repartirnos el dinero a partes iguales, o alquilarla. Supongo que también podríamos invertir en reformas y convertirla en tres estudios. No saldría barato, pero papá me nombró beneficiaría de un seguro de vida, y no me importaría invertir ese dinero siempre que cobre una proporción más alta de los alquileres. ¿Qué quieres hacer tú? ¿Tenías intención de quedarte aquí?

– La verdad es que no quiero seguir en Londres. Si vendemos la casa, dispondré del dinero suficiente para comprarme una casita en el interior. Tal vez me dedique a cultivar y vender hortalizas.

– Sería una tontería. Necesitarás más capital del que podrías sacar de aquí, y esa clase de negocio no es rentable a menos que se monte a gran escala. De todos modos, si lo que quieres es marcharte, supongo que tendrás prisa por vender.

«Sabe lo que quiere y lo conseguirá -pensó Eric-, con independencia de lo que diga yo.» Pero no le preocupaba demasiado. La siguió de una habitación a otra en una especie de trance.

– No me importa conservarla, si es lo que deseas.

– No se trata de lo que desee yo; es lo más sensato para ambos. El mercado inmobiliario pasa por un buen momento y es muy probable que mejore. Naturalmente, si dividimos la casa en apartamentos, perderá valor como residencia unifamiliar. Por otro lado, nos proporcionará ingresos regulares.

Y así se hizo. Eric sabía que al principio Karen lo despreciaba, pero cuando empezaron a trabajar juntos, su actitud cambió de manera perceptible. Descubrió con sorpresa y alegría que él era hábil con las manos y que el hecho de que fuese capaz de pintar, colocar estanterías e instalar armarios les ahorraría mucho dinero. Eric jamás se había molestado en reformar una casa que fuese suya sólo de nombre. No obstante, ahora encontró en sí mismo unas aptitudes inesperadas y satisfactorias. Aunque contrataron a un fontanero, un electricista y un albañil para las obras más importantes, Eric se encargó de gran parte del trabajo. Se convirtieron en socios involuntarios. Los sábados salían a comprar muebles de segunda mano, ropa de cama y cubertería de oferta, y se mostraban mutuamente sus trofeos con entusiasmo infantil. Él le enseñó a utilizar un soplete, insistió en preparar a conciencia la madera antes de pintar -a pesar de las protestas de Karen- y la sorprendió con la escrupulosidad con que midió y montó los armarios de la cocina. Mientras trabajaban, ella hablaba de su vida; del periodismo autónomo, en el que empezaba a hacerse un nombre; de su satisfacción al ver su nombre en un artículo y de los cotilleos y pequeños escándalos del mundillo literario, en el que trabajaba de manera marginal. Era un universo que a Eric se le antojaba aterradoramente extraño. Se alegraba de no formar parte de él. Él soñaba con una casita de campo, un huerto y quizá su pasión secreta: criar cerdos.

Y recordaba -cómo no- el día en que se habían convertido en amantes. Él acababa de instalar una persiana en una de las ventanas que daba al sur, y estaban pintando las paredes juntos. Karen era muy sucia para trabajar y en mitad de la tarea anunció que quería ducharse porque estaba acalorada, sudorosa y manchada. Sería una oportunidad para probar el nuevo baño. De manera que Eric también dejó de trabajar y se sentó con las piernas cruzadas, apoyado contra la única pared sin pintar, observando las franjas que proyectaba la luz que se colaba por la persiana entornada sobre el suelo manchado de pintura; recreándose en su sensación de bienestar.

Entonces entró ella. Excepto por una toalla que se había atado a la cintura, estaba desnuda y llevaba una alfombra de baño sobre el brazo. La desplegó en el suelo, se acuclilló encima y le tendió los brazos a Eric. Sumido en una especie de éxtasis, él se arrodilló al lado de ella.