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No recuerdo cómo le di la noticia. Me viene a la mente la imagen de mí misma de pie en el camino, recubierta de arena y con el cabello al viento, gesticulando hacia el mar. El señor Gregory no dijo nada; abrió la portezuela del coche en silencio y yo subí. Supongo que lo más sensato habría sido regresar al seminario, pero él dio media vuelta y nos apeamos junto a la escalera que conduce a la playa. Desde entonces me he preguntado muchas veces si no me creyó y quería cerciorarse de lo ocurrido antes de pedir ayuda. No recuerdo la caminata, y la última escena vivida que conservo en la memoria es la de los dos de pie junto al cadáver de Ronald. Aún sin decir palabra, el señor Gregory se arrodilló en la arena y se puso a excavar. Llevaba guantes de piel, lo que le facilitó las cosas. Ambos trabajamos en silencio, removiendo la arena a un ritmo febril y avanzando hacia la parte superior del cuerpo.

Ronald llevaba sólo una camisa gris encima del pantalón de pana. Su nuca quedó al descubierto. Fue como desenterrar a un animal; un perro o un gato muertos. En los estratos más profundos la arena estaba húmeda y se había adherido al pelo rubio pajizo de Ronald. Traté de sacudirla, y la noté fría y áspera en mis manos.

– ¡No lo toque! -exclamó el señor Gregory con brusquedad, y yo aparté la mano de inmediato, como si me hubiese quemado. Luego añadió en voz muy baja-: Ahora será mejor que lo dejemos como lo encontramos. Ya está claro quién es.

Yo sabía que estaba muerto, pero me pareció que debíamos darle la vuelta. Me rondaba la absurda idea de que podríamos practicarle el boca a boca. Sabía que era irracional, y aun así tenía la sensación de que estábamos obligados a hacer algo. Sin embargo, el señor Gregory se quitó el guante izquierdo, puso dos dedos en el cuello de Ronald y dijo:

– Está muerto. No cabe duda de que está muerto. No podemos hacer nada por él.

Guardamos silencio durante unos segundos, de rodillas, flanqueando el cuerpo. Cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que rezábamos, y de hecho yo habría rezado una oración por él si hubiese encontrado las palabras apropiadas. De repente salió el sol y la escena se volvió irreal, como si nos estuviesen fotografiando en color a los dos. Todo presentaba un aspecto radiante y bien definido. Los granos de arena en el pelo de Ronald brillaban como minúsculos puntos de luz.

– Hay que ir a buscar ayuda y llamar a la policía -dijo el señor Gregory-. ¿Le importaría esperar aquí? No tardaré. Si lo prefiere, puede venir conmigo, pero creo que sería mejor que uno de los dos se quedara.

– Vaya usted -contesté-. Llegará más deprisa en el coche. No me importa esperar.

Lo observé mientras caminaba hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían las piedras, rodeaba el promontorio y desaparecía. Un minuto después oí el sonido del coche que se alejaba hacia el seminario. Me aparté unos pasos del cuerpo y me senté sobre los guijarros, removiéndome y enterrando los talones para estar más cómoda. Debajo de la superficie, los guijarros aún estaban mojados por la lluvia, y la fría humedad se filtró por el algodón de mis pantalones. Crucé los brazos sobre las rodillas y contemplé el mar.

Allí sentada, pensé en Mike por primera vez en muchos años. Se mató en la Al cuando su moto derrapó y chocó contra un árbol. Hacía dos semanas que habíamos regresado de nuestra luna de miel y menos de un año que nos habíamos conocido. Lo que experimenté ante su muerte no fue dolor, sino impresión e incredulidad. Si bien en su momento pensé que era dolor, ahora sé que no. Yo estaba enamorada de Mike, pero no lo amaba. El amor llega tras mucho tiempo de convivencia y cuidados mutuos. Después de su muerte, yo era Margaret Munroe, viuda, pero aún me sentía como Margaret Parker, joven soltera de veintiún años y recién graduada como enfermera. Cuando descubrí que estaba embarazada, también eso se me antojó irreal. Al ver al recién nacido me pareció que no guardaba relación alguna con Mike, con nuestro breve idilio ni conmigo. La pena que me embargó después fue quizá más intensa precisamente porque llegó tarde. Cuando Charlie murió, lloré por los dos, pero todavía no consigo recordar con claridad el rostro de Mike.

