A estas presiones, Emma debía sumar las exigencias de Giles y las complicaciones de su propia vida emocional. Era un alivio para ella formar parte temporalmente de la vida pacífica, alejada y maravillosamente ordenada de Saint Anselm, hablar de la poesía que amaba con jóvenes que no estaban obligados a escribir un trabajo semanal, que de un modo inconsciente deseaban complacerla con opiniones aceptables y sobre quienes no se cernía la sombra de un examen. Le caían bien y, aunque procuraba desalentar las ocasionales actitudes románticas o amorosas, sabía que ellos la apreciaban, estaban encantados de tener a una mujer en el seminario, aguardaban con ilusión su llegada y la tomaban por su aliada. Los alumnos, sin embargo, no eran los únicos que la recibían con cariño. A pesar de su serena y formal acogida, el padre Sebastian no podía ocultar su satisfacción por haber escogido, una vez más, a la persona adecuada. Los demás sacerdotes le demostraban su alegría con mayor efusividad cada vez que regresaba al seminario.
Si las escapadas a Saint Anselm representaban un anhelado placer para Emma, las periódicas y obligadas visitas a casa de su padre la llenaban invariablemente de angustia. Después de abandonar su puesto en Oxford, el hombre se había trasladado a un piso señorial cercano a la estación de Marylebone. Las paredes de ladrillo rojo le recordaban a Emma el color de la carne cruda, y los voluminosos muebles, el oscuro papel de las paredes y los visillos de las ventanas creaban una atmósfera pesimista que su padre no daba indicios de notar. Henry Lavenham se había casado tarde, y un cáncer de mama había matado a su mujer poco después del nacimiento de su segunda hija. Emma, que en aquel entonces contaba tres años, tenía la impresión de que su padre había depositado en su hija menor todo el amor que había profesado a su esposa, sin duda conmovido por la indefensión del bebé huérfano. Emma sabía que siempre la habían querido menos que a la pequeña. Aunque nunca había albergado resentimiento hacia su hermana, había compensado la falta de amor con trabajo y éxito. Dos palabras habían marcado su adolescencia: brillante y hermosa. Ambas habían supuesto una carga: la primera, la expectativa del éxito, que le había llegado con demasiada facilidad como para sentirse orgullosa de él; la segunda, un enigma, en ocasiones casi un tormento. No había sido hermosa hasta llegar a la adolescencia, cuando empezó a mirarse al espejo tratando de definir y evaluar esa posesión sobrestimada en extremo, consciente ya de que, mientras que el atractivo físico y el encanto eran bendiciones, la verdadera belleza constituía un don peligroso y menos apreciado.
Hasta que su hermana Marianne había cumplido los once años, las había criado una hermana del padre, una mujer sensata, poco expresiva y consciente de sus obligaciones pese a carecer del más elemental instinto maternal. Ella les proporcionó unos cuidados edificantes y desprovistos de sentimentalismo, pero regresó a su mundo de perros, bridge y viajes al extranjero en cuanto juzgó que Marianne tenía edad suficiente para quedarse sola. Las niñas la habían despedido sin pesar.
Sin embargo, Marianne también había muerto -atropellada por un conductor ebrio el día de su decimotercer cumpleaños-, y Emma y su padre se quedaron solos. Cuando iba a verlo, él la trataba con una cortesía forzada, casi dolorosa. Emma se preguntaba si la falta de comunicación y muestras de cariño entre ellos -que no cabía calificar de distanciamiento, porque ¿acaso habían estado cerca alguna vez?- se debía a que su padre, que se había convertido en un anciano depresivo de más de setenta años, consideraba degradante y vergonzoso exigirle un afecto que jamás había dado muestras de necesitar.
Ahora, por fin, se acercaba al final del trayecto. La estrecha carretera que conducía al mar era muy poco transitada, salvo en los fines de semana de verano, y en ese momento era la única conductora. El camino se extendía ante ella, pálido, sombrío y ligeramente siniestro a la luz mortecina del atardecer. Como siempre que viajaba a Saint Anselm, la asaltó la sensación de que avanzaba hacia una costa que se desmoronaba, indómita, misteriosa y aislada en el tiempo y el espacio.
Cuando torció hacia el norte por el camino que llevaba al seminario, y las altas chimeneas y el campanario aparecieron con su amenazadora negrura recortada contra el oscuro cielo, avistó una figura baja que caminaba con dificultad unos cincuenta metros más adelante y reconoció al padre John Betterton.
Emma frenó y bajó la ventanilla.
– ¿Lo llevo, padre? -preguntó.
El sacerdote parpadeó, como si no la reconociese. Luego esbozó su sonrisa característica, dulce e infantil.
– Ah, Emma. Gracias, gracias. Me harías un gran favor. Salí a dar un paseo por la laguna y he andando más de lo previsto.
Llevaba un grueso abrigo de tweed y unos prismáticos colgados del cuello. Subió al coche, y con él, impregnado en el tweed, entró el olor acre del agua salobre.
– ¿Ha tenido suerte con los pájaros, padre?
– Sólo he visto a los habituales en invierno.
Guardaron un cordial silencio. Durante un breve período, a Emma le había costado sentirse cómoda con el padre John. Eso había ocurrido tres años atrás, después de que Raphael le contara que el sacerdote había estado en la cárcel.
– Si no te enteras aquí -había dicho-, es muy posible que te lo digan en Cambridge, y prefiero que lo oigas de mi boca. El padre John confesó que había abusado de un par de niños que cantaban en el coro. Ése es el término que emplearon, pero yo dudo que se tratase de una agresión sexual. Lo sentenciaron a tres años de prisión.
– No sé mucho de leyes, pero parece una sentencia excesiva -había opinado Emma.
– No fue sólo por los niños. Un sacerdote de una parroquia vecina, Matthew Crampton, se ocupó de buscar más pruebas contra él y llevó a declarar a tres jóvenes, que acusaron al padre John de barbaridades aún peores. Según ellos, los abusos deshonestos que habían sufrido en la infancia los habían condenado al paro, la infelicidad, la delincuencia y la vida marginal. Mintieron, pero de todas maneras el padre John se declaró culpable. Tenía sus razones.
Aunque no estaba segura de compartir la fe de Raphael en la inocencia del padre John, Emma sentía una profunda compasión por él. Parecía un hombre aislado en un mundo propio, empeñado en proteger el núcleo de una personalidad vulnerable, como si llevase en su interior un objeto frágil, susceptible de quebrarse con la menor sacudida. Siempre se mostraba cortés y afable, y Emma sólo había atisbado su íntima angustia en las pocas ocasiones en que lo había mirado a los ojos; entonces había tenido que volver la cabeza. Quizás él también llevara una carga de culpa. En parte, Emma habría preferido que Raphael no le hubiese contado nada. No acertaba a imaginar la vida del sacerdote en la cárcel. ¿Qué clase de hombre se sometería por propia voluntad a ese infierno?, se preguntó. Y su vida en Saint Anselm no debía de ser fácil. Ocupaba un apartamento privado en la tercera planta, con una hermana soltera que, con un poco de benevolencia, podría calificarse de excéntrica. Aunque en las escasas ocasiones en que los había visto juntos Emma había notado que el padre John adoraba a la mujer, quizás el amor no significase para él un consuelo, sino una carga adicional.