La marea estaba bajando cuando se dirigieron hacia la lisa franja de arena húmeda que discurría junto a las olas y pasaron por encima de dos espigones. Saltaba a la vista que eran nuevos y que los que Dalgliesh recordaba de sus estancias juveniles estaban en medio: habían quedado reducidos a unas estacas de cabeza cuadrangular muy enterradas y enlazadas con tablas podridas de madera. El padre Martin se levantó la capa para pasar por encima del verde y resbaladizo extremo de un espigón.
– La Unión Europea compró estos espigones nuevos -señaló-. Forman parte de las defensas contra el mar. En algunos sitios han cambiado por completo el aspecto de la costa. Supongo que hay más arena de la que recordabas.
Habían recorrido más de doscientos metros cuando el padre Martin musitó: «Éste es el sitio» y continuó andando hacia el acantilado. Dalgliesh vio una cruz clavada en la arena, hecha con dos trozos de madera firmemente atados.
– Pusimos la cruz aquí el día que encontramos a Ronald -explicó el padre Martin-. Sigue en su sitio. Imagino que los paseantes no se habrán atrevido a tocarla. De todas maneras, no creo que dure mucho. Cuando lleguen las tormentas de invierno, el mar subirá hasta este punto.
Por encima de la cruz se alzaba el arenoso acantilado, de un intenso color terracota, como cavado con un pico en algunos tramos. En el borde, la hierba temblaba a merced de la suave brisa. Tanto a la derecha como a la izquierda había zonas donde la pared del acantilado se había desplazado, y dejado profundas grietas y huecos bajo los salientes. Era perfectamente posible, pensó Dalgliesh, tenderse con la cabeza bajo dicho saliente y echarlo abajo con un palo, provocando un alud de media tonelada de arena. No obstante, sería un extraordinario acto de voluntad o desesperación. Si Ronald Treeves deseaba suicidarse, podría haber optado por una acción más misericordiosa, como nadar en el mar hasta que el frío y el agotamiento lo vencieran. Ninguno de los dos había mencionado la palabra «suicidio» hasta ese momento, pero Dalgliesh pensó que debía hacerlo.
– Esta muerte semeja más un suicidio que el resultado de un accidente, padre. No obstante, si Ronald Treeves quería matarse, ¿por qué no se adentró en el mar?
– Ronald nunca habría actuado así. Le daba miedo el mar; ni siquiera sabía nadar. Nunca se bañaba con los demás, y no recuerdo haberlo visto pasear por la playa ni una sola vez. Es una de las razones por las que me sorprende que eligiera Saint Anselm en lugar de otro seminario. -Tras una pequeña pausa, añadió-: Temía que señalaras el suicidio como una explicación más lógica de su muerte que un accidente. Tal posibilidad nos resulta profundamente dolorosa. Si Ronald se suicidó sin que cayéramos en la cuenta de que era tan infeliz como para realizar un acto así, le fallamos de manera imperdonable. Me resisto a creer que viniera aquí con el propósito de cometer lo que para él habría sido un grave pecado.
– Se quitó la capa y la sotana y las dobló con cuidado -observó Dalgliesh-. ¿Por qué iba a hacerlo si su única intención era subir al acantilado?
– No es impensable. Resultaría difícil trepar con esas prendas. Sin embargo, hay algo que llama la atención sobre este particular. Las dobló concienzudamente, con las mangas hacia dentro, como quien prepara las maletas antes de un viaje. Claro que era un joven muy ordenado.
Pero ¿por qué subir al acantilado?, pensó Dalgliesh. Si buscaba algo, ¿qué podía ser? Aquellos frágiles y mudadizos bancos de arena compacta, con un fino estrato de guijarros y piedras, constituían un escondite poco apropiado. Él sabía por experiencia que de vez en cuando se realizaban hallazgos interesantes en ellos, como trozos de ámbar o huesos humanos procedentes de tumbas que llevaban mucho tiempo bajo el mar. No obstante, si Treeves había vislumbrado uno de esos objetos, ¿dónde estaba ahora? No se había encontrado nada interesante junto a su cuerpo, aparte de un trozo de madera.
