– ¿Prueba? -preguntó el padre Sebastian-. Ése es un término legal, comisario. La tomé en serio porque era evidente la importancia que ella le daba. Leer un diario personal no me parecía del todo bien; pese a ello el padre Martin estaba interesado en saber lo que decía porque él mismo la había animado a escribirlo. Si bien la curiosidad natural quedó satisfecha, sigo pensando que habríamos debido destruir ese cuaderno sin leerlo. Creo, a pesar de todo, que los hechos están muy claros. Margaret Munroe era una mujer inteligente y sensata. Estaba preocupada por algo que había descubierto, habló con la persona involucrada y recuperó la tranquilidad. Cualquiera que fuese la explicación que le dieron, es obvio que la serenó. Si yo me hubiese puesto a husmear, no habríamos ganado nada y tal vez sí habríamos hecho mucho daño. ¿Insinúa que tendría que haber reunido a todo el seminario para preguntar si alguien guardaba un secreto que la señora Munroe conocía? Preferí confiar en lo que había escrito ella: que lo que le explicaron hacía innecesaria cualquier otra acción.
– Por lo visto, Ronald Treeves era un solitario, padre -observó Dalgliesh-. ¿A usted le caía bien?
Pese a la osada provocación que entrañaba la pregunta, el padre Sebastian no se inmutó. Sin embargo, Dalgliesh creyó detectar una ligera crispación en el atractivo rostro del sacerdote.
Si bien la respuesta del rector quizás encerraba una reprimenda tácita, su voz no reflejaba rencor:
– En mi relación con los seminaristas, no me molesto en preguntarme si me caen bien o mal. No sería correcto. El favoritismo, real o aparente, resulta peligroso en una comunidad tan pequeña como ésta. Ronald no era un joven muy simpático, pero ¿desde cuándo es la simpatía una virtud cristiana?
– ¿Tampoco se molestó en preguntarse si era feliz aquí?
– Saint Anselm no se ocupa de promover la felicidad personal. Seguramente me habría preocupado si lo hubiese visto infeliz. Tomamos muy en serio nuestra responsabilidad para con los alumnos. Ronald no pidió ayuda ni dio muestras de necesitarla. Claro que eso no me exime de culpa. Ronald concedía una gran importancia a la religión y estaba profundamente comprometido con su vocación. Sin duda sabía que el suicidio constituye un pecado grave. No cabe la posibilidad de que fuese un acto impulsivo, ya que tuvo que recorrer setecientos metros para llegar a la laguna y luego siguió andando por la playa. Si se quitó la vida, fue movido por la desesperación. Y si él o cualquier otro seminarista hubiese estado desesperado, yo lo habría advertido.
– El suicidio de un hombre joven y sano supone siempre un misterio -señaló Dalgliesh-. Los que lo cometen mueren sin que nadie entienda por qué. Quizá ni siquiera ellos serían capaces de explicarlo.
– No le estaba pidiendo su absolución, comisario -replicó el rector-. Me limitaba a exponer los hechos.
Se produjo una pausa. La siguiente pregunta de Dalgliesh, aunque igualmente incómoda, era ineludible. Temió estar procediendo de un modo demasiado franco y poco diplomático, pero intuía que el padre Sebastian valoraba la franqueza y despreciaba la diplomacia. Entre ellos había un entendimiento tácito.
– ¿Quién se beneficiaría del cierre del seminario? -inquirió por fin.
– Yo, entre otros. Sin embargo, me parece que nuestros abogados están más capacitados que yo para responder a esta clase de preguntas. Stannard, Fox y Perronet han prestado sus servicios al seminario desde su fundación y, en la actualidad, Paul Perronet es miembro del consejo de administración. Su bufete está en Norwich. Él le hablará de nuestra historia, si le interesa. Sé que de cuando en cuando trabaja los sábados por la mañana. ¿Quiere que le concierte una cita? Podría llamarlo a su casa.
– Me haría un favor, padre.
El rector acercó el teléfono que estaba sobre su escritorio. No le fue necesario buscar el número. Marcó y aguardó unos instantes.
