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Se preguntó si debía decir algo acerca de la muerte de Ronald Treeves. Había leído un artículo sobre el caso en un periódico nacional, y Raphael, que por una misteriosa razón se había impuesto la tarea de mantenerla en contacto con Saint Anselm, le había telefoneado para comunicarle la noticia. Después de meditarlo mucho, ella había escrito una carta breve y cuidadosamente redactada al padre Sebastian, dándole sus condolencias. La respuesta, escrita con la elegante caligrafía del rector, había sido aún más breve. Sin duda, lo más natural era comentar lo sucedido con el padre John, pero algo la retuvo. Intuía que se trataba de un tema conflictivo, incluso doloroso.

Ahora Saint Anselm se apreciaba con absoluta claridad: los tejados, las altas chimeneas, las torretas, el campanario y la cúpula se oscurecían a ojos vistas conforme se desvanecía la luz. En la parte delantera, los dos ruinosos pilares de la isabelina caseta de guardia, demolida mucho tiempo atrás, transmitían sus mudos y ambiguos mensajes; groseros objetos fálicos, centinelas indómitos contra el avance continuo del enemigo, recordatorios obstinadamente perdurables del inevitable final de la casa. ¿Cuál era la causa de este súbito sentimiento de tristeza y vaga aprensión?, se preguntó Emma. ¿La presencia del padre John a su lado, o la imagen de Ronald Treeves exhalando su último suspiro bajo el peso de la arena? Hasta el momento, siempre se había alegrado al aproximarse a Saint Anselm; ahora la embargaba una sensación muy parecida al miedo.

La puerta principal se abrió antes de que llegaran a ella, y Emma vislumbró la silueta de Raphael perfilada por la luz del vestíbulo. Era obvio que la esperaba. Permaneció allí inmóvil, como tallado en piedra, mirándolos. Ella recordó la primera vez que lo había visto; lo había mirado con momentánea incredulidad y luego se había reído de su propia incapacidad para disimular el asombro. Con ellos estaba otro alumno, Stephen Morby, que también se había echado a reír. «Es extraordinario, ¿no? -había dicho él-. Un día estábamos en un pub, en Reydon, y una mujer se acercó y dijo: “¿De dónde has salido? ¿Del Olimpo?” Yo hubiera querido saltar sobre la mesa, descubrirme el pecho y gritar: “¡Mírame! ¡Mírame!” Pero no tengo nada que hacer a su lado.»

Había hablado sin una pizca de envidia. Quizá comprendiera que la belleza en un hombre no era tan ventajosa como cabría suponer; en efecto, a Emma le costaba mirar a Raphael sin el supersticioso recelo que se experimenta ante la belleza extrema. También le llamaba la atención el hecho de que podía mirarlo con placer, pero sin sentir la más mínima atracción sexual. Tal vez fuese más atractivo para los hombres que para las mujeres. De cualquier forma, si ejercía algún influjo sobre cualquiera de los dos sexos, por lo visto él no era consciente de ello. Su actitud serena y confiada indicaba que sabía que era hermoso y que su belleza lo hacía diferente. Pese a que valoraba su excepcional apariencia y se alegraba de poseerla, no parecía importarle el efecto que causaba en otros.

Raphael sonrió y bajó la escalera tendiéndole las manos. Emma, presa de un temor irracional, interpretó ese gesto más como una advertencia que como un saludo. El padre John inclinó la cabeza, esbozó un gesto de agradecimiento y se marchó.

Raphael agarró la maleta y el ordenador portátil de Emma.

– Bienvenida -dijo-. No puedo prometerte un fin de semana agradable, pero quizá sea interesante. Tenemos un policía en la casa…, nada más y nada menos que de Scotland Yard. El comisario Dalgliesh ha venido a investigar la muerte de Ronald Treeves. Y hay alguien cuya presencia me preocupa más. Pienso guardar las distancias y te recomiendo que sigas mi ejemplo. Es el archidiácono Matthew Crampton.