Desandaron el camino por la playa, Dalgliesh intentando acompasar sus largas zancadas a los pasos vacilantes del padre Martin. El anciano sacerdote iba con la cabeza gacha para avanzar contra el viento y con la sotana ceñida alrededor del cuerpo. El comisario pensó que era como caminar junto a la encarnación de la muerte.
– Me gustaría hablar con la persona que encontró el cuerpo de la señora Munroe… -dijo Dalgliesh, una vez en el coche-. Una tal señora Pilbeam, ¿no? También me gustaría entrevistarme con el médico, aunque será difícil encontrar una excusa. No quiero despertar sospechas donde no las hay. Esta muerte ya ha causado suficientes disgustos.
– El doctor Metcalf tenía que pasar por el seminario esta misma tarde -le informó el padre Martin-. Uno de los alumnos, Peter Buckhurst, se está recuperando de una mononucleosis. Cayó enfermo al final del trimestre pasado. Sus padres están trabajando en el extranjero, así que lo acogimos durante el verano para asegurarnos de que recibiese los cuidados necesarios. Siempre que viene, George Metcalf aprovecha la oportunidad para ejercitar a sus perros si dispone de media hora libre antes de su siguiente visita. Es posible que lleguemos antes de que se marche.
Tuvieron suerte. Al entrar en el patio, por entre las dos torres, vieron un Range Rover aparcado frente al edificio. En el preciso momento en que Dalgliesh y el padre Martin se apeaban del coche, el doctor Metcalf, con su maletín en la mano, bajaba la escalinata y se volvía a despedirse de alguien que estaba en el interior de la casa. Cuando llegó al Range Rover y abrió la portezuela, lo recibieron fuertes ladridos, y dos dálmatas se lanzaron sobre él. Mientras gritaba órdenes, el médico sacó una botella de plástico y dos cubos grandes, en los que vertió agua. De inmediato, los perros se pusieron a beber a lametones, meneando con frenesí los fuertes rabos blancos.
Al ver a Dalgliesh y al padre Martin, el hombre gritó:
– Buenas tardes, padre. Peter se recupera a buen ritmo; no hay razón para preocuparse. Debería salir un poco más. Menos teología y más aire fresco. Ahora llevaré a Ajax y a Jasper hasta la laguna. Usted se encuentra bien, ¿no?
– Muy bien, gracias, George. Este es Adam Dalgliesh, de Londres. Pasará un par de días con nosotros.
El médico se fijó en Dalgliesh y, mientras le estrechaba la mano, hizo un gesto de aprobación, como si el comisario hubiese pasado un examen de aptitud física.
– Me hubiese gustado ver a la señora Munroe -comentó Dalgliesh-, no obstante he llegado tarde. Ignoraba que estuviera grave, pero el padre Martin me ha informado de que su muerte no fue inesperada.
El doctor Metcalf se quitó la chaqueta, sacó un voluminoso jersey del coche y se cambió los zapatos por unas botas.
– La muerte todavía tiene el poder de sorprenderme -aseveró-. Uno cree que un paciente no durará una semana, y un año después sigue en pie, dando la lata. Y cuando calculas que alguien vivirá por lo menos seis meses más, llegas y te encuentras que murió durante la noche. Por eso nunca comparto mis pronósticos con los pacientes. Sin embargo, el corazón de la señora Munroe estaba en mal estado y su muerte no me sorprendió. Podía morir en cualquier momento. Ambos lo sabíamos.
– Lo que significa que el seminario se ahorró el disgusto de una segunda autopsia -observó Dalgliesh.
– ¡Por Dios! ¡Desde luego! No era necesaria. Yo examinaba a Margaret con regularidad; de hecho, la vi el día anterior a su muerte. Lamento que usted llegara tarde. ¿Era una vieja amiga? ¿Esperaba su visita?
– No -respondió Dalgliesh-, no sabía que yo vendría.
– Es una pena. Quizá, si hubiera tenido algo que esperar, habría resistido más. Con los enfermos del corazón, nunca se sabe. Bueno, nunca se sabe con ningún paciente.
Subrayó sus palabras con un gesto de asentimiento y echó a andar mientras los perros corrían y saltaban a su lado.