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– No podemos -murmuró-. Somos hermanos.

– Sólo hermanastros. Mejor. Todo quedará en familia.

– La persiana. Hay demasiada luz -musitó él.

Ella se levantó, cerró la persiana y la habitación quedó en penumbra. Karen regresó junto a él y le apretó la cabeza contra sus pechos.

Había sido la primera experiencia sexual de Eric, y le había cambiado la vida. Sabía que Karen no lo quería, y él aún no estaba enamorado de ella. Durante ése y otros sorprendentes encuentros amorosos, Eric cerraba los ojos y se entregaba a todas sus fantasías secretas: románticas, tiernas, violentas, vergonzosas. Las imágenes se arremolinaban en su mente y tomaban cuerpo. Hasta que un día, por primera vez, mientras hacían el amor cómodamente en la cama, él abrió los ojos, miró a Karen y comprendió que estaba enamorado.

Había sido ella quien le había conseguido el empleo en Saint Anselm. Mientras llevaba a cabo un trabajo en Ipswich, había comprado un ejemplar del East Anglian Daily News. Esa noche regresó a la casa, en cuyo sótano se había alojado Eric durante las obras, llevando consigo el periódico.

– Éste sería un trabajo ideal para ti. Buscan a un hombre que se encargue de pequeñas reparaciones en un seminario del sur de Lowestoft. Sin duda está lo suficientemente aislado para tu gusto. Ofrecen una casita con jardín, y apuesto a que podrás convencerlos de que te dejen criar gallinas.

– No quiero gallinas, sino cerdos.

– Pues cerdos, si es que no apestan demasiado. No pagan mucho, pero sacarás unas doscientas cincuenta libras del alquiler de estos apartamentos. Hasta conseguirías ahorrar un poco. ¿Qué te parece?

A Eric le parecía demasiado bueno para ser cierto.

– Tal vez prefieran una pareja -añadió ella-, pero el anuncio no dice nada al respecto. Deberíamos actuar con rapidez. Si quieres, te llevaré allí mañana por la mañana. Llama a este número y concierta una cita.

Al día siguiente, ella lo acompañó hasta Suffolk, lo dejó en la puerta del seminario y dijo que regresaría a buscarlo una hora después. Lo entrevistaron el padre Sebastian Morell y el padre Martin Petrie. Aunque Eric temía que le pidiesen referencias parroquiales, o que le preguntasen si asistía a la iglesia con regularidad, nadie mencionó el tema de la religión.

Karen había dicho:

– Podrías conseguir recomendaciones del ayuntamiento, desde luego, pero lo mejor será que demuestres que eres un manitas. No buscan un oficinista. He traído mi Polaroid. Tomaré fotos de los armarios, las estanterías y los apliques para que se las enseñes. Recuerda que debes venderte bien.

Pero a Eric no le hizo falta venderse. Respondió a las preguntas de los sacerdotes y les mostró las fotografías con un conmovedor nerviosismo que demostró lo mucho que deseaba el trabajo. Luego lo llevaron a ver la casa. Era más grande de lo que él había imaginado o deseado, y estaba a unos ochenta metros de la parte trasera del seminario, con una amplia vista al descampado y a un pequeño y descuidado jardín. Eric no mencionó los cerdos hasta que llevaba un mes trabajando allí y, cuando lo hizo, nadie puso objeciones. El padre Martin, ligeramente incómodo, se limitó a preguntar:

– No escaparán, ¿verdad, Eric? -Como si se tratase de ovejeros alemanes.

– No, padre. Construiré una pocilga para mantenerlos aislados. Naturalmente, les enseñaré los planos antes de comprar la madera.

– ¿Y el olor? -quiso saber el padre Sebastian-. Dicen que los cerdos no huelen, pero yo siempre percibo su olor. Es posible que tenga un olfato más desarrollado que la mayoría de la gente.

– No olerán mal, padre. Los cerdos son unos animales muy limpios.

Así pues, Eric consiguió su casa, su jardín y sus cerdos. Además veía a Karen cada tres semanas. No alcanzaba a imaginar una vida más satisfactoria.