15

Aún le quedaba una visita pendiente. Después de pasar por su habitación, Dalgliesh abrió la verja de hierro que se alzaba entre Ambrosio y la pared de piedra de la iglesia y recorrió los ochenta metros que lo separaban de la casa San Juan. Era la hora del ocaso y, al oeste, el día agonizaba en un llamativo cielo con vetas rosadas. Al borde del camino, las altas y delicadas hierbas se mecían a merced de una brisa que comenzaba a arreciar y de vez en cuando se inclinaban, empujadas por una súbita ráfaga. Detrás de Dalgliesh, pinceladas de luz adornaban la fachada oeste de Saint Anselm, y las tres casas deshabitadas resplandecían como iluminados puestos de avanzada de un castillo sitiado, acentuando el oscuro contorno de la vacía San Mateo.

A medida que la luz se desvanecía, el rumor del mar se intensificaba, y su antes suave y rítmico gemido comenzaba a semejarse a un rugido ahogado. El comisario evocó que la última luz de la tarde siempre producía la sensación de que el poder del mar aumentaba, como si noche y oscuridad fuesen sus aliados naturales. En sus tiempos de juventud, se sentaba ante la ventana de Jerónimo y contemplaba el monte ensombrecido, imaginando una quimérica costa donde los precarios castillos de arena se desmoronaban por fin, los gritos y risas de los niños se acallaban, las tumbonas se plegaban y retiraban y el mar se quedaba solo, removiendo los huesos de marineros ahogados en las bodegas de barcos hundidos tiempo atrás.

La puerta de la casa San Juan estaba abierta, y la luz del interior bañaba el camino que conducía a la armoniosa verja. Dalgliesh aún veía con claridad las paredes de madera de la pocilga, a la derecha, donde se oían amortiguados gruñidos y pisadas. Percibió el olor, ni fuerte ni desagradable, de los animales. Vislumbró el jardín que se extendía detrás, con ordenadas hileras de hortalizas irreconocibles, altas cañas que sujetaban los tallos de las habichuelas y, al fondo, un pequeño invernadero.

En cuanto oyó los pasos de Dalgliesh, Eric Surtees salió a la puerta. Pareció titubear y luego, sin abrir la boca, se hizo a un lado y lo invitó a pasar con un rígido ademán. El comisario sabía que el padre Sebastian había advertido al personal de su inminente visita, aunque ignoraba qué explicaciones les había dado. Intuyó que lo esperaban, aunque no con alegría.

– ¿El señor Surtees? -preguntó-. Soy el comisario Dalgliesh, de la Policía Metropolitana. Supongo que el padre Sebastian le habrá dicho que he venido a hacer averiguaciones sobre la muerte de Ronald Treeves. Su padre no estaba en Inglaterra cuando se celebró la vista y, como es natural, desea informarse de las circunstancias del fallecimiento de su hijo. Si no tiene inconveniente, me gustaría hablar con usted durante unos minutos.

Surtees asintió.

– Está bien. ¿Quiere pasar por aquí?

Dalgliesh lo siguió a una habitación situada a la derecha del pasillo. El ambiente no podía diferir más de la cómoda domesticidad de la casa de la señora Pilbeam. Aunque en el centro había una mesa de madera natural con cuatro sillas, la estancia estaba amueblada como un taller. En la pared opuesta a la puerta había unas rejillas de las que colgaban utensilios de jardinería inmaculadamente limpios -palas, rastrillos, azadas- junto con tijeras de trasquilar y serruchos. Justo debajo, un armario de madera con compartimientos contenía cajas de herramientas y enseres más pequeños. Frente a la ventana había un banco de trabajo, con un fluorescente encima. La puerta de la cocina, que estaba abierta, dejaba salir un olor penetrante y desagradable. Surtees estaba hirviendo bazofia para su pequeña piara.

Apartó una silla de la mesa. Sus patas chirriaron contra el suelo de piedra.

– Si no le importa esperar un momento, iré a lavarme. He estado cuidando a los cerdos.

Por la puerta entornada, Dalgliesh lo vio frotarse vigorosamente en el fregadero y arrojarse agua sobre la cabeza y la cara, como si ansiara quitarse algo más que una suciedad superficial. Regresó con una toalla alrededor del cuello y se sentó enfrente de Dalgliesh, rígidamente erguido y con el tenso semblante de un detenido que se prepara para un interrogatorio.