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La habitación en la que entró Dalgliesh era tal como él la había imaginado. Sobre el escritorio georgiano no había papeles ni carpetas. Un óleo, sin duda de uno de los fundadores de la firma, colgaba encima de la elegante chimenea de mármol, y las acuarelas de paisajes, alineadas con todo cuidado, parecían lo bastante buenas para ser de Cotman. Probablemente lo fueran.

– ¿No toma café? Prudente decisión. Es demasiado temprano. Yo salgo a tomar el mío a eso de las once. Voy dando un paseo hasta Saint Peter Mancroft. Me proporciona una buena excusa para salir de la oficina. La silla no es demasiado baja, ¿verdad? Si lo prefiere, siéntese en la otra. El padre Sebastian me ha pedido que responda a todas las preguntas que me haga sobre Saint Anselm. Por supuesto si ésta fuese una investigación oficial, mi deber sería cooperar, y lo haría gustoso.

La cordialidad de sus ojos grises resultaba engañosa, pues ocultaba una mirada escrutadora.

– No es exactamente una investigación oficial -repuso Dalgliesh-. Mi posición es ambigua. Supongo que el padre Sebastian le habrá contado que sir Alred Treeves está insatisfecho con el dictamen sobre las causas de la muerte de su hijo. Yo había planeado venir a este condado y ya conocía Saint Anselm, de manera que me pareció práctico y conveniente visitar el seminario. Como es lógico, si descubro algún indicio de delito, el caso tomará carácter oficial y pasará a manos de la policía de Suffolk.

– Conque Alred está insatisfecho con el veredicto, ¿eh? -dijo Perronet-. Yo pensé que sería un alivio para él.

– Cree que no hay pruebas concluyentes para determinar que la muerte fue accidental.

– Es posible, pero tampoco hubo indicios de otra cosa. Un veredicto de muerte por causa desconocida habría sido más apropiado.

– Considerando las dificultades que atraviesa el seminario, la difusión que ha tenido el caso debió de resultarles molesta.

– Sí, aunque el asunto se llevó con discreción. El padre Sebastian es un experto en estas cuestiones. Y en Saint Anselm han estallado escándalos mucho más grandes. Como el de 1923, cuando el sacerdote que enseñaba Historia de la Iglesia, un tal Cuthbert, se enamoró perdidamente de uno de sus alumnos, y el rector los descubrió a ambos en flagrante delito. Habían ido a los muelles de Felixstowe en el tándem del padre Cuthbert, y supongo que habrían cambiado las sotanas por unos bombachos Victorianos. Una imagen encantadora, en mi opinión. Más adelante, en 1932, se produjo un problema más serio: el rector se convirtió al catolicismo apostólico romano y se llevó consigo a la mitad de los profesores y a un tercio de los seminaristas. ¡Agnes Arbuthnot debió de revolverse en su tumba! Sin embargo, es verdad que la publicidad que se ha dado a este caso ha sido inoportuna, por supuesto.

– ¿Asistió usted a la vista?

– Sí, lo hice en nombre del seminario. Este bufete ha representado a Saint Anselm desde su fundación. La señorita Arbuthnot, como toda su familia, detestaba Londres y, en 1842, cuando su padre se trasladó a Suffolk y construyó la casa, nos pidió que nos hiciéramos cargo de sus asuntos legales. Aunque estábamos fuera del condado, supongo que él buscaba cualquier firma del este, no necesariamente de Suffolk. La señorita Arbuthnot mantuvo el trato con el bufete después de la muerte de su padre. Siempre ha habido uno de nuestros socios en el consejo de administración del seminario. La señorita Arbuthnot lo dispuso así en su testamento, especificando que dicha persona debía ser miembro practicante de la Iglesia anglicana. Yo ocupo ese lugar ahora. No sé qué haremos en el futuro si todos los socios resultan ser católicos romanos, protestantes o directamente ateos. Supongo que tendremos que convencer a alguien de que se convierta. Sin embargo, hasta la fecha siempre ha habido un socio anglicano.

– Ésta es una firma antigua, ¿verdad? -preguntó Dalgliesh.

