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Su voz y su postura destilaban posesividad, y Dalgliesh notó que la chica se sentía ligeramente cohibida.

– Habría vuelto sola sin problemas -repuso-, pero gracias, Raphael.

El seminarista inició el gesto de tomarle la mano, mas ella se despidió con un firme «buenas noches», destinado a ambos, y acto seguido entró en la salita de su apartamento.

– La vista de las estrellas era decepcionante -comentó Raphael-. Buenas noches, comisario. Espero que no le falte nada de lo que necesita. -Giró sobre sus talones y se alejó a paso vivo por el patio adoquinado en dirección al claustro norte, donde estaba su habitación.

Dalgliesh se puso de malhumor, aunque no habría acertado a explicar por qué. Raphael era un joven altanero y demasiado guapo para su propio bien. Debía de descender de la fundadora del seminario. En tal caso, ¿cuánto heredaría si lo cerraban?

Con determinación, el comisario se sentó a la mesa, abrió el expediente de la señora Munroe y comenzó a estudiar los papeles. La mujer había llegado a Saint Anselm el 1 de mayo de 1994, procedente de Ashcombe House, una clínica para enfermos terminales situada en las afueras de Norwich. El seminario había publicado anuncios en el Church Times y en un periódico local, en los que pedían una encargada de la ropa blanca que colaborara en las tareas domésticas. A la señora Munroe acababan de diagnosticarle una enfermedad cardíaca, y en la carta donde solicitaba el empleo aseguraba que el trabajo de enfermera se había vuelto demasiado pesado para ella. Buscaba un puesto más descansado que además incluyera alojamiento. Las referencias de la supervisora de la clínica, aunque buenas, no eran demasiado entusiastas. La señora Munroe, que se había incorporado a la plantilla el 1 de junio de 1988, había sido una enfermera concienzuda y diligente, si bien un tanto reservada en sus relaciones con los demás. La atención a los moribundos la agotaba física y psíquicamente, pero en la clínica estimaban que podía realizar labores propias de una enfermera en un internado donde los alumnos eran jóvenes y sanos, cosa que ella haría de buen grado además de ocuparse de la ropa blanca. Por lo visto, durante su estancia en Saint Anselm había salido en contadas ocasiones. Había muy pocas notas en las que solicitara permiso al padre Sebastian para ausentarse; todo indicaba que prefería pasar las vacaciones en casa con su único hijo, un oficial del ejército. La imagen que se extraía del expediente era la de una mujer seria, trabajadora y reservada, con pocos intereses aparte de su relación con su hijo. Éste, según constaba en el informe, había muerto dieciocho meses después de la llegada de la mujer al seminario.

Dalgliesh dejó el sobre en un cajón del escritorio, se duchó y se metió en la cama. Después de apagar la luz, trató de conciliar el sueño, pero las preocupaciones del día se agolpaban en su mente. Volvía a estar en la playa con el padre Martin. Imaginó la capa marrón y la sotana meticulosamente dobladas, como si el joven se preparase para un viaje: cabía la posibilidad de que lo hubiera considerado así. ¿De verdad se había quitado esas prendas para trepar a una pequeña loma de arena inestable, entremezclada con piedras y apuntalada de manera precaria por porciones de tierra cubierta de hierbajos? ¿Por qué? ¿Qué esperaba alcanzar o descubrir? En esa parte de la costa, entre la arena o en la pared del acantilado, aparecían de vez en cuando huesos de esqueletos enterrados mucho tiempo atrás, procedentes de los cementerios que ahora estaban bajo el agua y a más de un kilómetro de distancia de la orilla. Sin embargo, nadie había hallado ninguno de esos restos cerca del cadáver. Incluso si Treeves hubiera avistado la suave curva de una calavera o el extremo de un hueso largo entre la arena, ¿qué necesidad habría tenido de quitarse la capa y la sotana para llegar hasta ellos? Dalgliesh pensaba que había algo más significativo en la ordenada pila de ropa. ¿No había sido una forma deliberada, casi ceremonial, de renunciar a una vida, a una vocación, quizás incluso a una fe?