Aunque sabía que el cuerpo de Ronald se encontraba a mi espalda, era un alivio no estar sentada a su lado. A algunas personas les resulta agradable la compañía de un muerto cuando lo velan, pero a mí no me ocurrió eso con Ronald. Lo único que sentía era una profunda tristeza. No por ese pobre chico, ni siquiera por Mike, por Charlie o por mí. Era una aflicción que, a mis ojos, impregnaba todo lo que me rodeaba, la fresca brisa en mis mejillas, un cúmulo de nubes que parecía surcar deliberadamente el cielo y el mar. Me sorprendí pensando en todas las personas que habían vivido y muerto en esa costa y en los restos mortales que yacían bajo las olas, a más de un kilómetro de profundidad, en los grandes cementerios. En aquella época, esas vidas debieron de ser importantes para los que las vivieron y sus seres queridos, pero ahora estaban muertos y todo seguiría igual aunque no hubiesen existido. Dentro de cien años, nadie recordará a Charlie, ni a Mike ni a mí. Nuestras vidas son tan insignificantes como un grano de arena. Sentí que me había vaciado, que incluso la tristeza me había abandonado. Mirando el mar, aceptando que a la larga nada importa y que lo único que tenemos es el momento presente para sufrir o gozar, una profunda sensación de paz se apoderó de mí.

Supongo que caí en una especie de trance, porque no vi ni oí a las tres figuras que se aproximaban hasta que los guijarros crujieron bajo las suelas de sus zapatos, y entonces ya estaban casi a mi lado. El padre Sebastian y el señor Gregory caminaban a la par. El padre Sebastian se había ceñido la sotana para protegerse del viento. Los dos llevaban la cabeza gacha y avanzaban con determinación, como si marcaran el paso. El padre Martin los seguía a escasa distancia, dando tumbos sobre las piedras. Recuerdo que me pareció una grosería que los otros dos no lo esperasen.

Me avergonzó que me sorprendieran sentada, así que me levanté.

– ¿Se encuentra bien, Margaret? -preguntó el padre Sebastian.

– Sí, padre -respondí, y me aparté para que pudiesen acercarse al cadáver.

El padre Sebastian se santiguó.

– Es una calamidad -dijo.

Incluso entonces me extrañó que emplease esa palabra y comprendí que no estaba pensando en Ronald Treeves, sino en el seminario.

Se inclinó y tocó la nuca de Ronald.

– No hay duda: está muerto -señaló el señor Gregory con aspereza-. No es aconsejable mover más el cadáver.

El padre Martin se había detenido a unos pasos de allí. Vi que sus labios se movían. Supongo que estaba rezando.

– Si tiene la gentileza de volver al seminario y esperar a la policía, Gregory, el padre Martin y yo nos quedaremos aquí -dijo el padre Sebastian-. Será mejor que Margaret vaya con usted. Ha sufrido una fuerte impresión. Si le parece, llévela con la señora Pilbeam y explíquele lo ocurrido. La señora Pilbeam le dará té caliente y cuidará de ella. Nadie debe decir una palabra de esto hasta que yo me dirija a los alumnos. Si la policía quiere hablar con Margaret, tendrá que hacerlo más tarde.

Curiosamente, recuerdo que me molestó un poco que hablase con el señor Gregory como si yo no estuviese allí. Además, no me apetecía que me llevaran a casa de Ruby Pilbeam. Ella me cae bien -sabe cómo mostrarse amable sin entrometerse en la vida de los demás-, pero lo único que quería en ese momento era volver a mi casa.