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– Bueno, vi luces en su casa cuando me dirigía a la escuela, poco después de las seis. Hacía un par de días que no pasaba a charlar con Margaret y me sentía un poco culpable. Pensé que la estaba descuidando y que quizás aceptara venir a cenar conmigo y con Reg, o a ver la televisión. Así que fui a su casa. Y allí estaba, muerta en el sillón.

– ¿La puerta estaba abierta? ¿O usted tenía llave?

– No, estaba abierta. Aquí rara vez cerramos con llave. Llamé a la puerta y, como no contestaba, entré. Siempre lo hacíamos. Entonces la encontré. Estaba sentada en el sillón, muy fría y rígida como una tabla, con la labor de punto sobre el regazo. Aún tenía una aguja en la mano derecha, metida en el siguiente punto. Como es lógico, avisé al padre Sebastian, y él llamó al doctor Metcalf. El doctor la había examinado el día anterior. Sufría del corazón, de modo que no surgieron complicaciones a la hora de redactar el certificado de defunción. En realidad, fue una muerte dulce. Ojalá todos tengamos esa suerte.

– ¿Vio usted algún papel o una carta?

– No había ninguno a la vista, y no iba a ponerme a fisgonear. ¿Qué sentido tendría?

– Ninguno, señora Pilbeam, sé que no haría nada semejante. Simplemente, me preguntaba si habría un manuscrito, una carta o un documento sobre la mesa.

– No, la mesa estaba vacía. De cualquier forma, noté algo raro. En realidad, no era posible que estuviese tejiendo.

– ¿Por qué no?

– Bueno, estaba haciendo un jersey para el padre Martin. Él le había descrito uno que había visto en Ipswich, y Margaret quería regalárselo para Navidad. El dibujo era muy complicado, con trenzas y otros motivos, y en más de una ocasión ella había comentado que llevaba mucho trabajo. No se habría puesto a tejer sin el patrón delante. Yo la había visto trabajar muchas veces y siempre tenía que recurrir a las instrucciones. Además, llevaba las gafas de ver la televisión. Siempre usaba unas con montura dorada para ver de cerca.

– ¿Y el patrón no estaba allí?

– No, sólo las agujas y el tejido. Además, sujetaba la aguja de una manera curiosa. Margaret no tejía como yo; decía que lo hacía al estilo europeo. A mí me parecía muy raro. Dejaba la aguja izquierda inmóvil mientras trabajaba con la otra. En su momento, me llamó la atención que tuviese la labor sobre el regazo cuando era imposible que estuviera tejiendo.

– ¿Se lo dijo a alguien?

– ¿Para qué? Era algo sin importancia. Esas cosas pasan. Supongo que se sintió mal, se sentó en el sillón con la lana y las agujas, y se olvidó el patrón. Sea como fuere, la echo de menos. No me acostumbro a ver la casa vacía, y su muerte fue muy repentina. Aunque nunca hablaba de su familia, resulta que tenía una hermana en Surbiton. Mandó el cuerpo a Londres, donde lo incineraron, y luego vino con su marido a desocupar la casa. No hay nada tan eficaz como la muerte para que aparezcan los familiares. Margaret no hubiera querido una misa de réquiem, pero el padre Sebastian organizó una bonita ceremonia en la iglesia en la que todos participamos. El padre Sebastian me sugirió que leyese un pasaje del evangelio de san Pablo, pero yo preferí rezar una oración. No sé bien por qué, pero san Pablo no me convence. Creo que era un poco alborotador. Antes de que él llegara varios grupos pequeños de cristianos que se ocupaban de sus asuntos convivían y se llevaban bastante bien. En términos generales, claro. Nadie es perfecto. Entonces aparece él y se pone a dar órdenes, a criticar y a enviar cartas iracundas. A mí no me gustaría recibir esa clase de cartas, y así se lo dije al padre Sebastian.

– ¿Y qué le contestó él?

– Que san Pablo había sido uno de los grandes genios del mundo y que, de no ser por él, hoy no habría cristianos. Yo le repliqué: «Bueno, padre, algo tendríamos que ser entonces. ¿Qué cree que seríamos?» No supo qué contestar. Prometió que lo pensaría, pero no ha vuelto a tocar el tema. En una ocasión dijo que yo hacía preguntas que no estaban contempladas en el plan de estudios de la facultad de Teología de Cambridge.

Y ésas no eran las únicas preguntas que había planteado la señora Pilbeam, pensó Dalgliesh al salir de la casa, tras declinar la invitación a tomar té con pastel.