Debatiéndose entre la compasión, la curiosidad y la conjetura, apartó de su mente aquella muerte horrible para concentrarse en el diario de Margaret Munroe. Había leído tantas veces los párrafos de la última anotación que habría sido capaz de recitarlos de memoria. La mujer había descubierto un secreto de tal envergadura que sólo se había atrevido a aludirlo de manera indirecta. Pocas horas después de hablar con la persona interesada, había muerto. Claro que, habida cuenta del estado en que se encontraba su corazón, esa muerte habría podido producirse en cualquier momento. Quizá la ansiedad y la necesidad de afrontar las repercusiones de ese descubrimiento habían precipitado su fin. No obstante, también cabía la posibilidad de que dicha muerte beneficiase a alguien. ¡Y qué fácil habría sido matarla! Una mujer mayor con un corazón débil, sola en su casa; un médico local que la examinaba con regularidad y que redactaría sin vacilar el certificado de defunción… ¿Por qué tenía la labor de punto sobre el regazo si llevaba las gafas para ver la televisión? Y, suponiendo que estaba viendo un programa antes de morir, ¿quién había apagado el televisor? Naturalmente, había explicaciones posibles para todas estas incongruencias. Había anochecido y la mujer estaba cansada. Incluso si aparecieran más pruebas -aunque ¿qué pruebas podían aparecer a esas alturas?-, había pocas posibilidades de resolver ese enigma. Al igual que Ronald Treeves, Margaret Munroe había sido incinerada. A Dalgliesh le extrañaba que en Saint Anselm tomasen medidas tan expeditivas para despachar los cadáveres. Por otro lado, era una consideración injusta: tanto sir Alred como la hermana de la señora Munroe habían excluido al seminario de las exequias.

Deseó haber visto el cuerpo de Ronald Treeves. Las pruebas de segunda mano siempre resultaban insatisfactorias, y nadie había tomado fotografías del escenario de la muerte. De todos modos, los testimonios eran muy claros y todos apuntaban al suicidio. Pero ¿por qué? Con toda seguridad, para Treeves ese acto implicaba un pecado mortal. ¿Qué poderosa fuerza lo había empujado a buscar un final tan horrible como aquél?

17

Cualquier viajero que visite con frecuencia ciudades o pueblos históricos descubrirá muy pronto en sus peregrinaciones que las casas más atractivas del centro son, invariablemente, bufetes de abogados. El de Stannard, Fox y Perronet no era una excepción. Se encontraba muy cerca de la catedral, en una elegante casa georgiana separada de la calle por un estrecho cerco de adoquines. La brillante puerta delantera con su aldaba en forma de cabeza de león, la pintura impecable, las impolutas ventanas que reflejaban la débil claridad de la mañana y las inmaculadas cortinas de tul proclamaban la solera, el prestigio y la prosperidad de la firma. En la recepción, que a todas luces había formado parte de una sala más grande y de armoniosas proporciones, una joven dejó la revista que estaba leyendo y saludó a Dalgliesh con un agradable acento de Norfolk:

– Usted es el comisario Dalgliesh, ¿no? El señor Perronet lo espera. Me ha indicado que lo haga subir de inmediato. Está en la primera planta. Su secretaria personal no viene los sábados, pero le prepararé un café si lo desea.

Dalgliesh sonrió, declinó la invitación y subió por la escalera, entre las fotografías enmarcadas de antiguos miembros del bufete.

El hombre que lo esperaba a la puerta del despacho era mayor de lo que había sugerido su voz por teléfono; de hecho, debía de frisar los sesenta. Superaba el metro ochenta y cinco de estatura y era un hombre huesudo, con mentón alargado, ojos de una clara tonalidad de gris tras unas gafas con montura de carey y un cabello pajizo que caía en lacios mechones sobre una frente prominente. La cara correspondía más a un comediante que a un abogado. Llevaba un formal traje oscuro, obviamente antiguo pero de muy buen corte, cuya ortodoxia contrastaba con la camisa de anchas rayas azules y la pajarita rosa con topos de color turquesa. Era como una manifestación consciente de una contradicción en su personalidad o de una excentricidad que se esforzaba por cultivar.