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– Karen, éste es el comisario Dalgliesh, de New Scotland Yard -señaló Surtees-. Me estaba haciendo preguntas sobre Ronald.

La joven no llevaba gorro y tenía el pelo cortado en punta. Un pesado aro dorado en cada oreja acentuaba la palidez de un rostro de finas facciones. Bajo las arqueadas cejas, los ojos, pequeños y negros, brillaban con intensidad. La boca fruncida y toscamente perfilada con carmín rojo intenso prestaba a su cara el aspecto de un cuadro cuidadosamente diseñado en negro, rojo y blanco. La primera mirada que dirigió a Dalgliesh fue hostil, una reacción propia de alguien que recibe una visita inesperada y desagradable. Luego, sin embargo, su expresión se volvió inquisitiva y a continuación recelosa.

Entraron juntos en el taller de Eric. Karen Surtees dejó la mochila sobre la mesa.

– Será mejor que metas estos platos preparados en el congelador -le indicó a su hermano-. En el coche hay una caja con botellas de vino.

Surtees paseó la mirada entre Dalgliesh y su hermana y luego salió. Sin decir una palabra, la chica comenzó a sacar ropa y latas de su mochila.

– Es evidente que no desea visitas -observó Dalgliesh-. Pero, ya que estoy aquí, ahorraremos tiempo si responde a algunas preguntas.

– Pregunte. A propósito, soy Karen Surtees, la hermanastra de Eric. Ha llegado un poco tarde, ¿no? ¿Qué sentido tiene un interrogatorio sobre Ronald Treeves a estas alturas? Ya hubo una vista, y dictaminaron muerte accidental. Ni siquiera pueden exhumar el cadáver. Su padre lo mandó incinerar en Londres. ¿No se molestaron en decírselo? Además, no entiendo por qué han metido a la Policía Metropolitana en este asunto. ¿No es competencia de la policía de Suffolk?

– Sí, pero sir Alred siente una natural curiosidad por la muerte de su hijo. Yo tenía previsto visitar el condado, de manera que me pidió que averiguase lo que estuviera a mi alcance.

– Si de verdad le interesaban las circunstancias de la muerte de su hijo, debería haber asistido a la vista. Supongo que se siente culpable y quiere demostrar que es un buen padre. Pero ¿qué le preocupa? No pensará que Ronald fue asesinado, ¿verdad?

Resultaba curioso que pronunciara esa fatídica palabra con semejante despreocupación.

– No, no creo que piense eso.

– Bueno, yo no puedo ayudar a sir Alred. Sólo me crucé con su hijo un par de veces, mientras él paseaba, e intercambiamos un «buenas tardes» o un «bonito día», lo típico en estas situaciones.

– ¿No eran amigos?

– No soy amiga de ninguno de los estudiantes. Y si está insinuando lo que me imagino, debe saber que vengo aquí para desconectar con Londres y ver a mi hermano, ¡no para tirarme a los seminaristas! Aunque, a juzgar por la pinta que tienen, no les vendría mal echar un polvo.

– ¿Estaba aquí el fin de semana en que murió Ronald?

– Sí. Llegué el jueves por la noche, más o menos a la misma hora que hoy.

– ¿Lo vio ese fin de semana?

– No; ninguno de los dos lo vimos. Nos enteramos de que había desaparecido porque Pilbeam vino a preguntar si había estado aquí. Le contestamos que no, y eso es todo. Fin de la historia. Mire, si quiere saber algo más, ¿no puede esperar a mañana? Me gustaría instalarme, deshacer el equipaje, tomar una taza de té… ¿Entiende? He pasado por un infierno para salir de Londres. Así que lo dejaremos para otra ocasión, si no le importa. No es que tenga algo que añadir. Para mí, Ronald era un estudiante más.

– Aun así usted y su hermano debieron de formarse una opinión sobre la muerte del joven. Seguramente hablaron del tema.

Surtees, que había terminado de guardar la comida, apareció procedente de la cocina. Karen lo miró.

– Claro que hablamos -dijo-. Todo el maldito seminario hablaba de ello. Si quiere conocer mi opinión, creo que se suicidó. No sé por qué ni es asunto mío. Como ya he dicho, casi no lo conocía, pero fue un accidente extraño. Sin duda sabía que los acantilados eran peligrosos. En fin, todos lo sabemos, y además hay suficientes carteles de advertencia. ¿Qué hacía en la playa?

