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– ¿Le apetece una taza de té? -preguntó de pronto, con voz demasiado alta.

Dalgliesh pensó que quizás el té ayudaría a tranquilizar al chico.

– Si no es demasiada molestia… -respondió.

– En absoluto. Tengo té en bolsitas. ¿Leche y azúcar?

– Sólo leche.

Unos minutos después, Surtees puso dos tazones sobre la mesa. El té estaba cargado y muy caliente. Ninguno de los dos comenzó a beber. Dalgliesh nunca había interrogado a nadie con un aire tan culpable como el de Surtees: parecía poseer una información secreta. Pero ¿información sobre qué? Era absurdo imaginar que este muchacho de aspecto tímido -sin duda era casi un niño- pudiese matar a cualquier criatura viviente. Hasta sus cerdos debían de morir degollados en un aséptico matadero que cumpliese a rajatabla la normativa sanitaria. Y no porque Surtees careciera de la fuerza necesaria para un enfrentamiento físico, pensó Dalgliesh. Bajo las cortas mangas de su camisa a cuadros, las venas de sus músculos sobresalían como sogas, y sus ásperas manos eran tan desproporcionadamente grandes para el resto de su cuerpo que parecían injertadas. El delicado rostro estaba curtido por el sol y el viento, y los botones abiertos de la basta camisa de algodón permitían vislumbrar una piel blanca y tersa como la de un niño.

Dalgliesh levantó su taza y dijo:

– ¿Siempre ha criado cerdos… -inquirió Dalgliesh, levantando su taza-, o sólo desde que vino a trabajar aquí?

– Desde que vine aquí. Siempre me han gustado los cerdos. Cuando conseguí este empleo, el padre Sebastian me dio permiso para comprar media docena, siempre que no fuesen demasiado ruidosos ni olieran mal. Pero los cerdos son unos animales muy limpios. Los que piensan que apestan se equivocan.

– ¿Construyó la pocilga usted mismo? Me sorprende que haya utilizado madera. Pensaba que los cerdos eran capaces de destruir prácticamente cualquier material.

– Y así es. Sólo hay madera por fuera. El padre Sebastian detesta el cemento. El interior es de bloques de hormigón.

Surtees había aguardado a que Dalgliesh comenzara a beber para llevarse la taza a la boca. Al comisario le asombró el aparente placer con que el joven se tomaba el té.

– No sé mucho de cerdos -comentó-, pero tengo entendido que son unos animales inteligentes y amistosos.

Su interlocutor se relajó visiblemente.

– Sí, es verdad. Son muy inteligentes. A mí siempre me han gustado.

– Es una suerte para Saint Anselm. Me refiero a que pueden comer un tocino que no huele a productos químicos ni exuda ese líquido gelatinoso de olor y sabor desagradables, además de carne bien curada.

– En realidad, no los tengo para proveer al seminario. Los crío…, bueno, para que me hagan compañía. Por supuesto, llega un momento en que hay que matarlos, y ése es mi problema ahora. La Unión Europea ha impuesto tantas normas a los mataderos, como la de la vigilancia constante de un veterinario, que nadie quiere aceptar unos pocos animales. También está la cuestión del transporte. Aun así un granjero de las afueras de Blythburgh, el señor Harrison, me echa una mano. Envío mis cerdos al matadero junto con los suyos. Y él siempre se reserva una parte de la carne para consumirla, de manera que de vez en cuando puedo ofrecerles un buen trozo a los sacerdotes. No comen mucho cerdo, pero les gusta el tocino. El padre Sebastian insiste en pagarme, pero yo creo que mi deber es regalárselo.

Como en otras ocasiones, Dalgliesh especuló sobre esa capacidad de algunos seres humanos de profesar auténtico cariño a los animales, de preocuparse por su bienestar y satisfacer sus necesidades con devoción, resignados al mismo tiempo ante la inevitable matanza. Sea como fuere, ahora debía centrarse en el motivo de su visita.

– ¿Conocía a Ronald Treeves? Me refiero, claro está, a si tenía una relación personal con él.

– No. Sabía que era uno de los seminaristas y lo veía de tarde en tarde, pero no hablábamos. Creo que era un solitario. Bueno, casi siempre estaba solo.

