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Permaneció de pie, de espaldas a la chimenea, observando la estancia: los dos sillones -una mecedora y una butaca Windsor con almohadones de patchwork-, la baja estantería que cubría el ancho de una pared y los pósters que Karen había llevado y pegado con Blu Tack.

– Supongo que lo que usó para fijar esos carteles no estropea las paredes, ¿verdad?

– En absoluto. Está hecho especialmente con ese fin. Es una pasta moldeable parecida al chicle.

Entonces el archidiácono apartó una silla con brusquedad y se sentó, indicando a Eric que hiciera lo mismo. Si bien las preguntas que formuló a continuación no fueron agresivas, Eric se sintió como un sospechoso acusado de un delito indeterminado.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? Cuatro años, ¿no es así?

– Sí, archidiácono.

– ¿Y cuáles son exactamente sus funciones?

Sus funciones nunca habían estado definidas con exactitud.

– Soy una especie de encargado de mantenimiento -respondió Eric-. Reparo toda clase de averías, siempre que no sean eléctricas, y me ocupo de la limpieza del exterior. Eso quiere decir que friego los suelos de los claustros, barro el patio y limpio las ventanas. La señora Pilbeam limpia el interior con la ayuda de un par de asistentas de Reydon.

– No parece un trabajo muy pesado. Los jardines están bien cuidados. ¿Le gusta la jardinería?

– Sí, mucho.

– Pero su huerto no es lo bastante grande para surtir de hortalizas al seminario.

– En efecto, no todas las verduras salen de aquí. Aun así, como cultivo demasiadas para mí solo, llevo las que me sobran a la señora Pilbeam. Y a veces al resto del personal.

– ¿Le pagan por ellas?

– No, archidiácono. Nadie paga nada.

– ¿Y qué sueldo recibe por estas sencillas tareas?

– Cobro el salario mínimo, basado en cinco horas de trabajo diario.

No mencionó el hecho de que ni él ni los sacerdotes se preocupaban mucho por las horas. A veces su trabajo llevaba menos tiempo, y a veces más.

– Por otra parte, vive en esta casa sin pagar alquiler. Supongo que sí pagará los gastos de calefacción, luz e impuestos municipales.

– Pago los impuestos municipales.

– ¿Y qué hace los domingos?

– El domingo es mi día libre.

– Me refería a la iglesia. ¿Asiste a los oficios?

Asistía sólo a las vísperas, cuando podía sentarse en una de las últimas filas para escuchar la música y las serenas voces de los padres Sebastian y Martin al pronunciar palabras poco familiares pero hermosas. Sin embargo, dudaba que el archidiácono se refiriese a eso.

– No suelo ir a la iglesia el domingo -respondió.

– Pero ¿el padre Sebastian no le interrogó al respecto cuando usted solicitó el empleo?

– No, archidiácono. Sólo me preguntó si estaba capacitado para el trabajo.

– ¿No le preguntó si era cristiano?

Por lo menos a eso podía responder.

– Soy cristiano, archidiácono. Me bautizaron cuando era un bebé. Tengo una estampita en alguna parte. -Miró alrededor, como si la estampa con los datos de su bautismo y la sentimental imagen de Cristo bendiciendo a unos niños fuese a materializarse de repente.

Se hizo un silencio. Eric comprendió que su respuesta había sido la esperada. Se preguntó si debía ofrecer café al archidiácono, pero las nueve y media de la mañana era una hora demasiado temprana para eso. Tras una larga pausa, el archidiácono se levantó.

– Veo que vive cómodamente aquí, y el padre Sebastian parece satisfecho con usted, pero nada es eterno -dijo-. Aunque Saint Anselm existe desde hace ciento cuarenta años, la Iglesia, como el mundo, ha cambiado mucho en ese tiempo. Si se entera de otro empleo que le interese, sugiero que considere seriamente la posibilidad de solicitarlo.

– ¿Quiere decir que Saint Anselm podría cerrar?

Sintió que el archidiácono se había ido involuntariamente de la lengua.

– No he dicho eso. Usted no debe preocuparse por esos asuntos. Sencillamente, y por su propio bien, le recomiendo que no piense que su trabajo aquí durará para siempre.