– Se fundó en 1792. Ya no queda ningún Stannard entre nosotros. El único miembro de la última generación es catedrático; según creo, en una de las universidades nuevas. No obstante, pronto se nos unirá una joven Fox, Priscilla. Se licenció el año pasado y es una chica muy prometedora. Me gusta que el linaje de la firma se conserve.

– El padre Sebastian me dio a entender que es posible que la muerte de Ronald Treeves adelante el cierre del seminario -dijo Dalgliesh-. ¿Cuál es su opinión como miembro del consejo?

– Me temo que así sea. Podría adelantar el cierre, pero no causarlo. La Iglesia, como ya sabrá, se ajusta a la política de reunir las enseñanzas teológicas en irnos pocos centros, y Saint Anselm siempre ha constituido una especie de excepción. Aunque quizás ahora decidan cerrarlo antes de lo previsto, el cierre, por desgracia, era inevitable. No se trata sólo de una cuestión de recursos y política eclesiástica. El ideario de Saint Anselm ha quedado desfasado. Siempre ha habido críticos: decían que era elitista, esnob, que estaba muy aislado e incluso que se alimentaba demasiado bien a los estudiantes. Desde luego, cuentan con un vino exquisito. Yo siempre evito hacer mi visita trimestral en cuaresma o en viernes. Sin embargo, casi todo forma parte de su patrimonio y no le cuesta un penique al seminario. El canónigo Cosgrove les legó su bodega hace cinco años. El viejo tenía un paladar fino. Las reservas durarán hasta que cierren el seminario.

– Y si eso ocurre, ¿qué sucederá con el edificio y todo su contenido? -preguntó Dalgliesh.

– ¿No se lo ha dicho el padre Sebastian?

– Me contó que él figuraba entre los beneficiarios, y que usted me daría más detalles.

– Desde luego. Desde luego.

Perronet se levantó y abrió un armario situado a la izquierda de la chimenea. Con evidente esfuerzo, sacó una caja grande de metal negro con la palabra «Arbuthnot» escrita con pintura blanca.

– Como intuyo que a usted le interesa la historia del seminario, tal vez deberíamos empezar por el principio. Todo está aquí dentro. Sí, en esta caja encontrará la historia de la familia. Empezaré por el padre de Agnes, Claude Arbuthnot, que murió en 1859. Fabricaba botones y hebillas: cierres para esas botas altas que llevaban las mujeres, distintivos ceremoniales y cosas por el estilo. La fábrica estaba en las afueras de Ipswich. Las cosas le fueron muy bien y amasó una fortuna. Agnes, nacida en 1820, era la hija mayor. La seguían Edwin, nacido en 1823, y Clara, dos años menor. No nos entretendremos con Clara, ya que nunca se casó y murió de tuberculosis en Italia en 1849. La enterraron en el cementerio protestante de Roma… en muy buena compañía, desde luego. ¡Pobre Keats! En fin, en esa época los enfermos se marchaban a los países soleados con la esperanza de curarse, pero el viaje bastaba para matarlos. Es una pena que Clara no fuese a la estación balnearia de Torbay y encontrase su última morada allí. Sea como fuere, aquí acaba su historia.

»Naturalmente, el que construyó la casa fue el viejo, Claude. Había acumulado un capital considerable y quería verlo materializado en algo, como es lógico. Le dejó la casa a Agnes. El dinero se repartió entre ella y su hermano, Edwin, y creo que hubo disputas en torno a la concesión de la casa. No obstante, Agnes, a diferencia de Edwin, cuidaba el edificio y vivía allí, de manera que finalmente se quedó con él. Si su padre, un protestante intransigente, hubiera sabido lo que ella iba a hacer con la casa, las cosas habrían tomado otro rumbo. Pero uno no puede controlar sus propiedades desde la tumba. El caso es que se la legó a ella. Un año después de la muerte de su padre, Agnes pasó una temporada en Oxford con una antigua compañera de escuela, se dejó influir por el movimiento ritualista de la universidad y decidió fundar Saint Anselm. El edificio ya estaba allí, por supuesto, pero añadió los dos claustros, restauró la iglesia y construyó cuatro casas para el personal.