– ¿Qué sucedió el día que murió? ¿Usted estaba aquí?

– Sí, estaba aquí con mi hermana. Ella había venido de visita ese fin de semana. El sábado no vimos a Ronald y nos enteramos de que había desaparecido cuando la señora Pilbeam se acercó a preguntarnos si había pasado por aquí. Le contestamos que no. No supimos nada más hasta las cinco de la tarde, cuando fui a rastrillar los claustros y el patio y a limpiar las losas del suelo. La noche anterior había llovido y estaba bastante enlodado. Casi siempre barro y riego con la manguera los claustros después de las vísperas, pero el padre Sebastian me había pedido que ese día lo hiciera antes. Y en eso estaba cuando el señor Pilbeam me dijo que habían encontrado el cadáver de Ronald Treeves. Más tarde, después de las vísperas, el padre Sebastian nos reunió a todos en la biblioteca y nos contó lo ocurrido.

– Debió de ser un fuerte golpe para todos.

Surtees se miraba las manos, enlazadas y apoyadas sobre la mesa. De repente, las retiró de la vista como un niño sorprendido en falta y se inclinó hacia delante.

– Sí. Un fuerte golpe. Desde luego -contestó con voz grave.

– Por lo visto, usted es el único jardinero de Saint Anselm. ¿Las hortalizas que cultiva son para usted o para el seminario?

– Para mí y para quien las quiera. El huerto no da las suficientes para abastecer al seminario cuando todos los seminaristas están aquí. Supongo que podría ampliarlo, pero me llevaría demasiado tiempo. El suelo es bastante bueno, habida cuenta de que está muy cerca del mar. Mi hermana se lleva algunas verduras a Londres, y la señorita Betterton las cocina para sí y el padre John. La señora Pilbeam también recoge algunas para comer con su marido.

– La señora Munroe dejó un diario -dijo Dalgliesh-. En él menciona que usted había tenido la gentileza de llevarle unos puerros el 11 de octubre, el día anterior al de su muerte. ¿Lo recuerda?

Tras una pequeña pausa, Surtees respondió:

– Sí, creo que sí. Es posible que lo hiciese. No lo recuerdo.

– No ha pasado tanto tiempo, ¿no? -insistió Dalgliesh con suavidad-. Algo más de una semana. ¿Está seguro de que no se acuerda?

– Ahora recuerdo. Le llevé los puerros por la tarde. La señora Munroe decía que le gustaba prepararlos con salsa de queso para cenar, así que le dejé algunos en San Mateo.

– ¿Y qué sucedió?

El joven alzó la vista, auténticamente confundido.

– Nada. No sucedió nada. Se limitó a darme las gracias y los metió en la casa.

– ¿Usted no entró?

– No, no me invitó a pasar. Y aunque lo hubiese hecho, yo no habría aceptado. Karen estaba aquí y yo quería volver. Esa semana se quedó hasta el jueves por la mañana. De hecho, pasé por casualidad. Pensé que la señora Munroe estaría en casa de la señora Pilbeam. Si no hubiese estado en casa, le habría dejado los puerros en la puerta.

– Pero estaba en casa. ¿Está seguro de que no ocurrió nada ni hablaron sobre algo en particular? ¿Sólo le entregó los puerros?

– Se los di y me fui -respondió con un gesto de asentimiento.

Fue entonces cuando Dalgliesh oyó el motor de un coche que se aproximaba. Los oídos de Surtees debieron de captar el sonido en el mismo momento. Se levantó de la silla con evidente alivio.

– Ha de ser Karen, mi hermana -dijo-. Viene a pasar este fin de semana.

Ahora el coche se había detenido. Surtees salió a toda prisa. Intuyendo que el joven quería hablar con su hermana a solas, quizá para ponerla sobre aviso de su presencia allí, Dalgliesh lo siguió en silencio y se detuvo junto a la puerta.

Una mujer se había apeado del coche, y ahora ella y su hermano estaban muy juntos, mirando a Dalgliesh. Sin hablar, la chica se volvió de espaldas, sacó una mochila grande y varias bolsas de plástico y cerró la portezuela con fuerza. Cargados con los bultos, los dos recorrieron el camino particular.