– Ésa es una de las incógnitas -respondió Dalgliesh. Les dio las gracias y se volvió para marcharse, pero de pronto lo asaltó una idea. Se dirigió a Surtees-: ¿Cómo estaban envueltos los puerros que le regaló a la señora Munroe? ¿Lo recuerda? ¿Estaban en una bolsa, o los llevó sin envolver?

Surtees parecía perplejo.

– No estoy seguro. Creo que los envolví en papel de periódico. Es lo que suelo hacer con las hortalizas, al menos con las grandes.

– ¿Recuerda de qué periódico se trataba? Sé que no es fácil. -Al ver que Surtees no respondía, preguntó-: ¿Un periódico serio, o uno sensacionalista? ¿Cuál compra habitualmente?

Fue Karen quien respondió.

– Era un ejemplar de Sole Bay Weekly Gazette. Soy periodista. Acostumbro a fijarme en los periódicos.

– ¿Usted estaba en la cocina?

– Debía de estar, ¿no? La cuestión es que vi a Eric mientras envolvía los puerros. Dijo que iba a llevárselos a la señora Munroe.

– No recordará la fecha del periódico, ¿verdad?

– No. Ya le he dicho que me acuerdo del periódico porque suelo fijarme en ellos. Eric lo abrió por la página central y vi la foto del entierro de un agricultor local. El tipo había pedido que asistiera su novillo favorito, así que llevaron al animal hasta la tumba con lazos negros atados a los cuernos y alrededor del cuello. No creo que lo metieran en la iglesia. Era la clase de fotografía que hace las delicias de los jefes de redacción.

Dalgliesh se volvió hacia Surtees.

– ¿Cuándo sale la Sole Bay Gazette?

– Todos los jueves. No suelo leerla hasta el fin de semana.

– De manera que el periódico que usó debía de ser de la semana anterior. -Se volvió hacia Karen y dijo-: Gracias, me ha ayudado mucho. -Y de nuevo percibió un destello inquisitivo en sus ojos.

Lo acompañaron a la puerta. Al llegar a la verja, vio que los dos continuaban mirándolo, como queriendo asegurarse de que se marchaba de verdad. Luego dieron media vuelta simultáneamente, entraron y cerraron la puerta.

16

Dalgliesh albergaba la intención de regresar a Saint Anselm a tiempo para las completas después de una cena solitaria en el Crown de Southwold. Sin embargo, la comida era demasiado exquisita para estropearla con prisas, de modo que llegó al seminario cuando el oficio ya había empezado. Esperó en su habitación hasta que vio luz en el patio: habían abierto la puerta sur de la iglesia, y el pequeño grupo de feligreses comenzaba a salir. Se dirigió a la sacristía, de donde por fin emergió el padre Sebastian. Mientras éste cerraba la puerta con llave, Dalgliesh lo abordó:

– ¿Podemos hablar, padre? ¿O prefiere dejarlo para mañana?

Sabía que en Saint Anselm respetaban la tradición de guardar silencio después de las completas, pero el rector respondió:

– ¿Tardaremos mucho, comisario?

– Espero que no, padre.

– Entonces podemos hablar ahora. ¿Vamos a mi despacho?

Una vez allí, el rector ocupó la silla situada detrás del escritorio y le señaló la de enfrente a Dalgliesh. La charla no sería lo bastante agradable para que se sentaran en los sillones próximos a la chimenea. El rector no estaba dispuesto a iniciar la conversación ni a preguntar a qué conclusiones había llegado el comisario sobre la muerte de Ronald Treeves, si es que había llegado a alguna. En cambio, aguardó en un silencio que, sin ser hostil, parecía poner a prueba la paciencia del comisario.

– El padre Martin -comenzó Dalgliesh- me ha mostrado el diario de la señora Munroe. Por lo visto el joven la visitaba más a menudo de lo que cabría esperar. Eso, sumado al hecho de que fue ella quien descubrió el cadáver, ocasiona que cualquier referencia al muchacho en el diario adquiera una importancia vital. Me refiero específicamente a la última anotación, la que la señora Munroe realizó el día de la muerte de Ronald. Usted no tomó en serio la prueba referente a ese secreto que había descubierto y que la intranquilizaba, ¿verdad?