14

La doctora Emma Lavenham se marchó de la Universidad de Cambridge más tarde de lo previsto. Giles había almorzado en el comedor universitario, y mientras ella terminaba de empacar, había hablado de ciertos asuntos que según él necesitaban zanjar antes de su partida. Ella intuía que la había demorado adrede. A Giles no le agradaba que se fuera una vez al trimestre para dar clases en Saint Anselm durante tres días. Si bien nunca había protestado abiertamente, quizá porque presentía que Emma lo tomaría como una inadmisible interferencia en su vida privada, tenía formas más sutiles de expresar su desaprobación hacia una actividad del todo ajena a él y que se desarrollaba en una institución por la cual, como ateo confeso, sentía poco respeto. Sin embargo, estas escapadas apenas afectaban al trabajo de Emma en Cambridge.

A causa de la demora, Emma no consiguió eludir lo peor del tráfico de la tarde del viernes, y los continuos atascos la llenaron de resentimiento hacia Giles por sus tácticas dilatorias y de irritación hacia sí misma por no haberse resistido a ellas. Al final del último trimestre, había notado que Giles estaba volviéndose más posesivo y le exigía más tiempo y cariño. Ahora, ante la perspectiva de conseguir una cátedra en una universidad del norte, Giles empezaba a pensar en boda, tal vez porque creía que era la mejor manera de asegurarse de que ella lo acompañara. Emma sabía que él tenía una idea bastante clara de cuáles eran los requisitos para ser una esposa apropiada. Por desgracia, ella parecía reunirlos todos. Decidió que durante los tres días siguientes arrinconaría ese problema y todos los relacionados con su vida universitaria.

Había llegado a un acuerdo con el seminario hacía tres años. El padre Sebastian la había reclutado de la forma habitual. Había corrido la voz entre sus contactos de Cambridge: lo que el seminario necesitaba era un profesor, preferiblemente joven, que impartiese tres seminarios, al comienzo de cada trimestre, sobre «el legado poético del anglicanismo»; una persona de renombre -o en vías de tenerlo- que supiese tratar a los jóvenes seminaristas y capaz de amoldarse a los valores de Saint Anselm. El padre Sebastian no había considerado necesario explicar cuáles eran esos valores. El puesto, según le había contado el clérigo con posterioridad, se había instituido por expreso deseo de la fundadora del seminario. Profundamente influida en esta cuestión, como en muchas otras, por sus amigos anglicanos de Oxford, la señorita Arbuthnot estimaba que era fundamental que los nuevos sacerdotes estuvieran informados de una herencia literaria que les pertenecía. Emma, que entonces contaba veintiocho años y acababa de empezar su carrera como docente universitaria, había recibido una invitación del padre Sebastian para lo que éste había descrito como una charla informal sobre la posibilidad de que ella se incorporase a la comunidad durante nueve días al año. Cuando le ofrecieron el puesto, lo aceptó con la única condición de que el programa no quedara restringido a la poesía de autores anglicanos ni a una época determinada. Le dijo al padre Sebastian que quería abarcar los poemas de Gerard Manley Hopkins y extender el período de estudio para incluir a poetas modernos, como T. S. Elliot. El padre Sebastian, que por lo visto estaba convencido de que ella era la persona idónea para el trabajo, le dio libertad para que se ocupase de esos detalles. Aparte de aparecer en el tercer seminario, donde su silenciosa presencia obró un efecto ligeramente intimidatorio, no había demostrado mayor interés en el curso.

Esos tres días en Saint Anselm, precedidos por el fin de semana, se habían convertido para Emma en una actividad importante, que siempre esperaba con ilusión y jamás la decepcionaba. Cambridge generaba tensiones y ansiedad. Ella había accedido a un puesto de profesora universitaria muy pronto…, quizá demasiado pronto. Para ella suponía un problema conciliar la enseñanza, que le encantaba, con la exigencia de investigar, las responsabilidades administrativas y la atención personal a los alumnos, que con creciente frecuencia acudían a ella en busca de consejo. Muchos eran los primeros de la familia en asistir a la universidad, y llegaban allí llenos de expectativas e inseguridad. Algunos, pese a haber sido buenos estudiantes en el instituto, se acobardaban ante las largas listas de libros por leer; otros sufrían nostalgia por el hogar paterno, se avergonzaban de reconocerlo y se sentían poco preparados para afrontar su nueva y aterradora vida universitaria.