En Saint Anselm encontró la paz que había buscado durante toda su vida. No entendía por qué siempre había anhelado tanto la ausencia de ruido, de conflictos, de tensiones creadas por personalidades antagónicas. Su padre nunca lo había maltratado. De hecho, había pasado poco tiempo en casa, y las desavenencias conyugales de sus padres se habían manifestado con gruñidos y quejas entre dientes más que con gritos o arrebatos de ira. La reserva había formado parte de la personalidad de Eric desde la más tierna infancia. Incluso durante su etapa en el ayuntamiento -desempeñando un trabajo que difícilmente cabría calificar de estimulante- se había esforzado por mantenerse al margen de las pequeñas rencillas o disputas que algunos trabajadores se empeñaban en provocar. Antes de conocer y amar a Karen, ninguna compañía se le había antojado más deseable que la suya propia.

Y ahora, con su paz, su refugio, su jardín, sus cerdos, un trabajo que le gustaba y que los demás valoraban y las visitas periódicas de Karen, disfrutaba de una vida que superaba todas sus expectativas y lo satisfacía plenamente. Sin embargo, el nombramiento del archidiácono Crampton como miembro del consejo de administración había cambiado las cosas. El miedo a lo que Karen pudiese pedirle representaba sólo una preocupación adicional para Eric, que padecía una sobrecogedora ansiedad desde la llegada del archidiácono.

– Es posible que el archidiácono vaya a verte el domingo o el lunes, Eric -le había avisado el padre Sebastian durante la primera visita de Crampton-. El obispo lo ha nombrado miembro del consejo de administración, y supongo que querrá hacerte algunas preguntas.

Algo en el tono del padre Sebastian había puesto en guardia a Eric.

– ¿Sobre mi trabajo aquí, padre?

– Sobre los términos de tu contrato o sobre lo que se le ocurra. Tal vez quiera echar un vistazo a la casa.

Así fue. Se había presentado poco después de las nueve de la mañana del lunes. Karen, contrariamente a sus costumbres, había pasado la noche del domingo allí y se había marchado a toda prisa a las siete y media, una hora bastante tardía habida cuenta de que tenía una cita en Londres a las diez y los lunes por la mañana la autopista A12 estaba muy congestionada, sobre todo en la entrada a la ciudad. En su precipitación -más que habitual en ella-, había olvidado un sujetador y unas bragas en el tendedero de la casa. Fue lo primero que vio el archidiácono al acercarse por el camino.

– No sabía que tuviese visitas -comentó Crampton sin presentarse siquiera.

Eric retiró las ofensivas prendas de la cuerda y se las metió en el bolsillo, percatándose en el acto de que su actitud avergonzada y furtiva era un error.

– Mi hermana ha pasado el fin de semana aquí, padre.

– Yo no soy su padre. No empleo ese tratamiento. Llámeme archidiácono.

– Sí, archidiácono.

Era un hombre muy alto -debía de superar el metro noventa-, con rostro anguloso, ojos brillantes y vivarachos, cejas pobladas, bigote y barba.

Caminaron en silencio hacia la pocilga. «Al menos no podrá quejarse del estado del jardín», pensó Eric.

Los cerdos les recibieron con gruñidos más altos que de costumbre.

– No sabía que criaba cerdos -dijo el archidiácono-. ¿Provee de carne al colegio?

– A veces, archidiácono; aunque no suelen comer mucho cerdo. Compran la carne en una carnicería de Lowestoft. A mí me gusta criar cerdos. Le pedí permiso al padre Sebastian y me lo dio.

– ¿Cuánto tiempo le ocupan?

– No mucho, pa… No mucho, archidiácono.

– Son muy escandalosos, pero al menos no huelen mal.

Esa observación quedó sin respuesta. El archidiácono se volvió hacia la casa y Eric lo siguió. Una vez en el salón, éste señaló en silencio una de las cuatro sillas con asiento de paja que rodeaban la mesa cuadrangular. El archidiácono no se dio por enterado de la invitación.