Y se marchó. De pie en el quicio de la puerta, Eric lo observó mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el seminario. Experimentó una sensación insólita. Tenía el estómago revuelto y un amargo sabor a bilis en la boca. Él, que siempre había tratado de evitar las emociones fuertes, sufría una sobrecogedora reacción física por segunda vez en su vida. La primera se había producido ante el descubrimiento de su amor por Karen. No obstante, este sentimiento era diferente: igual de intenso, pero más turbador. De repente supo que, por vez primera, albergaba odio hacia otro ser humano.

12

Dalgliesh aguardó en el pasillo al padre Martin, que había subido a su habitación a buscar su capa negra. Cuando reapareció, el comisario preguntó: «¿Quiere que nos acerquemos en coche?» Aunque él habría preferido andar, sabía que la caminata por la playa resultaría agotadora para su acompañante, y no sólo físicamente.

El padre Martin aceptó el ofrecimiento con evidente alivio. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron al punto donde el camino costero torcía hacia el oeste para enlazar con la carretera de Lowestoft. Dalgliesh aparcó cuidadosamente en el arcén y se inclinó para ayudar al padre Martin a desabrocharse el cinturón de seguridad. Le abrió la puerta y ambos echaron a andar hacia la playa.

Una vez que el camino hubo terminado, avanzaron por el estrecho sendero de arena y hierba pisoteada que se abría entre altos helechos y enmarañados matorrales. En ciertos puntos, los arbustos formaban un arco sobre el camino, y entonces los dos hombres caminaban por un sombrío túnel donde el ruido del mar era apenas un lejano y rítmico gemido. Los helechos mostraban ya sus primeros y frágiles ribetes de oro, y parecía que cada paso que daban sobre el esponjoso suelo liberaba los penetrantes y nostálgicos aromas del otoño. Al salir de la penumbra vieron la laguna que se extendía ante ellos con su oscura, siniestra y lisa superficie, separada sólo por unos cincuenta metros de pedruscos del turbulento brillo del mar. Dalgliesh tuvo la impresión de que el número de tocones negros que rodeaban la laguna se había reducido. Buscó con la vista algún indicio del barco hundido, pero no vislumbró más que una tabla negra, semejante a la aleta de un tiburón, que rompía la virgen planicie de arena.

Desde ahí, acceder al mar era tan sencillo que los seis escalones medio enterrados y la barandilla resultaban prácticamente innecesarios. En lo alto de la escalera, construida en un pequeño hueco, estaba la caseta de roble sin pintar, rectangular y más grande que el vestuario original. A su lado había una pila de madera cubierta con una lona. Dalgliesh levantó un extremo de la tela y vio los maderos astillados con restos de pintura azul.

– Es lo que queda de la antigua caseta de baño -explicó el padre Martin-. Estaba pintada como las de la playa de Southwold, pero al padre Sebastian le pareció que quedaba mal aquí sola. Estaba muy desvencijada y daba pena verla, de manera que la demolimos. El padre Sebastian decidió que un cobertizo de madera sin pintar sería más apropiado. Esta playa es tan solitaria que casi no nos hace falta cuando venimos a nadar, pero supongo que es necesario contar con un sitio donde cambiarse. No queremos aumentar nuestra fama de excéntricos. También la usamos para guardar el pequeño bote de salvamento. Esta costa puede ser peligrosa.

Dalgliesh no llevaba el trozo de madera consigo, ni lo consideraba necesario. No le cabía duda de que procedía de la caseta. ¿Ronald Treeves lo habría recogido de un modo casual, como suele hacerse con un palo que se encuentra en la playa, sin más razón, quizá, que el deseo de arrojarlo al mar? ¿Habría dado con él aquí, o más adelante? ¿Tendría la intención de usarlo para derribar la cornisa de arena sobre su cabeza? ¿O lo habría empuñado una segunda persona? Sin embargo, Ronald Treeves era joven y presumiblemente fuerte. ¿Cómo habían logrado hundirlo en la arena sin dejar señal alguna de lucha en su cuerpo?