– ¿Paul? Soy Sebastian Morell. Llamo desde mi despacho. El comisario Dalgliesh está conmigo. ¿Recuerdas que el jueves te comenté que vendría a vernos? Le gustaría hacerte algunas preguntas acerca del seminario… Sí, cualquier cosa que quiera saber. No es preciso que ocultes nada… Eres muy amable, Paul. Te paso con él.
Sin una palabra, le tendió el auricular a Dalgliesh.
– Soy Paul Perronet -dijo una voz grave-. Mañana por la mañana estaré en mi despacho. Tengo una cita a las diez, pero si pudiera venir más temprano, a eso de las nueve, tendríamos tiempo suficiente para charlar. Llegaré aquí a las ocho y media. El padre Sebastian le facilitará la dirección. El bufete queda muy cerca de la catedral. Muy bien; lo veré mañana a las nueve.
– ¿Hay algo más de lo que quiera hablar esta noche? -preguntó el rector cuando Dalgliesh se hubo sentado de nuevo.
– Me resultaría útil echar un vistazo al expediente de Margaret Munroe, en caso de que aún lo conserve.
– Si ella siguiera con nosotros, esos papeles serían confidenciales, naturalmente. Pero, dadas las circunstancias, no veo ningún inconveniente. La señorita Ramsey los guarda bajo llave en la habitación contigua. Iré a buscarlos.
Salió y, poco después, Dalgliesh oyó el chirrido del cajón de un archivador metálico. Al cabo de unos segundos, el rector regresó y le entregó un sobre marrón. No preguntó qué relación tenía el expediente de la señora Munroe con la trágica muerte de Ronald Treeves, y Dalgliesh creyó entender la razón. El padre Sebastian era un experimentado estratega que se abstenía de hacer preguntas cuando sospechaba que la respuesta era desagradable o de poca ayuda. Había prometido su colaboración y la prestaría, pero tomaría nota de todas las peticiones indiscretas y molestas de Dalgliesh hasta que llegase el momento oportuno para quejarse de que le habían exigido demasiado, con escasa justificación y para alcanzar unos resultados muy pobres. Poseía una habilidad inigualable para atraer a sus adversarios a un terreno imposible de defender legítimamente.
– ¿Quiere llevarse el expediente, comisario? -dijo.
– Sólo por esta noche, padre. Se lo devolveré mañana.
– Entonces, si no desea nada más, le doy las buenas noches.
Se levantó y le abrió la puerta a Dalgliesh. Aunque era un gesto que podría pasar por una gentileza, el comisario lo interpretó más bien como la estratagema de un director de escuela para quitarse de encima a un padre molesto.
La puerta del claustro sur estaba abierta. Pilbeam la cerraba todas las noches antes de retirarse, pero hoy aún no lo había hecho. El patio estaba en penumbra, iluminado únicamente por los débiles rayos de las lámparas adosadas a las paredes de los claustros, y sólo había luz en dos de las habitaciones de los seminaristas, ambas en el claustro sur. Camino de Jerónimo, Dalgliesh vio a dos personas en la puerta de Ambrosio. A una de ellas se la habían presentado esa tarde, y su cabeza, pálida y brillante bajo la luz de la lámpara, resultaba inconfundible. La otra era una mujer. Esta se volvió al oír pasos, justo en el momento en que el comisario llegaba a la puerta de su apartamento. Sus ojos se encontraron, y por unos instantes ambos se miraron con expresión de asombro. La luz caía sobre un rostro de sobria y sorprendente belleza, y Dalgliesh experimentó una emoción cada vez menos frecuente en éclass="underline" una sacudida física de pasmo y optimismo.
– Creo que no los han presentado -dijo Raphael-. Emma, éste es el comisario Dalgliesh, que ha venido desde el cuartel general de Scotland Yard para aclararnos cómo murió Ronald. Comisario, ésta es Emma Lavenham, que viaja desde Cambridge tres veces al año para civilizarnos. Después de asistir devotamente a las completas, los dos decidimos, por separado, dar un paseo para contemplar las estrellas. Nos encontramos en el acantilado. Ahora, como buen anfitrión, he venido a acompañarla a sus habitaciones. Buenas noches, Emma.